17 de mayo de 2022

Y, por fin, las Merindades...

3/5 Mayo 2022

por Antonio Herrera Casado

 

Un territorio que toma el nombre de circunstancias históricas (los merinos que como delegados del Rey, gobernaban tierras lejanas, pueblos y castillos desmesurados y perdidos junto a las últimas montañas antes de llegar al mar), pero que constituyen un espacio geográfico, el más septentrional de Castilla, en el que los paisajes son siempre suculentos, verdes, variados y sorprendentes, con hondos cauces entre peñascales bravíos, y todo ello dando veneración al centro de la comarca, el alto y sonoro río Ebro, que desde sus nacimientos varios en las grises cumbres van corriendo al Mediterráneo lejano.

El martes 3 de mayo salimos muy temprano de Guadalajara, para llegar en poco tiempo, pasada la ciudad de Burgos a nuestra izquierda sobre el Arlazón que la trenza, y atravesando la Bureba de secas y pedregosas tierras, hasta Oña, donde desembarcamos para disfrutar de su grandeza. El monasterio nos sorprendió, lo gótico inicial, lo renacentista, lo barroco: con su vieja portada de arcos apuntados y sus tallas hieráticas de antiguos condes castellanos. O con su ecléctica fachada monasterial a la que dio fama el universal concurso de los jesuitas. 

De Oña destaco también el Museo de la Resina, que han sabido montar en el pequeño hueco de una histórica torre en la plaza mayor, y que en lo alto muestra curiosas maquetas que representan la esencia del pueblo, señor que fue de 40 aldeas en torno, potencia siempre y respetable.

Tras la comida de ese día, pusimos rumbo a Frías, que nos dejó perplejos al verla de lejos, empinada sobre el rancio valle del Ebro. Lo primero que vimos al llegar fue su puente medieval sobre el gran río: una torre de pontazgo se levanta en el centro, y la curva en joroba de su calzada remite fácilmente a otros tiempos. Pero el espectáculo llegó enseguida, al dejarnos el bus en el aparcamiento bajo, y empezar la subida a pie, al pueblo y fortaleza. Todos los que con un mínimo de sensibilidad visitan este lugar, Frías, otro de los grandiosos gestos de la primera Castilla, quedan con el corazón encogido. Por la altura de sus roquedos, por la valentía de su torre del homenaje, que parece volar sobre los tejados y cabezas. Subimos a pie la calle mayor, y paramos un rato ante la iglesia (que fue románica, pero que quedó en casi nada, porque la gran portada se la llevaron los americanos, cuando la república, para los USA y sus museos de “Los Cloisters” en Manhattan. Aún andamos viendo los muros del castillo, que son enormes, bien conservados, ejemplo total de arquitectura militar defensiva. Los condestables del reino, los Velasco, fueron aquí señores y mandamases, dejando todo impregnado de sus escudos y memorias.

Y después, un rato de asueto naturalista en la cercana localidad de Tobera, donde aún queda una estampa clásica que forman el río Molinar, el puente medieval que lo cruza, la ermita de Santa María de la Hoz que lo apadrina, y las variadas y tumultuosas cascadas que se dejan ver y oir desde otros puentes y miradores.




 La segunda jornada de este periplo por Merindades la desarrollamos el miércoles 4 de mayo llegando a Puentedey, donde nos espera una sorpresa natural, el puente de roca que el río Nela socava y deja que el pueblo crezca como en lo alto de un arco gigánteo. Fotos y explicaciones ante él, muy de mañana, sin masas de turistas como otras veces ocurre: paseamos por debajo del arco, que lleva hecho más o menos unos 40 millones de años y al que aún le quedan otros tantos para derrumbarse. Vemos sus paredes, su techo, analizamos los rastros de las piedras en sus muros. Y nos vamos tan contentos de haber visto esta maravilla burgalesa sin parangón.





Después arribamos a Ojo Guareña, un parque natural que se hace difícil de definir y concretar, aunque en esencia es el conjunto de cuevas excavadas en altas rocas que acompañan las orillas del río Sotocuevas, y que van siendo socavadas por las aguas que cruzan entre sus honduras, montando un total de galerías superpuestas por las que discurren las aguas, de más de 17 kilómetros de longitud. Armados de cascos y luces, visitamos el interior, algunas galerías, viejos derrumbes, recuerdos excavados en forma de hoyos o paneras por los hombres primitivos, y acabamos saliendo, tras admirarla, por la ermita de San Bernabé y San Tirso, enorme en el vientre de la roca, con sus techumbres inocentemente pintadas por antiguas generaciones. Rito y magia, naturaleza increíble, y satisfacción de los viajeros por andar estos andurriales subterráneos.

La tarde se dedica a visitar Espinosa de los Monteros, un pueblo de frontera, aunque dentro de Castilla siempre. Porque separa Burgos de Santander, y en su cercano puerto de montaña, al que subimos entre la niebla, las Estacas de Trueba, cuando hace bueno se ven las costas cantábricas a lo lejos. En Espinosa nos paseamos por su plaza mayor, que es muy norteña, y aguantamos casi todo el día sin llover, lo cual es mérito notable, teniendo en cuenta que es este pueblo el más lluvioso de España, después de Grazalema y Santiago. Allí está el monumento que recuerda a don Sancho García, fundador de Espinosa, y antes de Oña, nieto de Fernández González, y verdadero señor de capa y espada en estas montañas primerizas. Recorremos sus viejas calles y admiramos sus palacios, que son de luengas barbas provistos: unos como torreones medievales, otros como góticos estafermos, y aún palacios de sonoro barroquismo como el que el marqués de Chiloeches elevó en el siglo XVIII en un ángulo de la plaza.


El tercer día, tras descansar en un hotel de Villarcayo (que recomendaré siempre porque es coqueto, limpio y discreto en todo, se llama Doña Jimena y está a las afueras del pueblo) nos volvemos a casa, pero pasando antes por otros dos lugares espectaculares de la provincia de Burgos. Ambos ya a la orilla (derecha) del Duero, o sea, todavía en la vieja Castilla, no en esa “Extremadura” que a mano izquierda queda, y en la que vivimos.

Esos lugares son, primero, Peñaranda de Duero, y, segundo, el monasterio de la Vid. En Peñaranda visitamos el pueblo entero, pero dedicamos largo rato a la admiración de la fachada del señorial palacio de los condes de Miranda, los Zúñiga y Avellaneda: un palacio que nos gusta, como a cualquiera con buen gusto, por sus dimensiones, espacios y ornamentaciones. Pero que aún nos sorprende más por su parecido enorme con el palacio de don Antonio de Mendoza, de Guadalajara, y de los duques de Medinaceli, en Cogolludo, a los que recuerda por detalles escultóricos idénticos, cabezas sufrientes de esclavos, artesonados rugientes de oscura madera, y chimeneas de salón a base de yeserías mudéjares… un día requiere el palacio para disfrutar de él, pero nosotros lo paseamos a modo, y nos dejó muy recuerdo. Como la iglesia colegiata costeada por los mismos señores, con una colección de relicarios que compite con la misma Roma. Y aún asombrados miramos a lo alto de la picota de plaza, símbolo del señorío más duro, o ante la fachada de la Farmacia de los Ximeno, que pasa por ser de las más antiguas de Castilla.





En el cercano monasterio de la Vid, que fue por los premonstratenses fundados en el remoto Medievo, y ahora ocupado y muy bien cuidado por los agustinos, hicimos primero de todo la obligada refacción monacal, soberbia de sabores y vinos. Luego la visita, del claustro, solemne y silencioso, y de la iglesia que es como catedralicia, entre regia y condal, son escudos enormes de los Zúñiga (a un lado don Fernando, el caballero vigilante, y al otro su hermano, el que fuera obispo y a sí mismo llamado Iñigo López de Mendoza, quizás en homenaje de aquel antepasado suyo, nacido a orillas del Carrión y en las del Henares en Guadalajara venido a morir). 

Cualquier tiempo pasado fue mejor, dicen las viejas consejas. Yo creo, tras este viaje a las Merindades los días 3, 4 y 5 de mayo de 2022, que lo mejor está en lo recién vivido, si gozado y admirado, en buena compaña y sabias explicaciones. Muy aconsejable todo.

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