El castillo de Calatrava la Nueva en Ciudad Real |
Antonio
Herrera Casado / 22 Abril 2001
Los
viajes por la Región en que vivimos son siempre estimulantes, si se va en pos
de algún recuerdo singular, con el propósito de visitar algún edificio con
fuerza, alguna estampa romántica, o la voz de algún escritor, de algún poeta,
de algún paisano que hace siglos anduvo por allí cantando. Quevedo estuvo en
Villanueva de los Infantes, y Cervantes en Argamasilla, sin duda León Felipe en
Almonacid de Zorita y Rafael Alberti en Sigüenza. Más hay, muchos más, nuestra
tierra está plagada de extraordinarios poetas. Digánselo, si no, los versos de
Federico Muelas en Cuenca, los de Ochaíta en Jadraque, los de Garcilaso en
Toledo...
En la
provincia de Ciudad Real, que por ser manchega en toda su extensión tiene pocas
alturas, y estas suaves, hay unos cerros que asoman en su extremo sur, y que
como estribaciones de la Sierra Morena hacen barrera con Andalucía. Al final de
esos montes se abre el puerto del Muradal, por el que pasaron, ahora hace
novecientos años, los ejércitos del rey Alfonso VIII de Castilla y sus
cortesanos a enfrentarse, como lo hicieron, con los de Muhammad An-Nasir, el
califa de los almohades, y acabar con sus pretensiones en la batalla de las
Navas de Tolosa.
En ese alto
valle, camino del Sur, sorprende a los viajeros la existencia de dos cerros
prominentes. Primero, a la izquierda, se alza el de Salvatierra, con restos de
un viejo castillo en el que se funden la historia y la leyenda. Un castillo de
perdedores. Y poco más allá, a la derecha, enorme y monumental, altivo y
perfecto, el cerro de los Alacranes, sumado en la altura de un castillo
inmenso, completo, con frente orgullosa. El castillo de Calatrava la Nueva, un
castillo de vencedores.
Como los
viajeros ya no son unos niños, y la subida a pie a la fortaleza puede ser causa
de un fracaso cardiaco, renal, mental o de lo que sea, pero un fracaso seguro,
optan por hacerlo en coche, a través de un camino alborotado y mal cuidado,
pero que al final les lleva a la explanada en la que se aparca junto a unos
carteles explicativos, y allí inician la visita del castillo de los caballeros
calatravos, algo que desde aquí recomiendo vivamente a cualquiera que ame a su
tierra, a su historia, a las huellas vivas de su pasado espléndido.
Se accede
al castilllo de Calatrava la Nueva por unos escalones que luego permiten
atravesar un hondo arco, la llamada Puerta del Hierro, formada por fuertes
cubos, a la que sigue una sala en rampa (quizás caballerizas) y acceder a un
primer patio.
El interior
de ese recinto primero consiste en un espacio muy extenso, totalmente vacío, y
en cuesta. Un camino o rampa va ascendiendo suavemente por él, hasta llegar al
segundo nivel, el mural del castillo, en el que ya se encuentran algunos de los
elementos más interesantes. Está formado ese recinto segundo por muros más
altos y fuertes que el anterior, con cuatro torreones en sus esquinas. Allá se
encuentra fundamentalmente el gran templo de los calatravos, edificio sumamente
interesante por cuanto centra con su galanura litúrgica, en un estilo que
podría definirse como pulcramente cisterciense, la fuerza civil de un castillo
cabeza de Orden militar.
La iglesia
de Calatrava es bastante grande, compuesta por tres naves separadas de firmes
pilares, y cubiertas de bóvedas de crucería, con sendos ábsides en la cabecera,
de planta semicircular, y levemente iluminados por ventanas que parecen
saeteras, por lo delgadas. Está construida a base de piedra y ladrillo, y en la
portada que se abre a los pies llama la atención la puerta de acceso, de
arquería apuntada en degradación, con decoración de arquillos y elementos
simples geométricos, sumada de un enorme rosetón circular al que le faltan las
columnillas que, en un estilo puramente medieval, y con unas dimensiones
evidentemente desproporcionadas, adornaba y daba luz al interior.
Junto al
templo aparecen los restos de otras estancias y elementos constructivos que
venían a formar este segundo recinto, en el que sabemos existió un claustro de
pilares de ladrillos, las salas capitulares, el gran refectorio, biblioteca,
salas de ceremonias, etc, e incluso un espacio al que llaman el campo de los
mártires, en el que descansaron como cementerio los restos mortales de muchos
caballeros calatravos que, a lo largo de los pasados siglos, decidieron
enterrarse aquí a su muerte.
El castillo de Calatrava, sobre el cerro de los alacranes |
Más
centrado todavía existe lo que podría considerarse como tercero y más íntimo
recinto: el castillo calatravo propiamente dicho. En él estaba la Torre del
Homenaje, y las habitaciones, salones y dependencias propias del Maestre de la
Orden, en un apartamiento y defensa verdaderamente rituales. Allí se guardaban
las riquezas, los documentos y archivos, los sellos, la librería en lo más
alto, etc. Siempre en un círculo de ascensión, desde la basamenta donde quedan
los caballos hasta la cúspide donde se guardan los libros. Tiempos aquellos,
piensan los viajeros, en que tenía mucha más importancia un libro cuajado de
saberes que un caballo nervioso. Hoy, parece ser, se han invertido los términos
y las querencias: es más codiciado un automóvil de lujo que un rimero de buenos
libros.
Los
viajeros se han empapado, en un día de sol, de la grandeza de estas piedras
bien alineadas. Han repasado su historia, se han admirado del poder
constructivo, del ingenio y la precisión de los arquitectos medievales, de la
pensada estrategia de los caballeros calatravos. Allí subirían reyes y
maestres, monjes y artistas. Vidas que pasaron, sonoras y alegres, al silencio
que hoy acuna el viento. Desde la más alta atalaya del castillo se divisa,
hacia el norte, la llanura manchega monótona y difuminada en su enorme
distancia. Hacia el sur, alborotadas sierras que presagian, por la sierra
Morena, el clamor vegetal de la Andalucía. Fue un buen día, será un buen día
para quien vuelva.
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