19 de marzo de 2023

Viaje a los pueblos barrocos de Córdoba

 Antonio Herrera Casado  |  14 a 16 de marzo 2023


Es muy difícil decir, y aún decidir, cuales son los mejores, los más bonitos pueblos de España. No bastan las titulaciones, oficiales y comerciales: es imprescindible vivirlos y verlos. Por eso, los tres pueblos de la serranía sub-bética de Córdoba que hemos visitado estos días (a saber: Lucena, Cabra y Priego) yo los catalogo entre los mejores de la Península. Aunque haya otros muchos más.

Desde Madrid, y en AVE, los amigos y amigas de Arquivolta nos hemos dirigido a Córdoba, donde nos alojamos en el Hotel “Patios de Córdoba” de la cadena Eurostars, un precioso palacio antiguo en la calle San Fernando, muy bien adecuado. Enseguida, a comer en la Posada de la Corredera, iluminada su fachada y su patio por el sol del mediodía primaveral. Después, la alegría de darle la vuelta a esa plaza espléndida y esplendorosa, –arcos, mercados, balconadas, un leve toque flamenco– y después atravesando la plaza del Potro llegarnos casi corriendo a la mezquita, que visitamos. Una vez más, admirando la grandiosa huella del mejor califato, el de los Omeya, la elegancia de sus miles de columnas, de arcos, de contrastes entre el rojo y el crema. Tenemos la suerte de pasear por las naves de este severo conjunto, y dejar nuestra boca abierta delante del mihrab de su mezquita, de sus brillantes frases en cúficos caracteres, de sus bóveas alambicadas y doradísimas. Después, nos damos una vuelta por la Judería, admirando su breve sinagoga cuadrada, y dándole homenaje a Maimónides en su estatua de bronce manoseado.



Bóvedas del mihrab de la mezquita de Córdoba



Tras los refrescos (en Córdoba, a 14 de marzo, ya pica el sol) y otra caminata de suaves cuestas, llegamos de noche a la plazuela de los Capuchinos, y ante el Cristo de los Faroles no conmovemos, y pensamos que no es en balde, ni por un casual, que generaciones de gentes se hayan emocionado en aquel lugar silencioso y vibrante.

El día 15 lo dedicamos al viaje por la sierra y sus pueblos. Primero llegamos a Lucena, y allí nos espera una guía que nos explica el lugar en alto que fue “Necrópolis de los Judíos”. Un cementerio, descubierto por casualidad, que alberga unas 400 tumbas de gentes que poblaron en siglos pasados este enclave de Sefarad. A Lucena –por algo será– la llaman “La Perla de Sefarad”, y curiosamente no tiene barrio de la Judería: porque todo el pueblo era de judíos. Visitamos el centro de interpretación ubicado en el Palacio de los Torres-Burgos, con sus techumbres de yeso barroco, su pequeño Museo de la Heráldica lucentina, y su fachada señaladamente andaluza. Después nos vamos a la Plaza Nueva, hecha de luz, lugar que fue de mercado y encuentros. En un extremo, el Ayuntamiento moderno, y en el otro, la iglesia dicha de San Mateo, en cuyo interior nos deja boquiabiertos el exuberante y colorido adorno que cubre, en yeso policromado, los muros y las bóvedas del camarín de la Inmaculada, una de las joyas del barroco cordobés. 



La techumbre barroca del camarín de la Inmaculada, en Lucena.



El grupo de viajeros y viajeras al salir de visitar San Mateo en Lucena.


Después visitamos el castillo, que dicen fue levantado por los musulmanes, pero que tiene las trazas absolutas de un castillo cristiano medieval. En su interior, el museíto arqueológico que revela la importancia enorme de Lucena en tiempos viejos, sobre todo en los romanos, pero también visigodos, musulmanes y cristianos. Tras la comida en el Casino de la localidad, nos dirigimos a Cabra, y allí bajo el castillo nos espera el guía que nos sube a ver la plazuela formada entre palacios y almenas, damos una vuelta al Barrio de la Villa, aunque no podemos visitar la iglesia de la Asución, a la que llaman “la mezquita barroca” porque el párroco no la abre por las tardes. Pudimos beber agua de la fuente de enfrente, la cual nos supo a glorua. Y la tranquilidad de saber que a los de Cabra, desde tiempos antiguos, los llaman “egabrenses”, y así se entienden.
Después andamos (subiendo y bajando, porque todo el pueblo es muy montuoso) por el barrio de la Cuesta, encantador conjunto urbano en el que vemos la Fuente del Avellano, las placitas con ermitas, palacetes y arcos, terminando en la plaza central tomando un refresco que ayude a bajar el bacalao de la comida.

El regreso a Córdoba es reconfortante –cansados como vamos– y el Córdoba nos espera un paseo por el centro, (la plaza de las Tendillas, animada al inicio de la noche primaveral, y la calle del Conde de Gómara), mientras el surtidor central le da vida a la estatua del Gran Capitán, que se ha salvado de tantas quemas… la cena es en Casa Linares (ajo blanco, tortilla paisana, berenjenas con miel…) un sitio emblemático e imprescindible, al que volveremos.

El día 16 lo dedicamos a la visita de Priego de Córdoba, también en alto y entre montes serranos. El pueblo es una joya, y mejor que va a quedar, porque a la calle principal la están dando un tratamiento muy adecuado y tendrá uso peatonal solamente. Se trata de la Calle del Río, un largo pasaje ancho y abierto, escoltados de viejos palacios, templos y casas modernistas, que zigzaguea porque en su interior lleva el curso de un río, al que sigue en trazado. Al final nos encontramos con la sorpresa de Priego, la gran Fuente del Rey, un plazal enorme que se escolta de palmeras, casas y murallas, y en su centro un viejo monumento del que surge agua por todas partes y a través de más de cien caños va formado estanques en escaleras, dejando un bien sabor a los viajeros, que no se lo esperaban.



Interior de la iglesia de la Aurora, en Priego de Córdoba.



Visitamos después algunos de los elementos barrocos más llamativos del pueblo. Por ejemplo, la iglesia que fue del convento de San Francisco. De una sola nave, los techos de yeso blanco, arrebatadamente prolijos, y los retablos excesivos, como el de la capilla Jesús el Nazareno, que tiene como tres partes articuladas, y lo firmó Santaella. El templo está cuajado de recuerdos, placas, escudos, imágenes procesionales, etc. Una Andalucía exuberante y en estado puro. Vamos luego a las Carnicerías Reales, donde antiguamente se mataban y despiezaban las reses que servían de alimentos a los habitantes de Priego. Su fachada manierista, su patio severo, y su escalera de caracol que baja al sótano, son elementos que nos sorprenden. Como luego lo hace la iglesia de la Aurora, una ermita en el centro, de preciosa fachada y torre, que en su interior guarda otra de las sorpresas de este arte barroco andaluz, hecho con filigranas de yeso, pintura y monumentalidad casi asfixiante. Lástima que no pudimos ver el sagrario de la Asunción, porque en ese momento había un funeral, y no dejaban verlo… ¡Otra vez será!

Tras la comida, tomando el bus en la plaza recoleta del Ayuntamiento, donde nos dejaron ver las maquetas de los muchos edificios artísticos que alberga el pueblo, nos volvimos a Córdoba, para tomar el AVE y volver a Madrid, casi en un suspiro. Un viaje “alucinante” porque todo en él ha sido luz, color y amontillado.

26 de febrero de 2023

De Ramales a los Carros, por el viejo Madrid

 


Antonio Herrera Casado  |  25 febrero 2023


Después de visitar la exposición (sorprendente y rompedora) de Joaquín Sorolla en el Palacio Real de Madrid, en el centenario de la muerte del pintor valenciano, los viajeros se disponen a recorrer el viejo Madrid medieval de la mano de quien bien lo conoce, Maribel Llamas.



Las viajeras, al salir de ver la Expo Sorolla
ante la fachada del Palacio Real de Madrid.


Partimos de Bailén, cuajada de turistas “entre lo rubio y lo moreno”, y subimos a la plaza de Ramales. Aquí estuvo la iglesia de San Juan, cuyo perímetro se refleja en el suelo, y en ella tuvo su tumba (prestada, en todo caso, por su amigo Gaspar de Fuensalida) el pintor Velázquez, hasta que en los inicios del siglo XIX, y por decisión del rey José I Bonaparte, la iglesia se echó abajo y de Velázquez solo quedó el recuerdo, y una columna monolítica que en hoy en el centro de esta plaza recuerda al príncipe de la pintura española. La tumba desapareció, pero el cadáver no: alguien lo llevó a otra parte, donde permanece enterrado. Pero esto ya es motivo del “continuará”, porque se sabe donde volvió a enterrarse y pronto se hará público.

En la plaza de Ramales, ocupado su solemne esquina meridional, está el que fue palacio del secretario real don Ruy de Silva, casado con Ana de Mendoza y La Cerda, príncipes ambos de Éboli, y duques de Pastrana. En esta casa vivieron, felices, teniendo cada año de su matrimonio un nuevo hijo. Luego todo se desbarató, porque ella se enamoró del otro secretario real (picaba alto) Antonio Pérez, y el rey Felipe a ella condenó al emparedamiento en su casona de Pastrana y a él al exilio irresoluto en Francia.

Seguimos adelante por la calle de Santiago, y vemos por fuera esta iglesia, en su plaza mandando con su silueta: Santiago, sede de caballeros y devociones.

Bajamos luego hacia San Nicolás, donde admiramos la torre que fue en sus inicios alminar de la torre de los almuecines de una vieja mezquita. La iglesia, en la que se enterró don Juan de Herrera, el gran arquitecto real, permanece cerrada los más días del año.



La torre de la iglesia de San Nicolás,
con decoración de estilo mudéjar.


Y arribamos a la calle mayor, tras bajar la cuesta de San Nicolás, dando de frente con la iglesia sacramental o catedral de las Fuerzas Armadas, donde se suelen casar todo los que pertenecen o tienen aprecio al Ejército. Enseguida, a la derecha, nos encontramos la casa desde donde Mateo Morral tiró el 31 de mayo de 1906 su bomba perfecta, envuelta en un ramo de flores, sobre la comitiva del casorio real de don Alfonso [XIII] y doña Victoria Eugenia de Battenberg. Isabel nos mostró la ventana del cuarto piso, segundo balcón empezando por la derecha, desde donde el anarquista tiró su bomba, consiguiendo matar a buen número de espectadores, soldaditos y demás gente del vulgo, pero no a los reyes.



Casa Ciriaco, el mejor cocido madrileño


En la planta baja, brillante en la acera, vemos “Casa Ciriaco”, y no me resisto a fotografiarla, porque es la tasca perfecta, de color y dimensiones. Donde, además, hacen uno de los mejores cocidos madrileños de la corte.

Pasamos ante el monumental edificio palacio del duque de Uceda, hoy destinado, mitad a Capitanía General, y mitad a Consejo de Estado. Solemne, con escudos, rejas, muy español todo, y por su costado bajamos hacia el puente del Viaducto, que vemos a contraluz, porque la tarde de invierno ya cae, el aire se enfría, y las sombras se hacen tenebrosas y cargadas de misterio. Recordamos a tantos y tantos suicidas que solucionaron sus problemas colando desde lo alto del puente, al duro asfalto de la calle Segovia.



El viaducto sobre la calle Segovia, en Madrid
[fotografía de Teresa Rodríguez]

Antes de llegar a ella nos desviamos viendo el edificio que era escuela del señor López de Hoyos, maestro de Miguel de Cervantes. Una placa en penumbra recuerda el hecho de haber sido allí donde el “El Príncipe de los Ingenios” aprendió a leer, escribir, y pensar. Bajando más arribamos a la plazuela de la Cruz Verde, que tiene ahora una monumental fuente barroca, puesta sobre el lugar donde, vieja y verde cruz de madera, ajusticiaban a los condenados por la Inquisición por herejes y despistados.

Cruzamos la calle de Segovia, que era eje de entrada a la villa desde el valle del Manzanares, tras cruzar el puente de su mismo nombre, y subimos [ya mermados de fuerzas] por la costanilla de San Andrés, viendo por fuera las tapias de los Jardines de Anglona, y asomándonos a ellos por la puertecilla enrejada: se aspira en la noche (aparte del aire frío madrileño) algún tufillo a arrallanes y magnolios, pero poca cosa porque es invierno. En verano habrá que volver a este rincón del Madrid eterno. Y luego por la calle del príncipe de Anglona nos dirigimos a la iglesia de San Pedro el Viejo, donde es continuo el trasiego de gentes para venerar, subiendo una rampa que permite acariciarle las espaldas, al Jesús el Pobre, que andaba vestido con túnica de terciopelo bermellón, muy puesto.

Abordamos luego la plaza de la Paja, solemne, en cuesta, con su pavimento enarenado, y Maribel nos explica como aquí traían los carros cargados de paja para pagar los impuestos a señores y eclesiásticos. En sus bordes hay palacios y en lo alto la iglesia de San Andrés, en cuyo interior (hoy también cerrado) las monjitas de la Communauté de l’Agneau (o Hermanas del Cordero, como por aquí las llaman) cuidan del enterramiento soberbio del Obispo don Gutierre de Vargas y Carvajal, que talló Giralde “el grande”. Lástima no poder ver esa capilla, que es lo más espectacular del arte renacentista en Madrid.

Descansamos finalmente, un grupo al dulce, y otro al salado, por la plaza de los Carros y San Andrés. Gigantesco Madrid que aporta comida, merienda y bebida generosa a todos. Por la calle de los Mancebos volvemos bajando a Bailén, no si admirar de paso la calle de la Morería… un viaje inolvidable, sin duda, que siempre puede y debe repetirse.

25 de septiembre de 2022

Viaje a la Ribera del Miño, por Orense y Lugo


Antonio Herrera Casado  |  23 septiembre 2022

 

La intención era ver parajes, edificios y testimonios palpitantes de esa Galicia profunda, escondida y silenciosa, en la que aún palpita el Medievo, y los saberes ilustrados de sus frailes por bosquedas y vallejos. Veinte personas, ya veteranas, dirigidas por Maribel Llamas, que dirige la asociación Arquivolta, nos decidimos a hacer el viaje, que ahora es fácil en su arribo porque los AVE desde Madrid a Orense tardan solamente dos horas de puntualidad y limpieza.

Alojados durante varios días en el Hotel “Augas Santas” de la empresa Iberik, en medio de los robledales del entorno sur de Monforte de Lemos, muy cerca del monasterio cisterciense de Ferreira de Pantón, pudimos probar las aguas (milagrosas para unos y medicinales para los más) que salen con olor a huevos podridos de una fuente que nace a 500 metros del hotel.

La primera actividad fue un viaje por el río Miño, tomando un barco en el que se aposentaban 50 personas, y que desde el embarcadero de Belesar nos fue bajando hasta llegar a la isla de Maiorga, donde dio la vuelta, y pudimos, como a la ida, disfrutar de los verdes ribereños, de los viñedos colgantes, de las aldeas aupadas en lo alto de los montes. La tarde era tranquila, seca, luminosa y suave.



El coro bajo de la iglesia del monasterio de Celanova


El viaje siguiente lo hicimos a Celanova, el gran monasterio que tras la Desamortización quedó para el pueblo. En él se ha instalado el Ayuntamiento, el Instituto, y otros organismos, pero la fuerza del arte de su claustro barroco, coronado de valientes gárgolas, los santos en las ménsulas y las arquerías poderosas, dan paso a la joya de Celanova, que es la iglesia, una construcción de planta cruciforme con el testero cargado por un impresionante retablo barroco, y dos coros: el inferior, a nivel de templo, es uno de los más completos y densos de España, con figuras de santos benedictinos, e imágenes de escenas de la Orden, y otro superior, a nivel de coro, con tallas góticas. Todo ello muy bien cuidado, bien explicado. Una sorpresa. Aunque quizás lo mejor está al final, en el patio trasero del convento, donde se alza, minúscula, la capilla de San Miguel, una construcción de orden mozárabe, de origen visigodo, con tres estancias y sendas cúpulas, más un arco de herradura que separa los ámbitos.


La capilla de San Miguel en el monasterio de Celanova, Orense


Nos lleva Toño a una bodega rural, perdida en los montes del entorno de Ribadavia, donde nos dan a degustar empanada y vino blanco ribeiro “Divino Rei” que dado el calor del mediodía gallego nos sabe a gloria. Después, a comer en Ribadavia, productos de la tierra, abundantes y sabrosos, y luego visita por lapoblación, en la que nos sorprende su judería, muy bien ambientada, y la iglesia románica de San Juan, otro de los puntales del arte medieval gallego.

La jornada acaba en Oseira, donde visitamos el monasterio, que tiene tres claustros uno de ellos con una fuente que funciona y tiene medallones en lo alto, y otro el más grande, que es impresionante. En todo se ve el cuidado que la Xunta ha puesto en recuperar este testigo de la Edad Media, y del que resalta, aparte de otras cosas, la Sala Capitular, joya arquitectónica en la que sus columnas retorcidas nos dejan admirados. Como la gran cúpula plana que sustenta el coro. Todo en Oseira son sorpresas, y nos quedamos con un buen sabor de esta visita.



La Sala Capitular del monasterio de Oseira, Orense


El miércoles 21 nos dirijimos por la mañana a Monforte, donde visitamos la gran Torre del Homenaje de su antiguo castillo, fortaleza levantada por la poderosa familia Castro, y visitamos al detalle el viejo monasterio de San Agustín, hoy dedicado a Parador Nacional. Seguimos visita al cercano Pazo de Tor, que se mantiene intacto tal como fue hace siglos, y está decorado con muebles, y adornos, muchos cuadros, y elementos de la vida diaria, de siglos pasados, siendo muy interesante, tanto sus jardines como el propio Pazo.

Por la tarde nos dedicamos a visitar Monforte de Lemos, gran población (es la mayor de la provincia, tras la capital) en la que destaca la monumentalidad del Colegio o Complejo Educativo de Nuestra Señora de la Antigua, hoy colegio de Escolapios, que fue la gran fundación del príncipe del Renacimiento don Rodrigo de Castro, cardenal de esa familia que intentó ser Papa, y que al final (como todos) murió y fue enterrada tras su estatua de bronce puesta en el presbiterio de la iglesia. De este edificio, al que con justicia se le llama “el Escorial de Galicia” nos maravilla su construcción totalmente tallada en roca granítica, su fachada inmensa, su gran patio con escudos, su iglesia solemne, su escalera volada. Todo es admirable, y nos sorprende.





El claustro del monasterio de los Escolapios en Monforte de Lemos


Seguimos viaje luego por la Galicia profunda, hasta Gundivós, donde estaba previsto conocer la forma primitiva de hacer alfarería, pero la enfermedad de un familiar del artesano nos impide disfrutar de esta visita, y nos volvemos al hotel, donde siempre acabamos la jornada picando cosas de comer en la agradable terraza de su frontal boscoso.

El jueves día 22 nos dirigimos en autobús directamente a la población de Santa Eulalia de Bóveda, cercana a Lugo, donde visitamos el monumento singular que allí yace semiolvidado. Es una estancia primitiva, de origen romano, que no se sabe a ciencia cierta para qué sirvió. Ocupada luego por gentes visigodas, finalmente se le colocó encima una ermita, y precisamente la Bóveda que le da nombre es lo que falta, porque fue derribada en tiempos medievales. De lo que queda, llama la atención la profunda estancia, las columnas y capiteles romanos, la piscina central, las pinturas de aves en lo que queda de bóveda, etc. El pueblecito, en la Terra Chá (la Tierra Llana lucense) muestra detalles evocadores con sus hórreos, callejas yerbosas, y un cementerio en el que las tumbas contienen restos de “Casas”, y “Familias”…

Visitamos Lugo durante un par de horas, y sacamos la conclusión de su importancia en época romana, a tenor de sus grandes murallas oscuras hechas con pizarra. El interior del burgo es pequeño, pero muy bien cuidado, con calles estrechas, la Plaa del Campo, la Mayor con su Ayuntamiento, y una pastelería famosa (La Madarra) frente a la estatua de Castelao. Envidia da ver como la ciudad honra a sus poetas antiguos, con estatuas, placas, nombres de calles. Y es que Galicia, tan poética en todo, da como por espontánea generación poetas y soñadores.

Luego vamos, como estaba previsto, al Mazo de Santa Comba, un lugar también apartado, junto al río Chamoso, donde vemos las antiguas instalaciones de una fragua, molinos de agua, Mazo pilón, sierra de agua, etc.. y volvemos a comer (para no pderder la costumbre) productor típicos de la tierra, incluido un “pulpo a feira” que nos obligó a repetir, y a repetir…

La tarde dedicamos a visitar Samos, su monasterio, uno de los lugares claves del Camino de Santiago. Con su portada solemne (aunque le faltan las torres) y su interior grandioso, que nos explica un monje benedictino que con su rimar monótono nos transporta a siglos pasados, sobre todo mirando las pinturas con las que diversos pintores modernos han ilustrado los muros de su claustro, en cuyo centro saluda pétreo el perfil sabio del padre Feijóo, que allí vivió luengos años.


El grupo posando ante la fachada del monasterio de Samos.

El grupo posando ante la fachada del monasterio de Samos.


El viernes 23 se dedica a la visita de la iglesia románica de Xunqueira de Anvía, y luego un recorrido por la medieval villa de Allariz, donde también quedan expresivos restos del románico litúrgico, puentes, judería y el recuerdo de sus encierros de toros, de lo cual, aunque ya lo conozco, no puedo más decir porque no pude participar en esta visita, dado que tuve que salir pitando para Guadalajara, por mor de otras obligaciones que me cayeron llovidas del cielo.

27 de mayo de 2022

Viaje a San Clemente y Belmonte, en Cuenca

 Antonio Herrera Casado  |  25 Mayo 2022

 

Por la Mancha palaciega: de San Clemente a Belmonte

 

Escribir sobre lo que se ve supone un refuerzo de la memoria, porque si lo que vemos nos impacta y emociona, corre el riesgo de evaporarse entre los vericuetos del cerebro, que día a día se empequeñece e involuciona. Así queda negro sobre lo blanco lo recorrido, lo vivido, lo visto y oído.

Muy de mañana salimos un grupo de 20 socios y socias de “Arquivolta” y nos dirigimos, atravesando la Mancha de Tarancón y Uclás, hacia la llanada de San Clemente, donde paramos y pasamos casi el día entero, porque para eso y mucho más da el lugar regado por el río Rus, de donde partió don Clemente Pérez de Rus a poblar y conquistar lugares.

El poblachón de casi 7.000 habitantes tiene hoy el título de ciudad. Es una de las poblaciones más grandes de la comarca de la Mancha, en la provincia de Cuenca, y debe su fama al recorrido agrícola de su entorno: un término enorme de 277 kilómetros cuadrados, en el que caben los cereales, los viñedos y los bosques. Así fue desde la Antigüedad, y por ello se pobló siempre, con la merced de los señores reyes, de hidalgos y adinerados propietarios que pusieron el centro de su vida en los palacios que construyeron. De los casi 70 hidalgos contabilizados en la historia, unos 30 de ellos construyeron palacio residencial, de tal modo que hoy quedan vestigios de esos edificios, constituyendo un núcleo muy denso de arquitectura civil, lo que llevó a ser declarada la ciudad como Conjunto Histórico Artístico en 1980.



Al llegar nos vamos derechos a la Plaza Mayor, que es un ejemplo de urbanismo meditado y solemne. En su centro se alza, como aislada, la iglesia parroquial de Santiago, que luce una talla del patrón de los caminantes en lo alto de su puerta meridional. La visitamos primero, y admiramos sus dimensiones, su equilibrado interior, la cruz de término tallada sobre alabastro que en la capilla del Pilar se exhibe, gótica isabelina. Luego nos dirigimos al viejo Ayuntamiento, que nos deslumbra con su fachada, de dos galerías superpuestas, y un friso en el que catorce medallones luciendo figuras antropomorfas parece lanzar un mensaje claro y permanente, que los tiempos actuales no permiten entenderlo, escucharlo: habrá que ahondar en el sentido metafórico, iconográfico y aleccionador de esas figuras combinadas.
El interior, muy bien restaurado, y BIC desde 1992, está dedicado a Museo de arte, como una de las sedes de la Fundación “Antonio Pérez”, mostrando valiosas piezas del arte contemporñaneo, mientras en la planta baja Pedro María Asensio ofrecía sus estudios sobre la “Anatomía de la Sombra”. 





Seguimos dando la vuelta a la plaza, y vemos los palacios que la forman, más el viejo edificio de la Inquisición, la Cárcel, un antiguo Corral de Comedias, el pósito de los cereales, y la Audiencia real (que hoy funciona como Ayuntamiento). Entre medias se alza el “Arco Romano” que llaman, y que es barroco, pero muy florido, muy lleno de volutas y muy soberbio mostrando el escudo del municipio. Al final comemos en la Casa Jacinto que ocupa un ángulo de esa gran plaza. Un lugar recomendable, entrañable, y de buena cocina.

Pero la visita a San Clemente continúa, recorriendo calles que se caminan sin esfuerzo, porque todo el ámbito es plano, y así vemos primero la “Torre Vieja”, una antiguo torreón medieval almenado que sirvió de vigía, y enfrente el palacio de los marqueses de Valdeguerrero, espléndida construcción barroca. Seguimos admirando portadas, escudos, dinteles, balconadas, que en el barrio oriental del pueblo se transforman en conventos (las trinitarias, las carmelitas, los franciscanos, las clarisas...), y aún después, y ya a la salida, nos admiramos de ver la fachada (que es casi lo único que queda) del Colegio de Jesuitas, que primero pusieron en el dintel el escudo real de Carlos III, y luego este les expulsó del país, por meterse en demasiados jardines. Lo cierto es que San Clemente admira al viajero por su limpio y cuidado aspecto, por su elegante y bien trazado urbanismo en el que apetece vivir, y por lo vivo que se ve todo, el pueblo entero, con gente por todas partes, comercios abiertos, bulla y dinamismo. Además, todos los monumentos están abiertos, un miércoles por la mañana, y al viajero se le permite entrar y salir, fotografiar y disfrutar, y sin pagar dinero…. Un sueño, San Clemente.


La tarde la dedicamos a visitar Belmonte, que no está lejos, aunque nuestro autobús sufrió un “despiste” y nos tuvo más de hora y media vadeando campos y cruces, para empaparnos más aún de esta Mancha verde y sonora en primavera. Llegamos a lo alto del castillo, y primero de todo, y a nuestro aire, visitamos esta fortaleza que cuenta entre las más espléndidas de Castilla: propiedad primero de don Juan Manuel, luego de los Pacheco, y al final de los Alba. Lo construyó Juan Guas, esmerándose en hacer un castillo potente y defensivo aunado con las comodidades de un palacio renacentista. Al final, en la segunda mitad del siglo XIX, su propietaria doña Eugenia de Montijo, ya ex emperatriz de Francia, lo hizo arreglar y en sus salones y camaranchones vivió algunos años. De entonces le queda ese asombro romántico de techumbres, maderas y sillonazos, mezclados a los detalles góticos del último Medievo.





Más tarde (el día a finales de mayo es largo y generoso en luces) penetramos en la población por la puerta de Chinchilla, por la que hace algunos, muchos, años penetraron los Reyes Católicos en su viaje desde Alicante hacia Burgos. Vemos la gran plaza del Pilar donde la Fuente Grande evoca días de mulas y trajinantes, de mercados y risas. Luego todo es cuesta arriba: el palacio de los Moreno Baíllo, bien recuperado, y más allá la plaza mayor, con el Ayuntamiento, el recuerdo del arquitecto Sureda, y el busto en bronce de fray Luis de León, hijo exaltado del pueblo. Sigue la subida, viendo palacetes, caserones, muchas rejas de bien trabajado hierro, conventos, y al final llegamos a la Colegiata de San Bartolomé, que a pesar de la hora aún se mantiene abierta, y en ella disfrutamos admirando rejas, retablos, bóvedas, enterramientos solemnes, y, sobre todo, el coro con su sillería tallada en el siglo XV por los hermanos Cueman, y que pasa por ser una de las más antiguas de España. Desde luego, que, sin duda, es una de las más curiosas y desconocidas. La amabilidad de su párroco, don Emilio de la Fuente, nos permitió saborear sus detalles, aprender Historia Sagrada, y hacer fotos de frente y de costado. Todo un lujo que hay que agradecer aquí, públicamente, porque vino a demostrar el espíritu generoso de quienes cuidan de la Iglesia y sus edificios en los pequeños pueblos de España.





Vuelta al autobús, saliendo ahora del pueblo por la puerta del Almudí (Belmonte está rodeada por completo de murallas, con su castillo en una esquina, y su colegiata en otra…) y recordando ya siempre, y con agrado, este viaje primaveral de “Arquivolta” que nos ha permitido, una vez más, disfrutar de nuestra tierra, de su patrimonio, de sus gentes.


Antonio Herrera Casado

17 de mayo de 2022

Y, por fin, las Merindades...

3/5 Mayo 2022

por Antonio Herrera Casado

 

Un territorio que toma el nombre de circunstancias históricas (los merinos que como delegados del Rey, gobernaban tierras lejanas, pueblos y castillos desmesurados y perdidos junto a las últimas montañas antes de llegar al mar), pero que constituyen un espacio geográfico, el más septentrional de Castilla, en el que los paisajes son siempre suculentos, verdes, variados y sorprendentes, con hondos cauces entre peñascales bravíos, y todo ello dando veneración al centro de la comarca, el alto y sonoro río Ebro, que desde sus nacimientos varios en las grises cumbres van corriendo al Mediterráneo lejano.

El martes 3 de mayo salimos muy temprano de Guadalajara, para llegar en poco tiempo, pasada la ciudad de Burgos a nuestra izquierda sobre el Arlazón que la trenza, y atravesando la Bureba de secas y pedregosas tierras, hasta Oña, donde desembarcamos para disfrutar de su grandeza. El monasterio nos sorprendió, lo gótico inicial, lo renacentista, lo barroco: con su vieja portada de arcos apuntados y sus tallas hieráticas de antiguos condes castellanos. O con su ecléctica fachada monasterial a la que dio fama el universal concurso de los jesuitas. 

De Oña destaco también el Museo de la Resina, que han sabido montar en el pequeño hueco de una histórica torre en la plaza mayor, y que en lo alto muestra curiosas maquetas que representan la esencia del pueblo, señor que fue de 40 aldeas en torno, potencia siempre y respetable.

Tras la comida de ese día, pusimos rumbo a Frías, que nos dejó perplejos al verla de lejos, empinada sobre el rancio valle del Ebro. Lo primero que vimos al llegar fue su puente medieval sobre el gran río: una torre de pontazgo se levanta en el centro, y la curva en joroba de su calzada remite fácilmente a otros tiempos. Pero el espectáculo llegó enseguida, al dejarnos el bus en el aparcamiento bajo, y empezar la subida a pie, al pueblo y fortaleza. Todos los que con un mínimo de sensibilidad visitan este lugar, Frías, otro de los grandiosos gestos de la primera Castilla, quedan con el corazón encogido. Por la altura de sus roquedos, por la valentía de su torre del homenaje, que parece volar sobre los tejados y cabezas. Subimos a pie la calle mayor, y paramos un rato ante la iglesia (que fue románica, pero que quedó en casi nada, porque la gran portada se la llevaron los americanos, cuando la república, para los USA y sus museos de “Los Cloisters” en Manhattan. Aún andamos viendo los muros del castillo, que son enormes, bien conservados, ejemplo total de arquitectura militar defensiva. Los condestables del reino, los Velasco, fueron aquí señores y mandamases, dejando todo impregnado de sus escudos y memorias.

Y después, un rato de asueto naturalista en la cercana localidad de Tobera, donde aún queda una estampa clásica que forman el río Molinar, el puente medieval que lo cruza, la ermita de Santa María de la Hoz que lo apadrina, y las variadas y tumultuosas cascadas que se dejan ver y oir desde otros puentes y miradores.




 La segunda jornada de este periplo por Merindades la desarrollamos el miércoles 4 de mayo llegando a Puentedey, donde nos espera una sorpresa natural, el puente de roca que el río Nela socava y deja que el pueblo crezca como en lo alto de un arco gigánteo. Fotos y explicaciones ante él, muy de mañana, sin masas de turistas como otras veces ocurre: paseamos por debajo del arco, que lleva hecho más o menos unos 40 millones de años y al que aún le quedan otros tantos para derrumbarse. Vemos sus paredes, su techo, analizamos los rastros de las piedras en sus muros. Y nos vamos tan contentos de haber visto esta maravilla burgalesa sin parangón.





Después arribamos a Ojo Guareña, un parque natural que se hace difícil de definir y concretar, aunque en esencia es el conjunto de cuevas excavadas en altas rocas que acompañan las orillas del río Sotocuevas, y que van siendo socavadas por las aguas que cruzan entre sus honduras, montando un total de galerías superpuestas por las que discurren las aguas, de más de 17 kilómetros de longitud. Armados de cascos y luces, visitamos el interior, algunas galerías, viejos derrumbes, recuerdos excavados en forma de hoyos o paneras por los hombres primitivos, y acabamos saliendo, tras admirarla, por la ermita de San Bernabé y San Tirso, enorme en el vientre de la roca, con sus techumbres inocentemente pintadas por antiguas generaciones. Rito y magia, naturaleza increíble, y satisfacción de los viajeros por andar estos andurriales subterráneos.

La tarde se dedica a visitar Espinosa de los Monteros, un pueblo de frontera, aunque dentro de Castilla siempre. Porque separa Burgos de Santander, y en su cercano puerto de montaña, al que subimos entre la niebla, las Estacas de Trueba, cuando hace bueno se ven las costas cantábricas a lo lejos. En Espinosa nos paseamos por su plaza mayor, que es muy norteña, y aguantamos casi todo el día sin llover, lo cual es mérito notable, teniendo en cuenta que es este pueblo el más lluvioso de España, después de Grazalema y Santiago. Allí está el monumento que recuerda a don Sancho García, fundador de Espinosa, y antes de Oña, nieto de Fernández González, y verdadero señor de capa y espada en estas montañas primerizas. Recorremos sus viejas calles y admiramos sus palacios, que son de luengas barbas provistos: unos como torreones medievales, otros como góticos estafermos, y aún palacios de sonoro barroquismo como el que el marqués de Chiloeches elevó en el siglo XVIII en un ángulo de la plaza.


El tercer día, tras descansar en un hotel de Villarcayo (que recomendaré siempre porque es coqueto, limpio y discreto en todo, se llama Doña Jimena y está a las afueras del pueblo) nos volvemos a casa, pero pasando antes por otros dos lugares espectaculares de la provincia de Burgos. Ambos ya a la orilla (derecha) del Duero, o sea, todavía en la vieja Castilla, no en esa “Extremadura” que a mano izquierda queda, y en la que vivimos.

Esos lugares son, primero, Peñaranda de Duero, y, segundo, el monasterio de la Vid. En Peñaranda visitamos el pueblo entero, pero dedicamos largo rato a la admiración de la fachada del señorial palacio de los condes de Miranda, los Zúñiga y Avellaneda: un palacio que nos gusta, como a cualquiera con buen gusto, por sus dimensiones, espacios y ornamentaciones. Pero que aún nos sorprende más por su parecido enorme con el palacio de don Antonio de Mendoza, de Guadalajara, y de los duques de Medinaceli, en Cogolludo, a los que recuerda por detalles escultóricos idénticos, cabezas sufrientes de esclavos, artesonados rugientes de oscura madera, y chimeneas de salón a base de yeserías mudéjares… un día requiere el palacio para disfrutar de él, pero nosotros lo paseamos a modo, y nos dejó muy recuerdo. Como la iglesia colegiata costeada por los mismos señores, con una colección de relicarios que compite con la misma Roma. Y aún asombrados miramos a lo alto de la picota de plaza, símbolo del señorío más duro, o ante la fachada de la Farmacia de los Ximeno, que pasa por ser de las más antiguas de Castilla.





En el cercano monasterio de la Vid, que fue por los premonstratenses fundados en el remoto Medievo, y ahora ocupado y muy bien cuidado por los agustinos, hicimos primero de todo la obligada refacción monacal, soberbia de sabores y vinos. Luego la visita, del claustro, solemne y silencioso, y de la iglesia que es como catedralicia, entre regia y condal, son escudos enormes de los Zúñiga (a un lado don Fernando, el caballero vigilante, y al otro su hermano, el que fuera obispo y a sí mismo llamado Iñigo López de Mendoza, quizás en homenaje de aquel antepasado suyo, nacido a orillas del Carrión y en las del Henares en Guadalajara venido a morir). 

Cualquier tiempo pasado fue mejor, dicen las viejas consejas. Yo creo, tras este viaje a las Merindades los días 3, 4 y 5 de mayo de 2022, que lo mejor está en lo recién vivido, si gozado y admirado, en buena compaña y sabias explicaciones. Muy aconsejable todo.

24 de marzo de 2022

 Visita al palacio de Liria

Antonio Herrera Casado  |  24 marzo 2022

 

Con la Asociación Cultural “Arquivolta” hemos viajado en esta ocasión a Madrid. La ciudad de las mil caras, algunas tan escondidas como este Palacio de Liria que hemos visitado en la tarde del 23 de marzo.

El palacio de Liria ha sido, desde mediado el siglo XVIII hasta hoy mismo, la residencia familiar de los duques de Alba. Fue diseñado por el arquitecto francés Guilbert y luego dirigido y acabado, hacia 1753, por Ventura Rodríguez (a quien está dedicada la estación de Metro que hay frente al palacio). En él nacieron y vivieron varias generaciones del título, y en el otoño de 1936 fue incendiado y destruido todo su contenido (excepto las valiosas obras de arte que la familia, previendo lo que iba a suceder, llevaron en guarda al Museo del Prado, Banco de España y Embajada británica). Un posterior bombardeo lo dejó todo tan arruinado, que solo los muros exteriores se salvaron. La reconstrucción, hecha con tesón y paciencia por la propia familia, ha llevado hoy a la recuperación total del edificio, que compite en elegancia y proporciones, aunque no en tamaño, con el propio Palacio Real de Madrid.



El Palacio de Liria, desde los jardines


Los duques de Alba (fundamentalmente el XVII, Jacobo Fitz-James Stuart y su hija, la XVIII duquesa, Cayetana) han reconstruido el conjunto, y lo han puesto a la visita de quienes se interesen por el arte y la historia. Hay que concertar visita a través de la web del palacio, www.palaciodeliria.com, y acudir a la puerta de carruajes el día y hora asignados. Con guías especializados se recorren los jardines, el vestíbulo, las salas del primer piso, (comedor, baile, recepciones) y del segundo piso, que fueron habitaciones privadas y hoy están dedicadas a museo. Se completa la visita bajando de nuevo al piso bajo,  donde se admira el espléndido recinto de la Biblioteca, donde además de los 18.000 volúmenes se pueden admirar piezas como la Biblia de la Casa de Alba (realizada a mano por el judío rabí Mosé Arragel de Guadalfajara) una primera edición del Quijote, documentos medievales de la Casa, y muchas cartas y documentos de Cristóbal Colón, “el Almirante”.
En las salas altas, y agrupadas por temáticas, países, y autores, se admiran las piezas de pintura, y tapices, que la familia fue adquiriendo a lo largo de los siglos. Una casa que compitió en galardones y grandezas con la propia real, los Álvarez de Toledo primigenios unidos en el XIX con la casa de los duques de Berwick, su parentela y amistades han sido las casas reales europeas. Una sobrina de los Alba fue Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia por su matrimonio con Luis Felipe Napoleón III, que vino a morir a esta casa tras su larga y triste vida tras la Revolución de 1870.

Nos llamaron la atención las salas de pintura española, en la que vimos cuadros de Velázquez, de El Greco, de Zurbarán, etc. Más la sala de Goya. Y la sala de pintura italiana, con obras de las escuelas de Rafael, Leonardo, Perugino, Canaletto, etc, más la de escuela flamenca, en la que destaca el cuadro de Rubens retratando al emperador Carlos y su esposa Isabel de Portugal. No es menudo el gran tapiz de la sala de los Estuardo, con la historia de la Guerra de Troya, enorme y tejido por Pasquier Grenier en Cambrai, un hermano gemelo de los Tapices de Pastrana.



La Sala de Goya con el retrato de la duquesa en el siglo XIX


Hay relojes impresionantes, bustos en mármol y bronce de personajes, duques, reyes, escritores… y cerámicas preciosísimas, repartidas por entre los muebles y las tapicerías. La sala dedicada a Zuloaga es majestuosa, con retratos, de los XVI, XVII y XVIII duques, entre los que destaca el que hizo el maestro vasco de Cayetana niña, cabalgando un pony, y rodeada de sus juguetes favoritos, entre ellos un peluche de Mickey Mouse…

Las atenciones recibidas por el personal de la Casa fue exquisito, y en un momento determinado hasta el actual XIX duque, don Carlos [Martínez de Irujo] Fitz-James Stuart, se asomó en mangas de camisa para echar una ojeada rápida a los visitantes. Nos facilitaron sillas de ruedas, sillas plegables, subidas en el viejo ascensor central, etc, a todos los que necesitamos estas ayudas. Y en definitiva quedamos prendados de esta visita, un caserón hermoso y cargado de historia, que aún late en el centro del viejo Madrid (está en la calle Princesa, frente al Hotel Meliá) y que desprende el color, la belleza, la elegancia y el intenso flujo de emociones que cualquier resto de la grandeza de España destila por sus filamentos.



Detalle de la Biblioteca del Palacio de Liria


13 de marzo de 2022

Por Galicia, pazo a pazo

Antonio Herrera Casado  |  11 marzo 2022

Entre los días 7 al 11 de marzo, de 2022, los amigos y amigas que formamos la Asociación “Arquivolta” para el reconocimiento y apoyo del arte español, hemos recorrido algunos lugares emblemáticos de la Galicia que muestra su arte e historia en formato de pazos. En esos 5 días hemos visitado 5 pazos. De muy diversos tipo, desde los señoriales y aristocráticos, a los sencillos lares de la agricultura y la ganadería básicas. Todos ellos hermanados por un hilo común: el cultivo y protección a la camelia, la flor emblemática de Galicia (llegada a estas tierras desde el Oriente Extremo de China y Japón) que en mil variedades se exhibe y hemos visto.

El primero de los pazos visitados fue el de Oca, en la provincia de Pontevedra. Enraizado en las orillas del río Ulla, tiene más de 6 siglos de existencia. Fundado por señores  como Alvaro de Oca y su hijo Suero, después reconoció el poderío de los condes de Amarante y marqueses de San Miguel das Penas, viendo nacer entre sus muros a los poderosos Gayosos, cuyo escudo mostrando tres peces puestos en palo campean aquí y allá por el pazo. Hoy pertenece a los duques de Medinaceli, que lo han incluido en su Fundación, dejándolo a la visita de quien guste de estos lugares en los que se mezcla el arte y la historia, la naturaleza y las leyendas.


En Oca vemos un gran palacio todo él construido de piedra granítica, con su aneja capilla dedicada a San Antonio, en barroco puro. El pazo tiene aneja iuna zona agrícola, con gran hórreo, pero lo fundamental a contemplar en él son los jardines, de estilo francés, aunque muy variados, con una gran avenida de tilos, huertas aterrazadas y, sobre todo, y en un eje inclinado, los dos estanques a diferente nivel con sendas islas en su centro, que representan barcos de piedra, viviendo en sus aguas cisnes blancos y negros, con una compleja simbología de vida/muerte, todo ello entre bosques de maravillas (bojs recortados con figuras), fuentes, soberbios ejemplares de árboles, y muchas camelias en arbustos y arbóreas. La lluvia respetó nuestra visita, y todos quedamos encantados de haber conocido lugar tan fantástico como Oca.



El plazal delantero del barroco pazo de Oca



El segundo de ellos fue el castillo / pazo de Soutomaior, hoy propiedad de la Diputación de Pontevedra, en el que se da conferencias y se tienen reuniones políticas y culturales. El castillo se conserva como lo levantaron en la Edad Media sus primeros señores, don Paio Méndez Sorrede, señor de Soutomaior, pero lo interesante fue visitar su entorno vegetal. Sus viñedos de espaldar, sus grandes matorrales de diversas especies de camelias, su hórreo también, y sobre todo el conjunto de enormes árboles (secuoyas gigantescas, cipreses japoneses, robles añejos, araucarias y castaños) en medio de praderas inmensamente verdes. Sus últimos propietarios, los ilustrados señores Antonio Aguilar Correa, marqués de la Vega de Armijo, y su esposa Zenobia Vinyals, dieron paso al uso público vendiéndoselo a la Diputación de Pontevedra, que hoy permite su visita.



El grupo de "Arquivolta" en el Castillo-Pazo de Soutomaior



El tercer lugar a visitar fue un pequeño pazo de uso agrícola, “La Saleta”, perdido en los alrededores de A Sobreira, calificado hoy como Jardín de Excelencia Internacional, que es regentado por Blanca Coladas y su hija Silvia, dos animosas gallegas que se lo compraron a los anteriores propietarios, los Gimson, y aún lo han ampliado, cultivando en las 10 hectáreas que componen su parque miles de especies de todo el mundo, y especialmente camelias (aunque vimos también rododendros, magnolias y muchas otras bellezas naturales, en especial los enormes Leptospermum y Callistemom). Nos recibieron amablemente en su casa, que es un humilde pazo labriego, y nos condujeron por escaleras, rampas, vericuetos sin fin, y prados entre los bosques, hasta la altura del palomar, volviendo maravillados de tal variedad de plantas, de tanto color, olor y esplendidez de formas como las que tiene este jardín inglés.



Una espléndida flor del pazo de La Saleta



Cerca de allí, en el cañón del río Tinto, ya provincia de Coruña, a medio camino entre Padrón y Santiago de Compostela, visitamos el cuarto pazo, el llamado de Faramello, invitados por su propietario, el actual marqués de Piombino, de origen italiano, pues fue un tatarabuelo suyo quien fundó. Albergó el pazo la primera fábrica de papel moneda de Galicia, y sirvió algunos veranos para que en él veraneara S.M. el rey Alfonso XIII. Tiene una breve capilla y unas instalaciones de estilo barroco, ejemplares. El entorno es de ensueño, pues entre grandes árboles discurre el río, y junto a él el primitivo Camino de peregrinación desde Portugal a Santiago. Pudimos recorrer un buen trecho del llamado “Camino de la Translatio” por donde fue llevado (según dice la leyenda) el cuerpo de Santiago hasta su definitiva tumba. En el silencio de la tarde, luminosa y brillante tras los aguaceros, se palpa el silencio, y se encuentra uno en lo más recóndito de la Galicia eterna. Con la tranquilidad de sabernos protegidos por un aristócrata que tiene concedido el derecho (hasta ahora jamás ejercido) de entrar a caballo por la Puerta Santa hasta el crucero de la Catedral compostelana. Gonzalo, el actual marqués, nos deja ver el interior del arcón donde guarda los arneses ­–son de oro y plata­– que vestirían al caballo cuando ejerciera su derecho.



El camino de entrada al pazo de Faramello



El último día y como quinta visita, subimos a Betanzos, y tras admirar la plaza de los hermanos García Naveira, sus calles cuestudas, sus soportales húmedos y la tumba del señor de Andrade en la iglesia de San Francisco, nos dirigimos al pazo de Mariñán, que hoy pertenece a la Diputación coruñesa, y visitamos al completo, disfrutando de un momento de sol junto a la ría. Fue en el siglo XV cuando don Gome Pérez das Mariñas, cortesano del rey Juan II de Castilla, levantó esta fortaleza, que luego en el siglo XVIII sus herederos directos la transformaron en un gran palacio barroco, rodeado al sur de jardines de estilo francés, con geométricos parterres, matas de boj y camelias, y grandes arbolotes, entre ellos las esbeltas palmeras que a las orillas del Bergondo suelen crecer. Resuenan las glorias de los linajes de Traba, Altamira, Lemos, Pimentel, Sotomayor, Sarmiento, Ulloa, Osorio, Suárez de Deza, Láncara…



Los jardines franceses del pazo de Mariñán



Un viaje entretenido, variado, e inolvidable. Con un guía, Antonio, de Boiro, sabedor y bien decidor, y una presidenta, Isabel Llamas, atenta en todos los momentos a que nada falle y podamos contemplar y disfrutar de estos cinco gajos –tan sabrosos– de esta Galicia que nunca acaba de conocerse.