La isla de Puerto Rico, a la que desde 1493 en que la reconoció Cristóbal Colón en su segundo viaje a “las Indias” se llamó de San Juan Bautista, ha sido siempre un jardín –y lo sigue siendo hoy en día, perfumado y húmedo- en el que los españoles hemos plantado esencias y recuerdos que afloran por todas partes.
Un viaje de diez días por
sus pueblos, entre sus gentes amables y visitando plazas, parques, playas y
castillos, me ha dado capacidad de entender algo de lo que allí pasa, de lo que
ha sido y es hoy este país que en forma de isla de poco más de 9.000 Km2
y tres millones ochocientos mil habitantes, figura como Estado Libre Asociado a
los Estados Unidos de Norteamérica, pero en el que se habla español
exclusivamente, y las costumbres, los modos, las herencias, la cultura y todo
lo que se ve es español hasta la médula, modulado por lo indígena taíno y poco,
muy poco, por los yankis que nos la arrebataron hace 115 años. El 90% de la población
es blanca o mulata, habiendo poquísimos negros (en contraste con las vecinas
Antillas de Cuba, Haití o República Dominicana) porque apenas existió el
comercio de esclavos.
La gente es activa, amable y siempre dispuesta a bailar,
al son de la salsa o de cualquiera de los cientos de ritmos que el Caribe
produce entre el cafetal y la hamaca, especialmente en su expresivo y autóctono
dance del bombo y la plena. Te preparan con entusiasmo sus limitados manjares
autóctonos, que no sobrepasan al arroz con gandules (como pequeñas lentejas
oscuras) y al lechón asado más la fruta que el trópico da con abundancia, (el
mango, la guayaba, el aguacate, el melón y los plátanos o bananas de todos los
tipos y tamaños. Los cocos, aunque hay muchos, no son originarios de esta isla,
sino de África.
Un paseo por la costa oeste
En nuestro viaje por la isla
de Puerto Rico, a la que hay que dedicar, para conocer a fondo, un par de
semanas al menos, hemos contactado con los pueblos de “Porta del Sol” que
forman el extremo occidental de la isla, cuya costa se asoma al estrecho de
Mona, con sus playas enfrentadas a las de Punta Cana en Santo Domingo. Allí nos
han recibido amigablemente en Mayagüez, donde estos días hemos podido asistir
al “gran encendido de la Navidad”, convertido ya en una de las fiestas más
populares y esperadas del año. Esta ciudad de 100.000 habitantes y 250 años de
antigüedad asienta sobre la costa occidental de Puerto Rico, y fue reconstruida
totalmente después de haber sufrido, en 1918, un tremendo terremoto con su
posterior tsunami, que arrasó la población. En su vieja “plaza de armas” luce a
un extremo el Ayuntamiento o “Casa Alcaldía” y al otro la gran iglesia que
ahora es Catedral de la Candelaria, pues su párroco ya es obispo. En Puerto
Rico la mitad de la población es católica y la otra mitad protestante en sus
diversas expresiones, quedando una mínima parte de masones: la masonería en
Puerto Rico es fuerte y muy bien organizada, adinerada y con cierto prestigio,
desde finales del siglo XIX.
En otros municipios del
oeste portorriqueño hemos admirado viejas poblaciones de aspecto colonial, como
en San Germán, que guarda enteros muchos edificios de hace 3 y 4 siglos, con su
plaza mayor también organizada al estilo de la “plaza de armas” de la colonización
hispánica, y en un extremo lo que fuera convento dominico de Porta Coeli, hoy
convertido en un interesantísimo Museo de arte colonial.
En su entorno se deben
visitar poblaciones como Quebradillas, en la que nos sorprendió el precioso
“Teatro Liberty” perfectamente restaurado; como Isabela, en la costa, con sus
bravísimas playas batidas de olas y rocas; como Hormigueros, donde nos abrieron
de par en par la casona de los Márquez, y pudimos vivir en plenitud la esencia
del dulce pasar el tiempo en el Caribe. Sus propietarios, ya ancianos, nos
mostraron la finca, los árboles, su hermosa casa de madera, sus galerías,
retratos y densos recuerdos. Además de subir luego al santuario de la Virgen de
Monserrate, que goza de gran veneración como en la cercana población de Sabana
Grande la tiene la Virgen del Pozo, que según nos aseguran se apareció en carne
y hueso a un grupo de tres alumnos de una cercana escuela en el bosquedal.
Más al sur, en esa misma
“Porta del Sol” nos sorprende la variedad de ofertas que Cabo Rojo tiene. Entre
ellas, un espectacular “Parador Nacional” que forma entre las dos docenas de
establecimientos similares existentes en Puerto Rico, con una cuidada oferta
hostelera. Allí visitamos, aunque ya de noche, el Museo de los Próceres,
dejando para el día siguiente el viaje a Lajas y su entorno de La Parguera, en
la costa sur, sobre el pleno y manso Caribe, al que los siglos le han ido
creando unas barreras de coral que hoy vemos como atolones y cayos que pueden
visitarse en ferry y disfrutar de todo ello en Playa Dorada, así como de la
gastronomía basada en los mariscos y el pescado.
Un día en San Juan
Pero al Puerto Rico de hoy
se va, principalmente, y porque esa es su puerta natural a los que venimos
desde Europa, a ver San Juan, la capital, una ciudad enorme con su peculiar
skyline a lo yanki, pero con una parte antigua, colonial (el “Viejo San Juan”)
que es una delicia, y en la que yo al menos disfruté viendo no solamente los
edificios, las calles, los conventos y plazales, la emoción de encontrarme con
la tumba de Pedro Salinas en el cementerio de Santa Magdalena de Pazzi junto al
mar, y la admiración de pasear entre los ingentes volúmenes del castillo del
Morro, en la misma punta del abrigado puerto “rico”.
En ese San Juan de calles
rectas, de casas pintadas de vivos colores, de cuestas suaves con gente que
canta, que espera, que vigila y que sueña, dejé trabajar a su aire a mi cámara
fotográfica, para recoger algunos rostros de paisanos que, en carne y hueso, o
en bronce y piedra, disfrutan de aquel aire cálido, pero húmedo y
reconfortante, el aire que mueven las gaviotas y perfuman los guanabaneros, que
hacen vibrar los coquis o ranitas minúsculas que no dejan de cantar en todo el
día, y que a cualquier hora del día, pero especialmente en la primera parte de
la tarde, se cuaja de aguas que caen a raudales, en “goterón” que todo lo
arrastra y al cabo de una hora ha dejado brillante y saludable la atmósfera de
la ciudad.
En San Juan debe recorrerse
el casco antiguo, el que forman las calles de San Francisco, Norzagaray, la
Cruz, San Sebastián, La Luna y el Sol, o la plaza de Armas (oficialmente ahora
el City Hall) o la cuesta del Cristo que
nos lleva desde el primitivo convento dominico de San José, calle abajo hasta
la catedral de San Juan y el convento de las Descalzas, hoy sede de un
fantástico hotel al más puro gusto caribeño y ancestral.
Son muchas, infinitas, las
evocaciones que diez días en Puerto Rico nos han dejado para el futuro. Sus
edificios, sus perspectivas, sus playas, sus selvas…. Y sobre todo sus gentes,
que aquí dejo, en brevedad y abundancia, retratadas. Me lo pasé muy bien
dejando a la Nikon D7000 que se lanzara, ella sola, a por tantas caras
saludables.
Antonio, aprendiendo siempre de tus experiencias y tus enseñanzas. Muy interesante saber de nuestros hermanos de allá. ME GUSTA.
ResponderEliminarComo ves, siempre voy fijándome. Para saber, solo hay que fijarse.
EliminarMuy bonitos estos retratos que no había visto del tirón.
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