31 de enero de 2012

Iguazú, el rugido del diablo


Cataratas de Iguazú, en el lado argentino

Antonio Herrera Casado / 1 diciembre 2009

Cuando uno llega a Iguazú y contempla, incrédulo, la grandiosidad y la fuerza que la Naturaleza desarrolla en algunos puntos del planeta, en quien primero se piensa es en Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el extremeño que descubrió aquello para Occidente, el primer europeo que alcanzó a contemplar aquel espectáculo para el que se hace difícil sacar palabras que lo expliquen, sin que a uno le tiemble la voz.


Iguazú es una de las siete maravillas del mundo en sitios naturales. Es un parque natural de más de 100.000 hectáreas, que se extiende sobre dos países, Argentina y Brasil. Desde 1984 es Patrimonio Mundial. Lo forma el río Iguazú, que nace en las húmedas junglas del Brasil, y corre en alturas paralelas a la costa atlántica durante 500 kilómetros, hasta que alcanza una ancha llanura húmeda, extendiéndose empapado por selvas, y cayendo finalmente por unos profundos cortados formando más de ¡MIL! cataratas individuales, alcanzando poco después el cauce del gran Paraná, que llegará mil kilómetros más abajo, llevando el agua de medio continente, a dar en el Océano delante de Buenos aires, en el Río de la Plata. 

Fue en 1542 cuando el viajero español Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el más intrépido y genial de todos los viajeros españoles por el Nuevo Mundo, en su caminar desde la desembocadura del Paraná hacia Asunción en el Paraguay, divisó estas cataratas a las que dio el nombre de “Saltos de Santa María” aunque enseguida se conocieron con el apelativo que los indios guaraníes le daban de y (agua) y guazú (grande): el “agua grande” que maravilló siempre a cuantos lo vieron porque se sale de cualquier dimensión que la mente pueda concebir para un río, para una catarata, para una selva húmeda…


Desde la ventanilla del avión que nos trae a esta tierra, volando desde Buenos Aires, se ve a lo lejos una enorme columna blanca, como si fuera la chimenea de una central energética. Sobre el verde intenso del junglar, el vapor que despide el agua saltando y rompiéndose se alza a cientos de metros de altura. Enseguida rompe a llover. Esta zona del cono sur es impactante para los que venimos de las mesetas secas de Castilla. Todo es agua, todo es humedad, todo es verdor. Aunque hace un calor tórrido y atenazante, cuando menos lo esperas estalla la lluvia como cubos que caen. Y piensas ¿será la catarata que llega hasta aquí? No caben bromas: el sol vuelve a salir, las mariposas como pájaros te rodean, se posan en los hombros, miles de gritos pajariles atruenan la atmósfera.


Las cataratas de Iguazú hay que verlas en dos jornadas. Por lo menos. La primera lo hacemos desde el lado argentino. Como es Parque Nacional, debe utilizarse el sistema de transporte que las autoridades ofrecen, y que aquí es un tren descubierto que transcurre por zonas selváticas hasta las pasarelas que van cruzando los anchos ramales del río alto, llegando al lugar donde el agua se desploma con un estruendo apoteósico, en la llamada “garganta del diablo”, que yo no soy capaz de describir. El nombre lo dice todo. Millones de litros se precipitan, cada segundo, en una altura de doscientos metros, y provocan una continua e intensa lluvia en derredor.
El lado argentino de las cataratas de Iguazú ofrece luego paseos por los bordes del río que baja desde esa garganta. A sus costados, numerosísimas nuevas cascadas se desploman, recogiendo el agua de lo que el río forma realmente, que es una laguna que se precipita. El frente de la catarata, así, tiene varios kilómetros. En eso supera con creces a los demás grandes saltos de agua en el mundo (Niágara, Victoria, etc.)
Con un calor agobiante regresamos en el mismo trenecito a un centro de acogida de turistas donde muchos parecen pedir algo vital: agua, un médico, un ventilador… la Naturaleza en Iguazú es, lo mires por donde lo mires, excesiva. Aquí Dios se ha pasado..

Cataratas de Iguazú, en el lado brasileño

La segunda jornada vamos a Brasil, atravesando un enorme puente sobre el Paraná, registrándonos en la aduana con la paciencia que en estos países hay que echarle a todo trámite burocrático. Enseguida llegamos al Centro de Recepción del Parque, que está limpio, organizado, perfecto, y en el que tomamos el autobús descubierto que nos lleva a ver los saltos brasileños. Una pequeña exposición de fotografías nos muestra como estaba aquel espacio hace cien años, cuando los visitantes tenían que arriesgar su vida, sin paliativos, para ver los saltos en su versión más panorámica. Hoy lo hacemos con comodidad, aunque siempre resguardados con impermeables de la cabeza a los pies, para evitar quedar empapados como sardinas.

Bajando por ascensor y escaleras a los miradores brasileños,  el espectáculo se reproduce, aunque hay que reconocer que aquí la visión es más amplia, se admiran más anchas perspectivas de cataratas, e incluso se consigue ver, al mediodía, espléndido y completo el arco iris sobre la boca de los torrentes.
Los brasileños han sido valientes al instalar pasarelas y miradores delante de los saltos, sobre los despeños del agua, casi volando sobre un mundo acuático. Esto del Iguazú brasileño es también difícil de describir, pero absolutamente recomendable. Cualquier persona, en el mundo, que tenga posibilidad de viajar, y buscar emociones fuertes, rincones inolvidables, debe llegarse a Iguazú, disfrutar con el exceso, con el ruido atronador (ríase Ud. de las tracas valencianas) y con el agua que parece subir desde las profundidades de los cañones, al tiempo que cae de las alturas…

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