Antonio Herrera | 19 Agosto 2002
La tarde de verano se encoje y da paso al atardecer de rojos
anaranjados que presagia mañana otro día de calor. Pero los viajeros lo tienen
claro, y van a huir… hacia la sierra, hacia esos peñascales que se arrugan a la
caida de Somosierra, en la orilla derecha del río Jarama.
Desde Guadalajara, por la carretera de Marchamalo y Usanos,
se llega sin sentir a Uceda, y desde su atalaya se baja al hondo cauce del río.
Acompañándole, a poco se llega a Patones (el de Abajo) que es poblachón sin
gracia, con sus casas acomodadas en ambos lados de la carretera.
De pronto, en un esquinazo, el letrero señala “A Patones de
Arriba, 3 Kms"… y allá se lanzan los viajeros, alegres de tomar las curvas de
la cuesta para llegar enseguida a las primeras casas de esta parroquia, que
mantiene su historia curiosa y anecdótica en estandarte de su tradición. Dicen
que fue el único pueblo de España que contó con un Rey propio. Ocurrió en 1808,
cuando la nación fue ocupada de los franceses. Allí llegaron noticias de que el
Borbón había sido raptado por Napoleón, y los de Patones decidieron que
plantarían cara al Emperador, y al alcalde del pueblo le hicieron Rey.
A los viajeros les entusiasma el silencio de las calles
empinadas, el aspecto de sus dos ruas (la calle del Arroyo y la calle de las
Azas) en cuesta perenne. Se fijan en sus edificios, todos ellos de piedra
caliza oscura, de pizarra, de granito incluso. Aunque es verano, apenas hay
gente por la calle: algunos viajeros en la Posada Real, que está a la entrada,
en una plazuela supervisada por el humilde templo. Y en la calle cuestuda
buscan un lugar donde cenar, o pasar el rato en su charla inacabable.
Encuentran hueco en “El Rey de Patones”, que es restaurante
a lo clásico, recogido, con mesas cubiertas con manteles a cuadritos rojos y
blancos. Una ensalada y algo de bacalao, más un flan con guindas, y el blanco
“Esmeralda” que nunca les falta, aquí también aparece. Es una cena sencilla y
lenta, que acaba tarde, que se desvanece entre las manos ávidas.
La vuelta por el mismo sitio, con más cuidado porque es de
noche. Al pasar por Uceda, un aparte hasta la iglesia de Nuestra Señora de la
Varga, de románico estilo con una portada solemne y un ábside triple, muy
medieval y bien puesta sobre el alto desde el que se domina, todavía, el valle
del Jarama. A lo lejos, las luces tímidas de la gran ciudad. Madrid no está
lejos. En lo alto, la luna. Un viaje corto, un recuerdo que gotea el corazón, siempre bien
guardado.
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