24 de marzo de 2012

Tangueando en Buenos Aires


Bailando milonga en Lavalle

Antonio Herrera Casado / 28 Noviembre 2009
El cruce de Florida con Lavalle, en Buenos Aires Centro, un sábado a mediodía, al solecito de una primavera que madura, es un lugar perfecto para bailarse un tango. En realidad, cualquier cruce, cualquier rincón, cualquier entreplanta de Buenos Aires es un lugar para escuchar tangos, para moverse a ritmo de milonga. Los viajeros han llegado a la ciudad del Río de la Plata, que es descomunal, y es movida, y da la imagen de lo que debe ser una gran ciudad humana. Todo el mundo ríe, acude al teatro haciendo larguísimas colas, y se pasea por esa Avenida 9 de Julio que es probablemente la calle más ancha del mundo.
El viajero viene decidido a escuchar tangos, a merodear en el mundo nocturno de los clubes y los cafetines. Y aunque está pocos días, al fin lo consigue. De entrada, una velada en la sala Piazzolla, que está en los bajos de la galería Güemes, entrando por Florida. Nunca verá nada igual, eso es seguro. Después de cenar, entre paredes y cortinas de terciopelo rojo, se desgrana lo más sagrado del sonido bonaerense, desde Troilo a Piazzolla, desde Goyeneche a la Rinaldi. Y cómo bailan esas criaturas: parecen volar. Otro buen sitio para escuchar música y ver danzas es “Señor Tango” en el 1655 de Vieytes. En Buenos Aires hay un centenar de salones-teatro donde todas las noches dan espectáculo: nadie puede irse sin disfrutar de alguno.

Pero a otro nivel, más popular, pero más auténtico, están las milongas, las grandes salas donde acuden los argentinos, después de cenar, a oir y ser oidos, a bailar y mirar. Aquí es donde se pueden decir que son incontables las milongas de Buenos Aires. Seguro que cada día nace alguna, y alguna otra muere. Fuimos a pasear por ellas: las hay en la calle, en Pompeya y en Recoleta, al inicio de Puerto Madero y en la plaza de San Martín. En los pisos se abren el “Salón Sur”, “Caricias”, “La Confitería Ideal” y “Lo de Celia”: luces rojas, mucho espacio, lentos movimientos y la voz aguda del tanguista viejo.
La sorpresa está, siempre, en la calle. Porque los porteños no saben andar si no suena un tango en el ambiente. En los cruces de las peatonales del Centro, se ponen altavoces y parejas ataviadas a la clásica usanza danzan sudando, ardiendo, mientras los viajeros nos quedamos extasiados viendo volar a las chicas de negro. Entre Florida y Lavalle, allí sonaba la milonga de barrio puro, qué gozo verlos, y verlos para siempre, porque como buen turista grabé un par de piezas, que ahora de vez en cuando me pongo a mirar, y a disfrutar de la melancolía de esta ciudad que se mete en el corazón para no salir jamás.
Una sacada en Caminito
En el barrio de Boca, al que nos llevan en autobús, uno va de sorpresa en sorpresa. Tras la obligada visita al estadio de fútbol, la “bombonera del Boca”, paseamos por Caminito, hasta el puerto viejo, y el aire machacón sigue sonando con la Cumparsita de Gerardo Matos, y los pies aguantando, hasta que en la plaza del fondo, Mari Carmen y Rafa no pueden más, y se arrancan con una sacada, una aguja y un ocho cortao que arranca aplausos de los viandantes. ¡Qué sitio, y qué mañana!
La tarde la pasamos en el Tortoni. Es este un café aristocrático y universal, un café que fundaron en 1858 y pusieron donde hoy está, en la Avenida Mayo, en 1880. La calle es clavada a los boulevards de Paris, y aunque llueve, los viajeros tienen que hacer cola para entrar. Merece la pena, hay que aguantar: dentro está el mundo vibrante del tango y las letras. Sala inmensa cubierta de cristales, los muros cuajados de fotos y retratos. Al fondo una mesa donde –parecen vivos- charlan Carlos Gardel, Jorge Luis Borges y Alfonsina Storni. En este café, en el que los camareros van de smoking y parecen catedráticos, se fundó en 1926 “La Peña” para el fomento de las artes y las letras, capitaneada por Benito Quinquela. Eso eran tertulias, y recitales, y tratos literarios. Por allí pasaban, en tiempos, y casi a diario, Juana de Ibarbourou, Ricardo Viñas, José Ortega y Gasset, García Lorca… y por supuesto Gardel, y Borges y la Storni…Allí luego, desde 1962 hasta la de 1974, Liliana Heder y Horacio Salas dieron vida a la peña “El Escarabajo de Oro”. Todo lo cuenta Alejandro Michelena en su “Historia de las horas”, y hoy el viajero se mete por los entresijos de atrás, los que salen luego por la calle Rivadavia, y visita la biblioteca, la peluquería, y “La Bodega” donde también dan tangos por la noche, y donde Astor Piazzolla creó tantas maravillas con su Quinteto Tango: parecen oirse los violines, y el piano, y el bandoneón ese tan pequeñito, tocando “Adios Nonino”, la “Milonga del Angel” y el “Libertango”.
Los viajeros han pasado cuatro días en esta ciudad, lejana para los españoles, pero tan grande, tan recia, tan imparable. Es imposible no tener admiración, eterna, por este lugar, y no escuchar, al menos una vez cada día, a Susana Rinaldi cantar “Siempre se vuelve a Buenos Aires” con la música de Astor y la letra de Eladia.

1 comentario:

  1. Cada vez que una persona que llega al país como turista viene a la ciudad de buenos aires pide ver tango. Sin duda se vincula constantemente a la ciudad con ese baile y debemos estar orgullosos de tal vínculo

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