El viajero, en el zoco de Túnez, ante la tumba del alcarreño Diego Hurtado de Mendoza |
Antonio Herrera Casado / 14 febrero 2014
Decía Saramago que “El viaje no termina jamás. Sólo los viajeros terminan”. Y yo siempre he pensado que el viaje es algo en lo que estamos todos metidos, aunque sólo resplandezcan aquellos viajes que nos llevan lejos de nuestro habitáculo habitual, lejos de nuestro pueblo, de nuestro trabajo diario. Pero que en realidad toda la vida es un viaje, desde que naces hasta que das el último frenazo.
Las agencias de viaje, que sigue siendo un negocio próspero, aunque afinando al máximo los precios, y buscando y ofreciendo las más variadas posibilidades a quien no sabe qué hacer con su tiempo libre y con los euros que le sobran, están continuamente ideando rutas, combinaciones de lujo y sorpresa, caminos trillados con nuevas fotos, y tratando que la gente se apunte al viaje que ellos ofrecen, como si fuera un hallazgo inaudito.
Los viajes de verdad, los que se hacían por un motivo económico o de aprendizaje –allá van Marco Polo, Ibn Batuta, Ibn Yubayr y David Livingstone- no pasaron antes por una agencia, sino que se maduraron en el deseo, y se desarrollaron a la buena de Dios, paso tras paso, con la sorpresa diaria de alcanzar el horizonte.
Otro gran viajero, y novelista de viajes no realizados, pero imaginados y vividos en su salón escocés, Robert Louis Stevenson, decía “Yo no viajo para ir a alguna parte, sino por ir. Por el hecho de viajar. El asunto es moverse”. No debe llevarse un objetivo, sino que el viajero ha de andar, paso tras paso, en busca de lugares nuevos. Con cierto bagaje cultural, eso sí, para entender e interpretar adecuadamente lo que ve y le cuentan. En definitiva, una actividad intelectual, más que física: una sublimación de la vida. El gran dramaturgo español Enrique Jardiel Poncela, que se tomaba a broma todo, especialmente a sí mismo, decía que “Viajar es imprescindible y la sed de viaje, un síntoma neto de inteligencia”.
Los viajes se han hecho por necesidad, para encontrar el camino de las especias, de esas plantas que, apreciadas en la Europa Medieval para dar mejor gusto a las comidas, se encontraban lejos y escondidas. De esa perentoriedad surgieron las aventuras de Marco Polo hacia el Este y de Cristóbal Colón hacia el Oeste. El equilibrio surge cuando, en el siglo XIX, al hilo de un romanticismo exaltado, muchos europeos con tiempo libre deciden recorrer el mundo, marchar de nuevo a América, ya explanada con caminos, o al Oriente Próximo, lleno aún de ruinas semiocultas por la arena. Viajan los europeos, sobre todo, a Italia. Hace poco me entretuve con el libro de Atilio Brilli, “El viaje a Italia” en el que cuenta mil cosas, pero especialmente las reflexiones de Goethe, de Sthendal y Heine cuando llegan a Italia y la recorren con parsimonia, acariciando sus ruinas… alguno de ellos llegó a decir que “Roma está sucia, pero es Roma. Y para cualquiera que haya estado en Roma durante algún tiempo, esa suciedad tiene una fascinación que la limpieza de otros sitios nunca ha tenido”.
Buscar la realidad actual de una gloria antigua, o darle forma a las imaginaciones que han surgido leyendo viejas crónicas. Encontrar gentes que hablan otro idioma absolutamente distinto al nuestro, y que practican ritos o ceremonias que nos suenan a película. Hay quien viaje ahora al Caribe, a Cancún, a Santo Domingo, por el clima, dicen, por estar en playas hermosas, azules y blancas, disfrutando de la caricia en la piel de un agua marina templada… muchos otros hemos emprendido viajes para buscar lugares inhóspitos, el sur tunecino, la Finlandia nórdica aterida, las altas tierras escocesas húmedas y grises, con un encanto irrepetible.
O hemos hecho otros cruceros por el mundo para llegar a lo alto de las pirámides aztecas, o mayas, y encontrar que allí, donde no hay nada, palpita un aire que habla, una piedra que vibra, un musgo que huele a sangre. Recuerdo mi ascensión a la pirámides del Sol en Teotihuacan. El objetivo era subir, continuar, aunque parecía no acabar nuca la escalinata. Cada vez se hacían más pinos los escalones, cada vez el aire se hacía más raro: no se sabía lo que se iba a encontrar, pero uno estaba seguro de que ese “era el camino”. El esfuerzo que sube los difíciles escalones de una pirámide maya es el objetivo puro de un viaje.
Pero hay muchos otros, hacer fotografías, por ejemplo. Hoy no se concibe un viaje sin fotografías. Cuando José María Cuadrado y Vicente de la Fuente se lanzaron a recorrer España (como antes lo habían hecho Davillier con Gustavo Doré) para componer su gran tratado en el que sumaban “su historia, sus monumentos, su naturaleza y sus gentes”, llevaron a varios dibujantes con ellos, para que fueran “retratando” lo que veían. Entre ellos destacaron Pascó y Parcerisa. A Pérez Villamil no lo consiguieron: ese iba por su cuenta, se cotizaba aún más. Eran los fotógrafos y cronistas gráficos de los viajes que muchos otros hacían para mirar y contar. Dice Susan Sontag, periodista y novelista, y sobre todo viajera, que hoy “El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotografías. La actividad misma de fotografiar es tranquilizadora, y atempera esa desazón general que se suele agudizar en los viajes”. Aunque sea con un teléfono móvil, o con la mejor SLR del mercado, todos quieren dejar plasmado el momento de llegar al puerto de Estocolmo, a la plaza roja de Moscú, a la Cibeles… Hay incluso, cada vez más, especialmente entre los japoneses, quienes hacen de la fotografía su verdadero objetivo.
Quisiera recordar aquí, como vía de ejemplo, un viaje que hice, va ya para veinte años, al sur tunecino, y que refleja un poco lo que siempre he considerado motivo para viajar: aparte del misterio de sobrepasar el horizonte, que es lo innato, buscar reflejos de otros seres, amigos o enemigos, conocidos o lejanamente supuestos, en las tierras a las que uno va. Me pasó en Malta buscando al Doncel de allí, que resultó ser un joven almirante francés muerto en la defensa de La Valeta, o en Estambul buscando la influencia de Alonso de Covarrubias en las torres afiladas de la Mezquita Azul. Llegué a Túnez, en un otoño tranquilo, buscando a Diego Hurtado de Mendoza. Y esto es lo que escribí luego, al volver.
“Acabo de llegar a Túnez y están los ojos, mis ojos, haciendo guiños de cansancio. Las aguas del golfo de Túnez tienen, todavía en Noviembre, una luz y un brillo especiales, como de plata pulverizada o cortada en prismas diminutos.
Escribo desde la habitación de un hotel, el "Abu Nawas", que ha construido en la misma orilla del lago la KREIC (la Compañía kuwaití de inversiones inmobiliarias), y que es ahora mismo el más lujoso hotel de todo el Magreb, donde nos han alojado a los 300 participantes en el 33 Congreso de la FIJET, que durante unos días tratará de "Turismo y Medio Ambiente", un tema muy de actualidad y en el que probablemente se digan los mismos lugares comunes que en todo este tipo de reuniones.
Veo al fondo la masa blanca y cuajada de minaretes de la antigua ciudad de los beys, y entre el fulgor de las aguas del mar Mediterráneo las inciertas huellas que dejaron las naos armadas por cartagineses y romanos, por otomanos y españoles, para dominar con éllas estas costas que son domésticas, un punto hispánicas, prometedoras siempre.
Lo primero que he hecho, ha sido lanzarme en pos de las huellas de nuestro paisano el alcarreño don Diego Hurtado de Mendoza, que por aquí anduvo a principios del siglo XVI. La suerte ha sido relativa. Primero de todo, conviene rememorar quién era: pariente cercano a los duques del Infantado, dedicó su vida ajetreada, llena de letras, de lances de honor, de embajadas por Europa, de amores principescos y guerras contra el infiel, a poner en su biografía todos los ribetes del Renacimiento pleno. Lo consiguió. Prieto le ha dedicado hace un par de años una novela hermosísima, que os recomiendo lee cuanto antes, y que titula "El Embajador". Lo que era don Diego.
Aquí en Túnez se lució. Cuando en el verano de 1535 la Armada europea capitaneada por Andrea Doria, y con el propio emperador Carlos por tripulante, se lanzó hacia las costas de Africa, de la Berbería resplandeciente, a liberar sus tendidos paisajes y sus diminutos pueblos blanquiazules del yugo de Barbarroja, Hurtado de Mendoza se metió en la nave de García de Toledo, el hijo del virrey de Nápoles, y participó junto a otros 30.000 españoles de la impresionante jornada del desembarco y toma de La Goleta, y poco después de la conquista de la ciudad de Túnez, que quedó durante 40 años en poder de las armas españolas. Allí fue donde Pedro Gaitán, alférez del capitán Jaén, puso la primera bandera sobre las almenas más altas de La Goleta, y donde nuestro personaje trabó amistad con el médico Luis Lobera de Avila, el que por entonces escribía el "Libro de las cuatro enfermedades cortesanas", y con Lázaro de Tormes, que andaba por allí a hacer fortuna con la que poder vengarse del canónigo salmantino que le había birlado la mujer. Cosas múltiples, razones que entonces eran de peso en una vida, y hoy se quedan en eruditos agobios con que aderezar un viaje.
De Diego Hurtado, por supuesto, ni la menor huella. En La Goleta, cerca de Túnez, quedan mínimos restos de aquel fuerte bastión guerrero. En Cartago, muy cerca, donde hoy vive el Presidente de la República Tunecina, [Ben Alí nos recibió entonces, a los del Congreso, en sus lujosos salones de ceremonias] solo unas cuantas piedras, capiteles y medias columnas señalan el lugar donde asentó el imperio más fascinante y maravilloso que vió el Mediterráneo, y que sólo el empeño de Catón, que sin cesar repetía aquéllo de "Censeo Cartaginem esso delendam", y el de los ejércitos de Roma durante tres largos siglos, pudieron abatir y apagar para siempre. Poco que ver por aquellos pagos, aunque Enric Balasch en la Guía de Túnez que publicó Laertes se empeñe en decirnos que todo rezuma arte e historia en esas colinas hoy tapizadas de olivos y lujosas mansiones residenciales.
Más allá sí, en el Zoco de Túnez. No sé en cual, concretamente, porque yo ví uno, impresionante, único, lleno de tiendas, de alfombras, de plata, de libros, de bolsas, de cacharros y de perfumes, retorcido en mil callejas olorosas y oscuras, tamizadas por las voces en árabe de artesanos y cantarines ciegos, donde la vida era nervio puro sin que nada hubiera cambiado en diez siglos. Al parecer hay muchos zocos en Túnez. El Attarine de los perfumes, el Sekkajine de los talabarteros, el Essagha de los orfebres, el Kebabjia de las sedas, y el antiguo Berka de los esclavos que hoy ofrece turquesas, esmeraldas y zafiros sin cuento. Perdido en sus increíbles pasadizos (reiros del Gran Bazar de Estambul, que parece un supermercado de neón al lado de ésto) encontré al fin la tumba del soldado español al que pillaron entre unos cuantos bereberes en estas callejas. En medio de una de éllas está un cajón de madera, pintado de verde, con el emblema tunecino de la media luna y la estrella rojas, que en mal francés un mercader de allá me explicó contenía los restos de un soldado español que hacía muchos siglos (se refería al XVI, sin duda) había muerto en las luchas de la conquista de Túnez. No era Diego Hurtado, por supuesto, pues éste volvió de aquella empresa y se hizo embajador del Emperador en Nápoles, y en Venecia, y gobernador suyo en Siena, y aún participó en la Guerra de las Alpujarras y vino a morir en Madrid medio pobre de dineros, pero tan rico y feliz de aventuras. Era un soldado español, probablemente castellano, que allí se dejó los piños sin mayores aspiraciones.
¿Qué más podría contar de Túnez, aparte de esta búsqueda de memorias paisanas?. Los hoteles de fábula; la ciudad pequeña pero muy agradable; el Museo del Bardo, lo mejor del mundo en mosaicos romanos, extraordinario, cuajado de caballos de mar, con tanta barba de Neptuno, tanta serenidad en la faz de Virgilio, o tanta luz en los barcos de Althiburos; y el cus‑cus con dátiles de Nefta, para chuparse los dedos. O el silencio de la ciudad sagrada de Kairohuan, en la que solo se escucha a los almuedines. Para el viajero que llegue, a partir de ahora, a Túnez, decirle que no se entretenga en perseguir las huellas de Diego Hurtado de Mendoza, que no existen. Pero que goce cuanto pueda de esa dulce atmósfera que Túnez ofrece a quien mira el borde del Mediterráneo desde sus equilibradas medinas”.
Pero no paran aquí las evocaciones de los viajes. Quizás se burlen algunos de nuestro prurito localista. Hay que mirar el mundo con ojos nuevos, sí, pero nadie puede quitarse de encima –sobre todo si tiene ya unos cuantos años en el carnet de identidad- el heredado sabor de la tierra natal. Llegar a América, el Nuevo Mundo, especialmente a ese mundo acuático, verde y cálido del Caribe que vieron los castellanos como paradisiaco hace más de quinientos años supone una conmoción, por lo que de distinto tiene respecto a nuestro habitual terruño. Hace también muchos años que viajé a Cuba, invitado entonces por el gobierno que pretendía enseñarnos las maravillas de la isla no contaminadas por la pesadumbre de un régimen dictatorial y cruel. De entonces fue esta impresión de la ciudad caribeña de Trinidad, una de las “joyas de la corona” cubana, a la que siempre es recomendable ir
En la plaza mayor de Trinidad (Cuba) asistiendo a unas danzas carnavalescas. |
“Uno de los atractivos que las Américas guardan para el viajero español es el de la búsqueda de las huellas que sus antepasados dejaron en los anchos caminos del Nuevo Continente. Aparte de la belleza de los paisajes, del exotismo de sus playas, sus selvas y sus altiplanos, América entera ofrece el sonido acompasado de la historia y el arte conjugados en piezas evocadoras de su pasado hispano. Cuando el viajero se entretiene en recorrer "la perla del Caribe" a la que llaman Cuba, ese placer se cumple con facilidad y a cada paso.
Desde Cienfuegos, la bahía mas grande del mundo según le dijeron al Rey de España, y apta para contener en su interior los barcos todos que en el orbe existían en el siglo XVIII, zigzaguea la carretera al pie de la sierra del Escambray, orillando el plateado Caribe del que emergen en manadas los cangrejos que en abigarrada mezcolanza aparecen, entre las rocas y arboledas, confundidos con las iguanas y la vegetación lujuriante y explosiva. Al fin se llega a Trinidad, una de las joyas del urbanismo y la arquitectura colonial, meta de nuestro viaje, y justificacion por sí sola de un viaje a Cuba.
La Villa de la Santísima Trinidad, como la llamó en 1514, al momento de fundarla, Diego Velázquez, fue uno de los primeros asentamientos hispanos en el Nuevo Mundo. Se mece desde las verdes sierras hasta la orilla misma del mar Caribe, arropada en un denso cinturón de arboledas de naranjos y limoneros, saturada la atmósfera de humedad y calor electrizante. La ciudad es un joyel cuajado de sorpresas. A pesar de haber sufrido algunos incendios a lo largo de su historia (lo cual no nos extraña al saber que fue reducto de piratas durante algunos años del siglo XVIII), Trinidad mantiene en puridad el aire de tradición y dulzura que el carácter cubano ha ido imprimiendo sobre los fundamentos de lo hispano.
En el patio de la Casona de los Ortiz, el Cronista de la Villa, doctor Zerquera, nos explica prolijamente la historia del lugar. Es una historia hecha de sacrificios, de esperanzas y reconstrucciones, una historia basada en la riqueza de la tierra y del mar que allí se dan la mano y se complementan. Desde hace unos diez años se ha acometido además la tarea de recuperación y restauración de la Villa, que la está devolviendo el aspecto genuino que tuvo durante las pasadas centurias. Y así el viajero no se cansa de ir admirando, paso a paso por sus adoquinadas calles, los palacios, las iglesias, los edificios públicos, los almacenes y las casonas que dieron riqueza y nombradía a Trinidad.
Muchas de estas casonas están hoy convertidas en museos. Así, la Casa de los Ortiz, bellísima eidificación de principios del siglo XIX, sirve de sede al Museo de Arqueología "Guamuhaya", y al de Arquitectura Trinitaria, donde se exhiben en perfecta oferta didáctica las formas en que los siglos fueron dando vida y relieve a la Villa. Los portalones inmensos, hechos como para dar paso a cíclopes, son otra de las características de la arquitectura de este lugar caribeño. La Plaza Mayor, escoltada en sus cuatro puntos cardinales por monumentos de diversas épocas y homogéneo sabor colonial, es única e inolvidable. Nosotros la vimos adornada, por sus cuatro esquinas, con grupos musicales y representaciones carnavalescas del pasado esclavista, cayendo en borrachera de sonidos y danzas el color y el frenesí de una cultura , la africana, trasplantada a esta isla americana.
En la impresionante Mansión Brunet, junto a la plaza, se encuentra el Museo Romántico de Trinidad. Allí se ofrece al viajero la posibilidad de recrear, con todo detalle, el ambiente y la forma de vivir de una acaudalada familia cubana de siglos pasados. Los muebles, las vajillas, los avalorios de paredes y tejidos dan una perfecta sensación de evocación. Ello ayuda aun mas a hacerse una idea de cuanto España llevó al nuevo continente, y de como en cada plaza, en cada edificio, en cada pueblo, quedó grabado el sello de una cultura que en América, sin embargo, tomó un nuevo aire y, haciéndose criolla, engendró una rica letanía de peculiaridades.
Todavía visitamos el Museo de Historia en honor a Alexander von Humboldt, el naturalista alemán que por dos veces recaló en Trinidad durante sus viajes universales. Y en la Casa de la Nueva Trova tenemos la oportunidad de escuchar cuanto de investigación y tradición se funde en el cantar permanente del cubano. La admiración por las calles, por delante de los edificios, por los sorpresivos rincones que una torre de iglesia, o un aguador nos ofrecen, se multiplican a cada paso. Una comida en el Restaurante "Las Cuevas" degustando los tradicionales platos cubanos a base de frutas tropicales, "moros y cristianos" y suaves pescados del Caribe ponen el ideal contrapunto a esta excursión inolvidable, que termina, como casi todos los mediodías isleños, con una escandalosa y prieta tormenta que remoja la tierra y el aire, y refresca y agranda los paisajes”.
Ya se cansa el lector de moverse por África, por América. Tengo recuerdos de Asia, por supuesto, y de Europa, muchos. Tengo visiones de cien rincones inolvidables de España, y tengo, sobre todo, el espíritu aguijoneado por el deseo de salir de nuevo de viaje, de echarme a andar, a ver, a mirar más allá del horizonte. Ojalá pueda, de nuevo, tras el invierno que nos retiene en casa, salir a buscar esos caminos que van de Salamanca a La Alberca, de Frómista a Carrión, o de Estella a Eunate. Tú ya me entiendes.
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