El interior de la Cueva de los Moros de Pastrana |
Un
viaje rápido y apasionante a uno de los lugares con más fuerza (magnética y
vital) de la Alcarria. De este lugar, situado a pocos kilómetros de Pastrana,
solo existen teorías que tratan de explicarlo, breves líneas en un par de
artículos periodísticos, y el asombro sin límites de quienes ha conseguido
entrar y pasear por sus enormes galerías. La realidad va mucho más allá.
Un
capítulo del libro “Lugares de Poder” escrito por Juan Ignacio Cuesta Millán, un
artículo de Pedro Aguilar del 2002, y esto que escribí yo mismo en Nueva
Alcarria de mayo de 2004, es lo único que hasta ahora consta como testigo
escrito de una de las maravillas de la Alcarria.
Aquí
rememora mi descubrimiento del lugar. Una fresca mañana de primavera, y tras
preguntar aquí y allí a las gentes de Pastrana, los viajeros consiguieron llegar
hasta la entraña de la tierra donde se alberga uno de los espacios más
espectaculares de nuestra región. Es la llamada “Cueva de los Moros”, en
término de Pastrana. Una cueva que es sin duda el más grande y espectacular de
los espacios subterráneos que encontramos en nuestra provincia, hecho por el
hombre, y con unos significados que, aunque arcanos, se antojan de la mayor
importancia.
La
Cueva de los Hermanicos en Peñalver, la cueva de los judíos en Mondéjar, la
cueva del Beato en Cifuentes, o las cuevas y eremitorios de los franciscanos en
la Salceda de Tendilla o de Bolarque no son sino mínimos espacios sin
importancia al lado de esta cueva pastranera. El único conjunto que puede
parangonarse a él, y sin duda mayor y más suculento en historia y
trascendencias, es el cavernamen de Sopetrán, que está esperando nuestra visita
detenida.
El exterior de la Cueva de los Moros de Pastrana |
Una catedral tallada en la roca
Es
curioso que la distancia entre el gran roquedal bañado por el Arlés donde se
levanta el Convento (hoy hotel hospedería) de San Pedro, y esta Cueva de los
Moros, es escasamente de 500 metros. En San Pedro fundó Santa Teresa convento
de carmelitas, y allí, en sus cuevas talladas en la roca, oraron y vivieron
hombres de alma recia como San Juan de la Cruz o fray José de la Virgen (el
Santo Sordo). Libros y apologías de tono carmelitano han escrito largo y
tendido de estas cuevas, y hoy se enseñan a los turistas bien cuidadas y con
sus respectivos carteles puestos a la entrada, explicando qué fueron y lo que
significaron.
Separadas
por el río Arlés, en la otra orilla, está el conjunto de cuevas misteriosas que
acabamos de visitar. Junto a la carretera de Valdeconcha, a pocos metros de
distancia, se alza un roquedal aislado, rodeado de olivares. Es un bloque
amplio de roca arenisca, abierto por numerosas bocas de perfecta talla. No son
espacios subterráneos formados por el discurrir de las aguas, por hendiduras
kársticas ni movimientos telúricos: es una compacta masa rocosa, emergente unos
15 metros sobre el contexto del valle, que ha sido tallada con perfección y
mucho ánimo, a lo largo de mucho tiempo, por la mano del hombre. Sus entradas
(hay, al menos que yo haya visto, cuatro grandes, y alguna otra tapiada en años
no muy lejanos) están hechas a pico, son regulares. Todo el interior es un
espacio complejo en el que encontramos dos bloques de galerías. La más al
Poniente, a la que se entra a través de un gran orificio tallado en la roca,
nos lleva la galería más grande, de 25 metros de longitud, de la que en su
parte media emergen dos hondas galerías sin salida. ¿Podría tratarse de un
templo subterráneo con crucero?
El
segundo bloque de galerías, el de más a Levante, es mucho más complejo. En él
están, frente a la entrada principal, las dos galerías trapezoidales que son,
con mucho, lo más espectacular de este monumento. Su altura, de 5 metros. Su
anchura, dos metros y medio a nivel de suelo, y un metro en la altura. Su profundidad,
12 metros. Un complicado laberinto de galerías, en la más absoluta oscuridad
sumidas, permiten descubrir un fascinante mundo hoy silencioso y espectral.
Esas
galerías tiene a su vez pasillos que acaban en paredes cerradas. Y otras que
salen de nuevo al exterior. En las paredes hay excavados huecos para colocar
antorchas y velones.
Dos
grandes naves son especialmente llamativas, y han captado la atención y
admiración de quienes las han visitado y escrito sobre ellas. Son las naves a
las que se accede desde el exterior por la primera y segunda entradas del
bloque de Levante. Estas naves tienen una altura de 5 metros la primera, y 4
metros la segunda. Están talladas sus paredes de tal modo que el suelo es más
ancho que el techo, lo cual les da una forma trapezoidal muy apreciable. Otras
galerías que comunican transversalmente a estas, y otros corredores menores,
son de paredes verticales y algo más estrechas. El suelo está limpio y las
paredes secas. La roca no tiene apenas filtraciones, por lo que no se han
deteriorado en los muchos siglos que tienen de existencia. Se ve la roca
tapizada del humo de las velas durante décadas, siglos quizás. Y en algunas
zonas inscripciones de difícil lectura, que los viajeros pudieron ver gracias a
sus linternas.
Añade
de interés este conjunto de cuevas los petroglifos esculpidos en el exterior de
la masa rocosa. Aunque están desgastados por el tiempo, y las inclemencias
atmosféricas, aún se ven signos extraños que recuerdan a los clásicos
petroglifos de los espacios cavernosos de época neolítica. Cuesta Millán quiso
ver frases completas, en idioma extraño, quizás signos de época celtibérica, y
el clásico signo del planeta Ummo, las tres líneas horizontales cubiertas en un
extremo por otra vertical, imitando una letra E de diseño. Este mismo escritor
y gran investigador de temas esotéricos y ufológicos, decía que las pilas de
las linternas se descargan rápidamente en este lugar (cosa que tiene cierta
lógica, pues el lugar por ser el corazón de una roca posee un fuerte
magnetismo) y que desde sus dos naves trapezoidales se observan espacios de
cielo muy concretos, que permiten hacer observaciones exactas, por lo que los
considera observatorios astronómicos primitivos.
Plano de la Cueva de los Moros de Pastrana, según la interpretaron los viajeros |
Un eremitorio medieval
Dentro
de la Cueva de los Moros se siente una fuerza especial, una trascendencia, una
innegable vibración de grandiosidad al saberse dentro del vientre de la Tierra.
En los antiguos esto debía tener una carga emocional que podía trasponerlos y
facilitar estados místicos diversos, no hay duda. En el interior de toda
montaña hueca, más aún tallada artificialmente, el magnetismo es mucho más
intenso que en campo abierto. Quien sepa cómo medir eso, puede ir allí y
comprobarlo.
Pero
yo he sacado otras conclusiones, desviándome de las meramente esotéricas que
son las que primero vienen a la mente y al corazón de quien allí aterriza. En
el exterior de la montaña, se ven adosados muros de fábrica burda, de mampuesto
sencillo, y en la roca exterior hay tallados numerosos agujeros que sirvieron,
hace mucho tiempo, para enclavar vigas que apoyadas sobre lo muros, conformaron
sin duda una serie de edificaciones que dieron a aquel lugar el carácter de
agrupamiento humano y comunidad quizás densa. Hay escalerillas talladas en el
exterior de la roca, como para subir de un nivel a otro con facilidad. Hoy está
todo, y más en esta primavera rotunda, cubierto de hierba. Lo que no se ven son
restos de edificios aislados en el contorno. Entre otras cosas, porque los
bordes de la gran roca son empinados, abruptos. Sin duda ahí hubo, en tiempos,
un poblado o agrupación de casas, o celdas, o eremitorios, pero en todo caso
adosados a la roca. Y en el interior de esta, la razón de esa sacralizad del
espacio: sus grandes y espectaculares galerías trapezoidales, como la que se
muestra en foto adjunta.
¿Cuándo
fueron talladas estas cuevas? Es difícil saberlo. Ni existen documentos, ni
forma científica de calcular edades. Lo que sí está claro es que el contexto,
el roquedal horadado, las celdas mínimas adosadas, la cercanía de otra roca con
cuevas ocupadas por eremitas, y el contexto geográfico, el valle del Arlés en
su comedio, donde está enclavada, que confieren al lugar un sentido de
“Desierto Eremita” indudable.
En
la comarca, y muy cerca, están otros espacios similares: el valle de la cueva
de los Hermanicos en Peñalver; el barranco del Infierno en Tendilla; Bolarque
al otro lado de la serrezuela de la que surge esta roca. Y el sentido de buscar
la pureza espiritual en la retirada del mundo al estilo de los eremitas
orientales. El mejor ejemplo, lo que hacen los hermanos Pecha y sus amigos en
Lupiana, de donde luego surgió la Orden de San Jerónimo. La imitación a ese
santo padre de la Iglesia supone la aparición de otro movimiento renovador en
los franciscanos de La Salceda. Y finalmente, el mismo impulso de los
carmelitas, que tras la renovación de la Orden por Santa Teresa y San Juan de
la Cruz, ponen el primer “Desierto” en Bolarque.
La
Cueva de los Moros de Pastrana está, justo, en el centro de toda esa “movida”.
Fue este, sin duda, un eremitorio que debemos fechar en el siglo XIV como época
de su más densa población y uso. El interior de la roca, que podría tener un
origen mucho más remoto, prehistórico incluso, se utilizaría como espacio
sacro, como iglesia (sin duda dedicada a María, humanización y sacralización de
la fuerza genésica de la entraña de la Tierra) y en su torno, adheridas a la
roca, las múltiples chozas o eremitorios de los que todavía quedan restos.
En
cualquier caso, un espacio magnífico, curioso, evocador como pocos. Un espacio
de esta Alcarria a la que, por muchas vueltas que demos, siempre nos depara
sorpresas. Los viajeros salieron de allí maravillados de vivir tamañas
sensaciones, no de agobio, sino de claridad, de perennidad, de gozo siempre.
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