Los jardines imperiales de Schönbrunn en Viena |
Hemos llegado a Viena en un día
triste, nublado, lluvioso y frío, que preludia el otoño en el que en Europa va
a entrar en unos días. Desde la plaza del archiduque Rodolfo (la Rudolfplatz)
donde nos alojamos, un autobús nos lleva directamente a Schönbrunn, aunque
dando un previo paseo por el Ring o anillo de circunvalación de la capital. El palacio
imperial no está lejos del centro. Hoy se encuentra encajado en la vida
ciudadana, pero en su origen, cuando se construyó al final del paseo de la
Wienzeile, al suroeste de Viena, centraba unos bosques en los que previamente
se alzaron hasta tres castillos de los Habsburgo, y que sufrieron el ataque y
la destrucción por parte de los turcos, en aquellos años terribles del asalto
en 1683.
Espectacular y sobrio a un mismo
tiempo, Schönbrunn nos recuerda –no falla- la vida de Sissi emperatriz, los
bailes en los grandes salones de mármol, las ceremonias apoteósicas de su
marido, el emperador Francisco José, y los fastos de los dos siglos anteriores,
cuando Leopoldo I mandó al arquitecto Johan Bernard Fischer von Erlach que le programara
un lugar inmenso donde manifestar su poder, y que sería su sucesora, la emperatriz María
Teresa de Habsburgo la que finalizara, -bajo la dirección del
arquitecto Nikolaus von Pacassi- esa maravillosa obra, en la que el palacio de
escueta estructura y grandes dimensiones centra un espacio de jardines
opulento, casi inacabable. El palacio surge así desde mediados del siglo XVIII
y con leves reformas se mantiene hasta hoy en día, viendo en sus salones pasar
la gloria de la dinastía de los Habsburgos (y oyendo todavía en sus cámaras las
risas y las músicas de uno de los genios de la Humanidad, Wolfgang Amadeus
Mozart, quien con siete u ocho años daba ya conciertos ante la multitud
cortesana, boquiabierta).
El viajero con sus amigos Elena y Fernando en los jardines de Schönbrunn en Viena |
A pesar de que la casa inmensa está
cuajada de historia (allí vivió también Napoleón, cuando conquistó Viena en 1809,
y luego Hitler y sus generales, cuando temblaron de emoción al conseguir su
ansiado Anschluss en 1935, lo más
bello es sin duda el conjunto de jardines, que se ve rematado en dirección sur
con el edificio de “La glorieta” en lo alto de la colina, un complemento visual
más que práctico del palacio, y que fue dirigido a finales del XVIII por otro
de los arquitectos favoritos de la monarquía, Johann Ferdinand Hetzendorf von
Hohenberg. Esta Glorieta, que es la que todos los viajeros se llevan en sus
fotografías, es una especia de arco, un gran arco de triunfo de tres arcadas,
flanqueado por escaleras y por la terraza desde la que se ve la increíble
panorámica del palacio y los jardines. Y aun de toda Viena al fondo, con las
agujas de su catedral de San Esteban, la cúpula de San Pedro y los palacios al
fondo.
A Viena hay que dedicarle al menos
tres días de visita, cuando el viajero quiere llevarse neto el impacto de
pasear por sus calles céntricas, señoriales y antiguas, ver sus templos más
notables (la catedral, los jesuitas, San Pedro….) indagar las maravillas de su
Museo de Arte, el Kunsthistorisches, y participar de sus espectáculos clásicos,
como una sesión en la Escuela de Equitación Española o un concierto en el
Musikverein.
Pero sin duda que lo que más impacto
me causó fueron estos jardines de Schönbrunn, lugar donde puede ocurrir
cualquier cosa, quizás romántica, quizás terrible. Napoleón Bonaparte entró en
ellos en 1809 para quedarse a vivir en Viena como nuevo Emperador de Europa.
Pero allí fue donde también, en 1814, se reunieron los mandatarios que le
vencieron (liderados por Metternich y Talleyrand) para restaurar las fronteras
de una Europa que quería volver atrás. Hitler y su ejército ocuparon el lugar
en 1938 y años después, en 1961, Kennedy y Kruschev se reunieron en la Galería
de los Espejos, en el momento más álgido de la Guerra Fría.
En el espacio inmenso de estos
jardines caben cosas tan curiosas como las ruinas romanas que los emperadores
mandaron fabricar para su admiración personal. O el enorme invernadero de
hierro y cristal en el que los jardineros cultivaban las más raras especies.
Seguro que eran mas felices ellos, con sus afanes y sus inventos, que las
emperatrices que miraban los colores de las flores, pero veían sus almas decaer
de tristeza. El nombre del palacio y jardines le viene de una bella fuente que
en aquella zona visitaba a menudo Matías II en sus cacerías, a principios del
siglo XVII. Desde entonces, la bella fuente (Schöner Brunnen) dio nombre al
lugar como Schönbrunn. Allí siguen las fuentes dedicadas a los dioses griegos,
a las narraciones mitológicas, y las estatuas de personajes y deidades guardan
los paseos y las rotondas. La fuente de Neptuno, bajo la Glorieta, es la más
espectacular de todas.
Aunque la memoria de este viaje a Viena queda siempre viva porque las
cosas largamente esperadas se mantienen también largamente en el recuerdo, el
lector de esta crónica puede aún entretenerse mirando en la pantalla de su
ordenador una estupenda colección que alguien ha reunido en un blog con esta
dirección: http://www.foroxerbar.com/viewtopic.php?t=11369
Al final de la mañana cesó la
lluvia y el bus nos dejó, de regreso, frente al edificio de la Ópera. Corazón de
la Viena eterna, la comida fue obligada en el Café Mozart, donde a mediodía
ponen unos Wiener schnitzeln (el filete empanado de ternera que se tiene por
plato típico vienés) que se pueden considerar de antología. Con ese buen sabor
cierro la evocación de una mañana en Viena.
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