6 de enero de 2012

Una mañana en los jardines de Schönbrunn


Los jardines imperiales de Schönbrunn en Viena

Antonio Herrera Casado / 17 Septiembre 2010
 Una de las capitales europeas más emblemáticas (porque en ella se entrecruzan los destinos del Continente) es Viena, la haupstadt del imperio oriental, de Austria. Pareja durante muchos años con Praga y Budapest, lugares de residencia de los emperadores de ese espacio “austro-húngaro” que creía ser el heredero del imperio romano, y que al final se diluyó en valses y lascivias.
Hemos llegado a Viena en un día triste, nublado, lluvioso y frío, que preludia el otoño en el que en Europa va a entrar en unos días. Desde la plaza del archiduque Rodolfo (la Rudolfplatz) donde nos alojamos, un autobús nos lleva directamente a Schönbrunn, aunque dando un previo paseo por el Ring o anillo de circunvalación de la capital. El palacio imperial no está lejos del centro. Hoy se encuentra encajado en la vida ciudadana, pero en su origen, cuando se construyó al final del paseo de la Wienzeile, al suroeste de Viena, centraba unos bosques en los que previamente se alzaron hasta tres castillos de los Habsburgo, y que sufrieron el ataque y la destrucción por parte de los turcos, en aquellos años terribles del asalto en 1683.

Espectacular y sobrio a un mismo tiempo, Schönbrunn nos recuerda –no falla- la vida de Sissi emperatriz, los bailes en los grandes salones de mármol, las ceremonias apoteósicas de su marido, el emperador Francisco José, y los fastos de los dos siglos anteriores, cuando Leopoldo I mandó al arquitecto Johan Bernard Fischer von Erlach que le programara un lugar inmenso donde manifestar su poder, y que sería su sucesora, la emperatriz María Teresa de Habsburgo la que finalizara, -bajo la dirección del arquitecto Nikolaus von Pacassi- esa maravillosa obra, en la que el palacio de escueta estructura y grandes dimensiones centra un espacio de jardines opulento, casi inacabable. El palacio surge así desde mediados del siglo XVIII y con leves reformas se mantiene hasta hoy en día, viendo en sus salones pasar la gloria de la dinastía de los Habsburgos (y oyendo todavía en sus cámaras las risas y las músicas de uno de los genios de la Humanidad, Wolfgang Amadeus Mozart, quien con siete u ocho años daba ya conciertos ante la multitud cortesana, boquiabierta).
El viajero con sus amigos Elena y Fernando
en los jardines de Schönbrunn en Viena
A pesar de que la casa inmensa está cuajada de historia (allí vivió también Napoleón, cuando conquistó Viena en 1809, y luego Hitler y sus generales, cuando temblaron de emoción al conseguir su ansiado Anschluss en 1935, lo más bello es sin duda el conjunto de jardines, que se ve rematado en dirección sur con el edificio de “La glorieta” en lo alto de la colina, un complemento visual más que práctico del palacio, y que fue dirigido a finales del XVIII por otro de los arquitectos favoritos de la monarquía, Johann Ferdinand Hetzendorf von Hohenberg. Esta Glorieta, que es la que todos los viajeros se llevan en sus fotografías, es una especia de arco, un gran arco de triunfo de tres arcadas, flanqueado por escaleras y por la terraza desde la que se ve la increíble panorámica del palacio y los jardines. Y aun de toda Viena al fondo, con las agujas de su catedral de San Esteban, la cúpula de San Pedro y los palacios al fondo.
A Viena hay que dedicarle al menos tres días de visita, cuando el viajero quiere llevarse neto el impacto de pasear por sus calles céntricas, señoriales y antiguas, ver sus templos más notables (la catedral, los jesuitas, San Pedro….) indagar las maravillas de su Museo de Arte, el Kunsthistorisches, y participar de sus espectáculos clásicos, como una sesión en la Escuela de Equitación Española o un concierto en el Musikverein.
Pero sin duda que lo que más impacto me causó fueron estos jardines de Schönbrunn, lugar donde puede ocurrir cualquier cosa, quizás romántica, quizás terrible. Napoleón Bonaparte entró en ellos en 1809 para quedarse a vivir en Viena como nuevo Emperador de Europa. Pero allí fue donde también, en 1814, se reunieron los mandatarios que le vencieron (liderados por Metternich y Talleyrand) para restaurar las fronteras de una Europa que quería volver atrás. Hitler y su ejército ocuparon el lugar en 1938 y años después, en 1961, Kennedy y Kruschev se reunieron en la Galería de los Espejos, en el momento más álgido de la Guerra Fría.
En el espacio inmenso de estos jardines caben cosas tan curiosas como las ruinas romanas que los emperadores mandaron fabricar para su admiración personal. O el enorme invernadero de hierro y cristal en el que los jardineros cultivaban las más raras especies. Seguro que eran mas felices ellos, con sus afanes y sus inventos, que las emperatrices que miraban los colores de las flores, pero veían sus almas decaer de tristeza. El nombre del palacio y jardines le viene de una bella fuente que en aquella zona visitaba a menudo Matías II en sus cacerías, a principios del siglo XVII. Desde entonces, la bella fuente (Schöner Brunnen) dio nombre al lugar como Schönbrunn. Allí siguen las fuentes dedicadas a los dioses griegos, a las narraciones mitológicas, y las estatuas de personajes y deidades guardan los paseos y las rotondas. La fuente de Neptuno, bajo la Glorieta, es la más espectacular de todas.
Aunque la memoria de este viaje a Viena queda siempre viva porque las cosas largamente esperadas se mantienen también largamente en el recuerdo, el lector de esta crónica puede aún entretenerse mirando en la pantalla de su ordenador una estupenda colección que alguien ha reunido en un blog con esta dirección: http://www.foroxerbar.com/viewtopic.php?t=11369

Al final de la mañana cesó la lluvia y el bus nos dejó, de regreso, frente al edificio de la Ópera. Corazón de la Viena eterna, la comida fue obligada en el Café Mozart, donde a mediodía ponen unos Wiener schnitzeln (el filete empanado de ternera que se tiene por plato típico vienés) que se pueden considerar de antología. Con ese buen sabor cierro la evocación de una mañana en Viena.

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