4 de octubre de 2023

Redescubriendo Bilbao

 Antonio Herrera Casado |  28 Septiembre 2023

 

Tenían los viajeros muchas ganas de volver a la capital de Vizcaya, una ciudad sumida entre montes, oscura y lenta, que tenían remotamente guardada en sus recuerdos de varias décadas… pero querían volver para ser testigos de su renacimiento, de su apoteosis actual, de la transformación que ha recibido, gracias al entusiasmo de sus habitantes y al buen tino de un hombre, el doctor Iñaki Azkuna, quien durante 15 años fue su alcalde y emprendió una remodelación de la Villa que ha conseguido transformarla en una de las mejores ciudades de España.

El viaje, en medios públicos, no se hace pesado. Desde Guadalajara en autobuses ALSA se llega en poco más de 5 horas. La estación terminal que la llaman Intermodal y es un grandioso edificio de moderna arquitectura y perfecta secuencia funcional, nos recibe una tarde del otoño inicial, con calor y luz a raudales.



El Ayuntamiento de Bilbao


Lo primero que hacemos, es subir al Artxandako Funikularra, que es como llaman los bilbaitarras al ya más que secular funicular que desde el paseo del Volantín sube en cinco minutos al Alto de Artxanda, en la orilla derecha de la ría del Nervión, donde se divisan espectaculares panoramas de la villa y sus alrededores. Enfrente está (aunque muy lejos) el santuario de la patrona, la Virgen de Begoña, y a los pies del espectador se acurruca el Guggenheim, como un bicho raro entre las líneas bien trazadas de la población.

Un rato después, llegamos al Teatro Arriaga, donde en la platea disfrutamos de una estupenda versión de “La Celestina” del maestro Rojas. Un teatro de finales del siglo XX, que hoy está como un pincel, de brillante y de bonito. Imitando al palacio de la Ópera de Madrid, el arquitecto Joaquín Rucoba en 1890 levantó este mausoleo de las Bellas Artes, que hoy da gusto ver tanto por fuera (columnas, estatuas, frisos y moldurajes sin fin, de una elegancia exuberante a lo decimonónico más puro) como por dentro, todo moquetas, terciopelos, purpurinas, y luces que te transportan a un tiempo viejo y elegante.

Después, y corriendo, al templo de la gastronomía del Casco Viejo, “Los Fueros”, donde los viajeros se dan un pequeño homenaje a base de gambas blancas a la plancha, zamburiñas en su jugo y piparras  en tempura, todo ello regado con un buen txakolí recomendado por Ana y Xavi, sus amables regidores.



El puente Zubizuri en la noche


Al segundo día se van los viajeros, andandito por la Gran Vía arriba, hasta la plaza del Museo de Bellas Artes, uno de los más antiguos y mejores de España, que ahora se ve solo en parte porque está recibiendo obras de remodelación. Lo que ven les gusta. Tanto la arquitectura amplia y luminosa, como una muestra selecta de obras “chocantes”, con piezas de la pintura clásica emparejadas con obras abstractas… una breve antológica de “Sorolla en el País Vasco” completa este paseo museístico, que luego va complementado con una comida a base de pinchos en los clásicos restaurantes de la zona de Diputación (“El Globo”, “La Olla”), rematando la tarde con un viaje (clásico pero muy aconsejable) en barco por la ría, que con adecuada guía explicativa nos muestra desde el agua todos los edificios clásicos, y los modernos que van surgiendo, desde el puente de Zubizuri, hasta la punta extrema de la isla de Zorrozaurre, donde va surgir un nuevo Bilbao en próximos años, que deslumbrará aún más a sus visitantes.



Una de las columnas del vestíbulo del Azkuna Zentroa


Después de ello, y tras otro recorrido en el bus turístico, nos acercamos a visitar la antigua Alhóndiga, reconvertida hoy en el Azkuna Zentroa, una propuesta de rehabilitación de un viejo almacén ciudadano en centro cultural. De él (que encontramos algo oscuro y vacío) nos sorprende su gran vestíbulo, en el que casi 50 columnas diferentes se encargan de sostener su techo. En la terraza hay una piscina, y unos arcos que le dan solemnidad, aunque poco uso parece tener, en su conjunto.



Posa el viajero en la terraza del Azkuna Zentroa


El tercer día lo dedican los viajeros, con una compañía turística previamente concertada, a hacer un viaje por la Costa Vizcaína, que incluye en otras tantas paradas, cinco atractivos del paisaje vasco que nadie debería perderse. Vamos primero a Getxo, y allí paramos el bus ante la mole rojiza y grandiosa del “Puente de Vizcaya”, ese famoso “puente colgante, tan elegante” que une las orillas de Portugalete y las Arenas gracias al ingenio de Alberto de Palacio, el ingeniero cuyo busto admiramos ante el monumento. Este puente, que es esencia de Bilbao, aunque está quince kilómetros aguas abajo del centro de la ciudad, está hoy catalogado como “Patrimonio de la Humanidad”, el primero declarado en el País Vasco.

Vamos luego a Butrón, un lugar escondido entre bosques, donde el arquitecto y político Marqués de Cubas mandó construir un castillo “revival” al estilo de los más espectaculares de la Edad Media. Sustituía a una fortaleza anterior de los Butrón, y hoy está cerrado, pero no abandonado: su majestuosa silueta sorprende y emociona, rodeado del intenso verdor de los castaños y robles que le acogen.

Vamos después al mirador que junto al cabo Machichaco se asoma sobre la costa, y desde allí vemos (sin apremios y sin cansancios, a lo lejos) el islote donde asienta la ermita dedicada a San Juan de Gaztelugatxe, y que se une al continente por un puente, y luego puede subirse al templo por un largo ristral de 500 escaleras. La mañan luminosa, y el sol poniéndole brillos al islote/ermita nos deja una huella imborrable.

Es Bermeo el siguiente destino, también en la costa: el pueblo está perfecto, y su plaza del mercado repleta de bares en los que se desayunan gildas con txakolí, al estilo de la tierra. Lo más bonito de este enclave (que es más antiguo que Bilbao, y durante siglos fue la cabeza económica de esta cosa vasca) es su puerto, hoy lleno de barquitas de recreo, pero memorando en su estampa el acopio de bacaladeras de otros tiempos. El hueco de agua y barcos se rodea de un alto y uniforme caserío, teniendo muy buenas vistas desde sus extremos, uno el malecón principal, y otro (que le separa del puerto realmente pesquero) en el que una gran escultura metálica firmada por Nestor Basterrechea nos recuerda esa “ola permanente y brava”, que alude a la fuerza del mar en esta costa: “Bermeo, nire herri maitea, zu zara olatu erraldoi baten indarzorogarria”.

El quinto y último de los destinos, tras admirar las marismas de Urdaibai al pasar por Mundaka, es Guernica, donde a los viajeros su amigo Pascu, guía sabio y amble donde los haya, les explica varias cosas: el bombardeo alemán de 1937 que dejó la ciudad destruida en un 90%, el mural con el cuadro del Gernika de Pablo Picasso a tamaño natural, con los significados (otros más…) que nos da el guía, y la visita a la casa de juntas, esencia de la Historia Vasca, con sus frases, su gran parlamento municipalista, sus vidrieras colosales, y al fin ese roble, ese “Gernikako Arbola” ante el que sentimos emoción porque es la tierra pura, es la Naturaleza, la que marca las horas y los siglos.

La tarde la destinan los viajeros a visitar el Casco Antiguo. Entrando por Bidebarrieta, frente al Teatro, llegamos a la catedral (de Santiago) que se visita con audioguías. Naves, sacristía, claustro… todo limpio, explicado, pero un poco pobre e contenidos. Se ve que los siglos le han dado mucha caña a este templo. Que se complementa a continuación con el de San Antón, de nave única, y curioso retablo con elementos antiguos y contemporáneos unidos. Desde aquí cruzamos al Mercado de la Ribera, obligado punto de atraque, y uno de los mejores espacios gastronómicos de Bilbao, con numerosos puestos de pinchos y degustaciones. El Casco Viejo lo pateamos a modo, cruzando Plaza Nueva, y Plaza de Unamuno. Lástima que tras la iglesia de los Santos Juanes, el Museo Vasco está cerrado (por remodelación). De allí, a descansar al hotel, porque han sido muchos pasos los dados a lo largo de este día.




El Museo de la Fundación Guggenheim, junto a la ría de Bilbao


La cuarta y última jornada la dedicamos al lugar estrella del actual Bilbao, la maravilla arquitectónica de Frank Ghery: el Museo de Arte Contemporáneo de la Fundación Guggenheim, sobre una explanada junto a la ría. Vemos sus estatuas exteriores (el perro Puppy, la araña Maman, de Louise Bourgeois, las esferas de Thall Tree, y la Puerta de los Honorables donde vemos pasear, cuajado en bronce, a Ramón Rubial, que fue lehendakari por estos pagos), y luego en el interior nos dejamos sorprender por su dinámica oferta de espacios, pasarelas y salones, en los que disfrutamos sobre todo con la exposiciones monográficas dedicadas: 1) a la artista japonesa casi centenaria pero todavía activa Yayoi Kusama, y 2) a la obra escultórica de Pablo Picasso, que se ha montado en el 50º aniversario de su muerte. Un gran sabor de boca nos deja esta visita, que es la guinda de este redescubrimiento de Bilbao.

16 de septiembre de 2023

Viaje al Baztán

 Antonio Herrera Casado  |  11 al 15 de septiembre 2023

 

Durante 5 días, el grupo “Arquivolta” ha recorrido Navarra, centrando su interés y visitas detalladas en el Valle Del Baztán, en sus pueblos e instituciones. 

Comenzó todo el lunes 11 de septiembre, viajando en directo hasta Pamplona, donde tras recorrer la plaza del Castilllo y comer estupendamente en la Tasca de Don José, sitio emblemático de la gastronomía navarra, hicimos una visita guiada de la ciudad del Arga, 




El legendario Café Iruña, en Pamplona.



viendo sus calles céntricas, sus edificios bien conservados, la iglesia de San Saturnino (patrono de la ciudad) y el recorrido de los toros en los días de encierros. Pudimos entrar al edificio del Ayuntamiento, admirando los elementos claves del ser pamplonica, y mirando las viejas murallas de la ciudad, para acabar el recorrido en la Catedral, que es monumental, gótica y cuajada de tesoros artísticos, siendo el Museo Catedralicio un ejemplo de sincretismo entre épocas y estilos. La colección de vírgenes navarras, excepcional.



El grupo en el puente sobre el Bidasoa, en Elizondo, ante el Hotel Trinkete.


El día 12 lo dedicamos a recorrer algunos pueblecitos baztaneses, como Irurita y Ziga, entrando aquí a la iglesia de San Lorenzo, monumental parroquia hecha con la piedra rosada de Arizcun, que tan bonitos resultados consigue en toda la arquitectura baztanesa. En esta mañana tomamos contacto con la riqueza arquitectural de las casonas de esta zona de la Alta Navarra: grandes balconadas, ventanas recercadas, y tejados a dos aguas. El trinquete, esencial siempre como juego comunal, en el centro del pueblo.

Seguimos al Señorío de Bertiz, donde visitamos con detalle el palacio, la capilla, y los jardines creados hace un siglo por los Ciga-Fernández. Están en el extremo meridional del gigantesco Parque Natural de Bértiz, un espacio de 2.000 hectáreas donde las hayas, los castaños y los alisos forman un bosque único. Aún tuvimos fuerza para recorrer (en el pequeño autobús de Ramos que nos llevó) el bosque de Orabidea, hasta llegar, en medio de la lluvia incesante, a la Borda Etxebertzeko, donde cominos unas alubias y unas truchas que no se nos quitarán de la memoria. El proyectado paseo por el bosque hasta el Infernuko Errota no pudo hacerse, por la lluvia que no paró un momento. Así se explica el verde intenso del paisaje, su gloria vegetal.



El río Bidasoa, al que aquí llaman Baztán, a su paso por Elizondo.



El día 13 fue destinado a conocer a fondo la villa de Elizondo, capital del valle. Guiados por Gervasio di Cesare, notable genealogista y hombre sabio de aquellos territorios, fuimos conociendo lugares, palacios de indianos y de los muchos hidalgos a los que los reyes castellanos concedieron privilegios por defender la frontera contra Francia. Elizondo es un lugar fantástico, con sus viejas calles soportaladas, pero también con sus barrios nuevos construidos con la pureza de lo autóctono. Es un modo de vida muy distinto al nuestro, calmado y pacífico, muy entroncado con la naturaleza. Allí tuvimos la suerte de estrenar el nuevo edificio hotelero del clásico Trinkete Antxitonea, con un gran frontón de pelota vasca a mano desnuda en el interior del edificio. Por la tarde, nuevo viaje en los alrededores, para visitar Maia/Amaiur, un pequeño pueblo que empieza en su molino, sigue por el arco de entrada y recorre en cuesta una calle central con grandes edificios tradicionales navarros a los lados. En lo alto, los restos de un castillo defensivo en cuyo lugar se ha puesto un monolito conmemorativo. Luego visitamos Erratzu, también denso de palacios y casonas, con el regato sonoro del Bidasoa recién nacido pasando entre las casas, tras bajar de las alturas fronterizas del Izpegui y el Xorroxin. El paso por Arizcun es meramente visual, pero nos da lugar a recordar a don Juan de Goyeneche, ministro que fue de Hacienda con Felipe V, que allí nació, y que en nuestra tierra alcarreña fundó el caserío del Nuevo Baztán y tantas otras iniciativas industriales por las alcarrias de Madrid y Guadalajara.




El grupo ante la Casa Grande de Ziga.


El día 14 jueves lo dedicamos a viajar más al norte aún, a la aldea de Zugarramurdi, tras cruzar el alto paso del Otsondo, y bajar al valle de Urdax que es ya, geográficamente, tierra francesa. Pero en este pueblo de la más alta Navarra podemos ver algo inesperado, y es un Museo dedicado a las Brujas (que supone un encuentro difícil y sanador con la esencia de nuestras creencias y la poderosa fuerza que la Naturaleza desarrolla sobre los humanos) complementado con la visita a las cuevas donde [dicen] en tiempos pasados se reunían las brujas y brujos y hacían sus aquelarres o fiestas de vuelo y ensoñaciones. Espectacular todo, y aún más la comida en la Casa de Graxiana, donde acompañado de buena sidra del país nos sirven un pato guisado que mereció un aplauso.



El grupo de Arquivolta en la escalinata de la iglesia de San Lorenzo en Ziga


Pasamos la tarde en territorio de Francia, en el país vasco-francés al que algunos llaman Iparralde. Allí visitamos Ainhoa, una calle que a ambos lados ofrece antiguas casonas vasconavarras con leyendas talladas, y una bonita iglesia con su cementerio en torno, en el que se ven muchas cruces de laiburu talladas en las tumbas. Después llegamos hasta Espelette / Ezpeleta, donde recorremos sus animadas calles y compramos pimientos dulces, la especialidad del lugar.

El viernes 15, en el regreso a casa, aún pudimos pasar por Artajona, en la Baja Navarra, donde subimos al Cerco, el gran espacio castillero medieval, en cuyo centro se alza, picuda, la iglesia de San Saturnino, ese francés tan santo y querido en toda Navarra. La iglesia nos sorprendió por su portada, su sistema de tejados invertidos para recoger la lluvia, y su buena restauración tras haber sufrido, en el siglo XIX, tantas agresiones por parte de carlistas e isabelinos, que la quemaron a modo. Hoy resplandece, restaurado, lo que quedó de su gran retablo gótico.

Tras ello, y siempre bajo la lluvia otoñal, llegamos a Olite, donde pudimos admirar con detalle el Palacio Real de la monarquía navarra, erigido por el gran Carlos III de Evréux, y que nos lo fue mostrando amable y detallista un guía de nombre Aintz que le puso el entusiasmo que corresponde a la explicación e un edificio que está rehecho por completo, levantado como castillo de hadas sobre las mínimas ruinas en que los avatares de esta violenta y destructiva España lo había dejado. Junto a él la colegiata de Santa María, esta sí espléndida, con su portalada gótica en la que incesantes aparecen las tallas, los santos, los reyes, los mitos y las policromías. Como Olite estaba en fiestas (ahora ya en toda navarra usan para ello la vestimenta pamplonica del traje blanco y los refajos rojos) nos fuimos a comer por Peralta, que tampoco es mal sitio. Y con ello acabamos este viaje, que tanto a la ida como a la venida, por Ágreda nos ofreció el siempre espectacular don de ver el Moncayo en gallardía.



Una galería del palacio real de Olite (Navarra)


22 de junio de 2023

Un largo paseo por Burdeos, junto al Garona

Antonio Herrera Casado  |  12 al 17 de junio 2023

Seis días han bastado para dar un vistazo con profundidad, conocerlos a modo, y ya sentir nostalgia de ellos, dos aspectos de la Francia sur: la ciudad de Burdeos y la región de la Gironda. Un espacio solemne el de la vieja ciudad romana junto al río, y un paisaje limpio y alegre en su torno.

Se llega desde Madrid, en la Iberia Regional (que considera “de los nuestros” a lugares del occidente francés como Burdeos y Nantes) en una hora justa. Y en el hotel Mercure Centre Ville del barrio de Meriadeck nos alojamos para desde allí planificar los avistamientos.


El primero es, por supuesto, el de la propia ciudad. Dicen que hoy Burdeos tiene 385.000 habitantes, pero “aparenta más”, como la gente de postín. Es porque le rodean muchas otras poblaciones que le entornan y suman gente y movimiento que llena el centro. Este es un espléndido lugar de grandes avenidas, fastuosas plazas y espectaculares edificios, todo ello planificado y construido en el siglo XVIII, cuando el rey Luis XVI gobernaba una Francia inmensa y poderosa, pero que tuvo que ser luego, entre 1950 y 1990 que el alcalde Jacques Chaban-Delmas la limpiara, la transformara en una joya urbana como la que es hoy: bien organizada, y limpia. Con un tranvía que llegó por decisión popular para evitar la construcción de un siempre complejo Metro que no ha sido necesario.


En la Plaza de la Bolsa de Burdeos: los espejos del agua.


El paseo a pie por la ciudad, que lleva un día entero con breve descanso tras la comida, nos lleva a admirar sus viejas calles, sus amplias avenidas (especialmente la peatonalizada Avenue de l’Intendance, donde aún recordamos a Goya, que en ella tuvo una casa, donde finalmente murió en 1828, y de quien ha quedado el recuerdo en un medallón que cubre el arco del portal) y sus edificios monumentales. Admiramos las puertas que formaban el acceso al burgo a través de su vieja muralla. Esta ha caido ya, pero las puertas (Caillou, Grosse Clocher, Dijoux, Borgoña, Victoria y otras varias, se mantienen y nos asombran. 


Todo en Burdeos es elegancia y curiosidad. En la plazuela de Camille Julian nos asomamos al viejo cinema “Utopía” y en la plaza vemos restos romanos que recuerdan la longevidad del burgo. También entramos a la catedral, una de las mejores de estilo gótico de Francia, y echamos un vistazo al anejo Hotel Rohan, que fue en su inicio barroco residencia del arzobispo bordelés. Hoy es Ayuntamiento solemne y protegido. También pasamos por el viejo entorno de Saint Michel, admirando su iglesia (parroquial, aunque también parece catedralicia, con su hermoso altar de San José, joya del plateresco francés) y al final admiramos la abadía de Santa Cruz, una iglesia románica en toda regla, con añadidos, pero que muestra el vigor de los peregrinos de Santiago desde la remota Edad Media. En la fachada, cuajada de arcos y esculturas de origen poitevino, nos fijamos especialmente en la arquivolta intermedia de su fachada románica, porque en ella aparecen bien tallados los doce meses del año, con sus tareas rurales, mezcladas con los signos del Zodiaco.


En la Puerta Caillou, en la muralla de Burdeos



En el gran Burdeos no dejamos de admirar la plaza de la Bolsa, y especialmente nos divertimos viendo cómo “el Espejo de Agua” da movimiento a los edificios, que en él se reflejan, echa vapor, deja que los niños se deslicen por él en patinetes y los adolescentes jueguen a ser artistas de cine por un momento. El grupo entero nos fotografiamos, y nos hacemos selfies, junto al espectáculo de este espejo acuático.


Más allá, paseamos la gran plaza de Quinconces, vemos las estatuas de los grandes bordeleses en sus bordes alzados (Montaigne, Montesquieu… falta todavía Mauriac) y evocamos la heroicidad de los girondinos, que murieron bajo el terror del Directorio por defender un sentido de libertad y democracia que finalmente es el que se ha afirmado en Francis. Las fuentes, la columna, los símbolos, las metáforas, una preciosidad de espacio monumental que nos deja asombrados.


En la Ciudad del Vino, de Burdeos



Nuestro guía es un empeñado alternativo que nos lleva a ver algunas cosas curiosas, imprescindibles para entender el Burdeos de hoy: primero vamos al Espacio Darwin, en la orilla derecha del Garona, y allí vemos pintadas a miles, de todo tipo, rodeando edificios que albergan pistas de skates, viviendas de refugiados y boticas de productos ecológicos. Un recuerdo del “No pasarán” de los exiliados españoles que fueron retenidos en ese lugar, el Cuartel Neil, donde tuvieron que construir los hangares para los submarinos de Hitler y Mussolini. Después de comer, en las Halles de Bacalan, frente a la moderna Ciudad del Vino, nos vamos a visitar el espacio alternativo del escultor Jean François Buisson, al que llaman “Les Vivres de l’Art” y en el que este bien señor acumula chatarras de todo tipo que luego domeña con voluntad y mucho tiempo en famosas estatuas. Todo ello rodeando un antiguo bunker de la Guerra Mundial, que ha transformado en cervecería. Como debe ser.


Por las tardes, hemos hecho un buen repaso de la hostelería bordelesa. Porque no hemos faltado a la cita del Meunier en la plaza de los Mártires de la Resistencia, junto a la vieja basílica de San Severino, ni a las birras de “Le Globe” en la esquina de la plaza Gambetta. Pero los mejores ratos los hemos pasado cenando en “O’Condillac” tomando sus famosos pokes, y en la Crepería de Angéle en la calle Bonnac, donde presumen de tener las crépes más grandes y sabrosas del sur de Francia.


En el castillo de la Roquetaillade, en los viñedos girondinos



El viaje por los campos de la Gironda, en pocos días, ha dado para mucho. Primeramente para visitar Libourne, con su urbanismo en forma de bastida clásica, una preciosa plaza mayor cuajada en ese momento por un variado mercadillo, y luego la puerta de Libourne que es un espléndido monumento medieval, sobre la desembocadura del río Lisle en el Dordoña.


Seguimos viaje hasta Saint Emilion, donde hoy lo que prima son las tiendas que venden vinos de su denominación de origen, pero nosotros aprovechamos para ver su contenido medieval, ambientado en un bien montado urbanismo evocador. La iglesia colegial de Saint Emilion nos sorprende, con su arquitectura, pinturas y claustro, pero aún más nos gusta la visita al complejo megalítico que viejos eremitas y hombres santos crearon allí en la Alta Edad Media. Vemos la capilla de la Trinidad, románica, y la Cueva, las Catacumbas y la catedral megalítica, todo junto, una infinidad de espacios tallados en la blanda roca del lugar, y que asombran especialmente con su grandeza, por esa catedral tallada bajo tierra es única en Europa, una sorpresa total.

Comemos en los Claustro de los Cordeliers, que es un viejo monasterio franciscano transformado en Centro Comercial y de Hostelería, una sorpresa a aplaudir, y luego acabamos la ronda del día visitando las bodegas del Chateaux de La Riviére, espectacular sitio en el que sorprenden su viejo castillo al estilo medieval, sus bodegas talladas en la roca a lo largo de kilómetros de galerías, y la cata final de sus sabrosos vinos de Fronsac.


En la duna de Pilat, junto a Arcachon



Otro periplo por la Gironda es el que hacemos para ver y trepar la gran duna de Pilat, de más de 100 metros de altura, que apenas si nos supone un leve esfuerzo, ya que unas escaleras permiten su ascensión a pesar de la arena. Vistas de ensueño, y sorpresa por el espectáculo de una Naturaleza generosa y potente. En Arcachon visitamos la Ville d`Hiver, donde los ricos burgueses franceses pusieron sus hermosas villas para pasar el verano, recordando el lugar donde estuvo el “Casino Moresque” del que hoy solo queda la caseta del guarda, y que nos da idea de la grandiosidad que tendría el edificio principal. Comemos en la calle del general Lattre Tassigny, en La Saison, y nos echamos al cuerpo unas cuantas ostras (con limón) como debe hacerse cuando se viene a Arcachon. La tarde la acabamos dando una vuelta, de dos horas, sobre un barquito por el Bassin d’Arcachon, viendo de lejos la Isla de los Pájaros, que apenas sobresale con sus arenales sobre el agua porque la marea está muy alta, y luego nos asombramos de ver cómo está montada la costa de la península de Cabo Ferret, con miles de lanchas y yates anclados frente a los verdes entornos donde surgen las casas de verano de los famosos.


En el Chateux de La Riviere, en Fronsac



El tercer periplo girondés lo hacemos al sur, visitando primero Saint Macaire, pueblo medieval en el que nos asombra su gran iglesia de San Salvador, de estilo románico gótico, presidiendo un pueblo muy bien conservado. De allí a visitar el castillo de la Roquetaillade, hoy propiedad privada que visitamos gracias a los buenos oficios de nuestro guía, y que nos permite ver la hermosura de un castillo medieval, aislado en medio de los viñedos y recuperado y reinventado por Violet Le Duc en el siglo XIX.


De allí a la episcopal Bazas, junto al riachuelo Beuve, donde tras la comida en el Gastronome, visitamos el pequeño museo municipal que han hecho en un gran edificio comercial de la plaza (una de las más bonitas y auténticas que hemos visitado) y luego la catedral, que fue sede episcopal en la Edad Media, y hoy muestra la grandiosidad del estilo gótico francés en todos sus detalles.


Acabamos la jornada visitando la Bodega de La Tour Blanche, en medio del viñedo bordelés, donde hacemos degustación y recordamos la figura de Daniel “Osiris” Iffla, un magnate de las finanzas y los ferrocarriles españoles, del siglo XIX, que además fue masón destacado, y donó esta bodega fabulosa al Estado francés, que ahora mantiene allí además una Escuela Superior Vitivinícola.


Y todo esto [Burdeos y la Gironda] a una hora de Madrid, y con el asombro de ver un país que va por delante en todo, pero sobre todo hermoso, luminoso y alegre.

19 de marzo de 2023

Viaje a los pueblos barrocos de Córdoba

 Antonio Herrera Casado  |  14 a 16 de marzo 2023


Es muy difícil decir, y aún decidir, cuales son los mejores, los más bonitos pueblos de España. No bastan las titulaciones, oficiales y comerciales: es imprescindible vivirlos y verlos. Por eso, los tres pueblos de la serranía sub-bética de Córdoba que hemos visitado estos días (a saber: Lucena, Cabra y Priego) yo los catalogo entre los mejores de la Península. Aunque haya otros muchos más.

Desde Madrid, y en AVE, los amigos y amigas de Arquivolta nos hemos dirigido a Córdoba, donde nos alojamos en el Hotel “Patios de Córdoba” de la cadena Eurostars, un precioso palacio antiguo en la calle San Fernando, muy bien adecuado. Enseguida, a comer en la Posada de la Corredera, iluminada su fachada y su patio por el sol del mediodía primaveral. Después, la alegría de darle la vuelta a esa plaza espléndida y esplendorosa, –arcos, mercados, balconadas, un leve toque flamenco– y después atravesando la plaza del Potro llegarnos casi corriendo a la mezquita, que visitamos. Una vez más, admirando la grandiosa huella del mejor califato, el de los Omeya, la elegancia de sus miles de columnas, de arcos, de contrastes entre el rojo y el crema. Tenemos la suerte de pasear por las naves de este severo conjunto, y dejar nuestra boca abierta delante del mihrab de su mezquita, de sus brillantes frases en cúficos caracteres, de sus bóveas alambicadas y doradísimas. Después, nos damos una vuelta por la Judería, admirando su breve sinagoga cuadrada, y dándole homenaje a Maimónides en su estatua de bronce manoseado.



Bóvedas del mihrab de la mezquita de Córdoba



Tras los refrescos (en Córdoba, a 14 de marzo, ya pica el sol) y otra caminata de suaves cuestas, llegamos de noche a la plazuela de los Capuchinos, y ante el Cristo de los Faroles no conmovemos, y pensamos que no es en balde, ni por un casual, que generaciones de gentes se hayan emocionado en aquel lugar silencioso y vibrante.

El día 15 lo dedicamos al viaje por la sierra y sus pueblos. Primero llegamos a Lucena, y allí nos espera una guía que nos explica el lugar en alto que fue “Necrópolis de los Judíos”. Un cementerio, descubierto por casualidad, que alberga unas 400 tumbas de gentes que poblaron en siglos pasados este enclave de Sefarad. A Lucena –por algo será– la llaman “La Perla de Sefarad”, y curiosamente no tiene barrio de la Judería: porque todo el pueblo era de judíos. Visitamos el centro de interpretación ubicado en el Palacio de los Torres-Burgos, con sus techumbres de yeso barroco, su pequeño Museo de la Heráldica lucentina, y su fachada señaladamente andaluza. Después nos vamos a la Plaza Nueva, hecha de luz, lugar que fue de mercado y encuentros. En un extremo, el Ayuntamiento moderno, y en el otro, la iglesia dicha de San Mateo, en cuyo interior nos deja boquiabiertos el exuberante y colorido adorno que cubre, en yeso policromado, los muros y las bóvedas del camarín de la Inmaculada, una de las joyas del barroco cordobés. 



La techumbre barroca del camarín de la Inmaculada, en Lucena.



El grupo de viajeros y viajeras al salir de visitar San Mateo en Lucena.


Después visitamos el castillo, que dicen fue levantado por los musulmanes, pero que tiene las trazas absolutas de un castillo cristiano medieval. En su interior, el museíto arqueológico que revela la importancia enorme de Lucena en tiempos viejos, sobre todo en los romanos, pero también visigodos, musulmanes y cristianos. Tras la comida en el Casino de la localidad, nos dirigimos a Cabra, y allí bajo el castillo nos espera el guía que nos sube a ver la plazuela formada entre palacios y almenas, damos una vuelta al Barrio de la Villa, aunque no podemos visitar la iglesia de la Asución, a la que llaman “la mezquita barroca” porque el párroco no la abre por las tardes. Pudimos beber agua de la fuente de enfrente, la cual nos supo a glorua. Y la tranquilidad de saber que a los de Cabra, desde tiempos antiguos, los llaman “egabrenses”, y así se entienden.
Después andamos (subiendo y bajando, porque todo el pueblo es muy montuoso) por el barrio de la Cuesta, encantador conjunto urbano en el que vemos la Fuente del Avellano, las placitas con ermitas, palacetes y arcos, terminando en la plaza central tomando un refresco que ayude a bajar el bacalao de la comida.

El regreso a Córdoba es reconfortante –cansados como vamos– y el Córdoba nos espera un paseo por el centro, (la plaza de las Tendillas, animada al inicio de la noche primaveral, y la calle del Conde de Gómara), mientras el surtidor central le da vida a la estatua del Gran Capitán, que se ha salvado de tantas quemas… la cena es en Casa Linares (ajo blanco, tortilla paisana, berenjenas con miel…) un sitio emblemático e imprescindible, al que volveremos.

El día 16 lo dedicamos a la visita de Priego de Córdoba, también en alto y entre montes serranos. El pueblo es una joya, y mejor que va a quedar, porque a la calle principal la están dando un tratamiento muy adecuado y tendrá uso peatonal solamente. Se trata de la Calle del Río, un largo pasaje ancho y abierto, escoltados de viejos palacios, templos y casas modernistas, que zigzaguea porque en su interior lleva el curso de un río, al que sigue en trazado. Al final nos encontramos con la sorpresa de Priego, la gran Fuente del Rey, un plazal enorme que se escolta de palmeras, casas y murallas, y en su centro un viejo monumento del que surge agua por todas partes y a través de más de cien caños va formado estanques en escaleras, dejando un bien sabor a los viajeros, que no se lo esperaban.



Interior de la iglesia de la Aurora, en Priego de Córdoba.



Visitamos después algunos de los elementos barrocos más llamativos del pueblo. Por ejemplo, la iglesia que fue del convento de San Francisco. De una sola nave, los techos de yeso blanco, arrebatadamente prolijos, y los retablos excesivos, como el de la capilla Jesús el Nazareno, que tiene como tres partes articuladas, y lo firmó Santaella. El templo está cuajado de recuerdos, placas, escudos, imágenes procesionales, etc. Una Andalucía exuberante y en estado puro. Vamos luego a las Carnicerías Reales, donde antiguamente se mataban y despiezaban las reses que servían de alimentos a los habitantes de Priego. Su fachada manierista, su patio severo, y su escalera de caracol que baja al sótano, son elementos que nos sorprenden. Como luego lo hace la iglesia de la Aurora, una ermita en el centro, de preciosa fachada y torre, que en su interior guarda otra de las sorpresas de este arte barroco andaluz, hecho con filigranas de yeso, pintura y monumentalidad casi asfixiante. Lástima que no pudimos ver el sagrario de la Asunción, porque en ese momento había un funeral, y no dejaban verlo… ¡Otra vez será!

Tras la comida, tomando el bus en la plaza recoleta del Ayuntamiento, donde nos dejaron ver las maquetas de los muchos edificios artísticos que alberga el pueblo, nos volvimos a Córdoba, para tomar el AVE y volver a Madrid, casi en un suspiro. Un viaje “alucinante” porque todo en él ha sido luz, color y amontillado.

26 de febrero de 2023

De Ramales a los Carros, por el viejo Madrid

 


Antonio Herrera Casado  |  25 febrero 2023


Después de visitar la exposición (sorprendente y rompedora) de Joaquín Sorolla en el Palacio Real de Madrid, en el centenario de la muerte del pintor valenciano, los viajeros se disponen a recorrer el viejo Madrid medieval de la mano de quien bien lo conoce, Maribel Llamas.



Las viajeras, al salir de ver la Expo Sorolla
ante la fachada del Palacio Real de Madrid.


Partimos de Bailén, cuajada de turistas “entre lo rubio y lo moreno”, y subimos a la plaza de Ramales. Aquí estuvo la iglesia de San Juan, cuyo perímetro se refleja en el suelo, y en ella tuvo su tumba (prestada, en todo caso, por su amigo Gaspar de Fuensalida) el pintor Velázquez, hasta que en los inicios del siglo XIX, y por decisión del rey José I Bonaparte, la iglesia se echó abajo y de Velázquez solo quedó el recuerdo, y una columna monolítica que en hoy en el centro de esta plaza recuerda al príncipe de la pintura española. La tumba desapareció, pero el cadáver no: alguien lo llevó a otra parte, donde permanece enterrado. Pero esto ya es motivo del “continuará”, porque se sabe donde volvió a enterrarse y pronto se hará público.

En la plaza de Ramales, ocupado su solemne esquina meridional, está el que fue palacio del secretario real don Ruy de Silva, casado con Ana de Mendoza y La Cerda, príncipes ambos de Éboli, y duques de Pastrana. En esta casa vivieron, felices, teniendo cada año de su matrimonio un nuevo hijo. Luego todo se desbarató, porque ella se enamoró del otro secretario real (picaba alto) Antonio Pérez, y el rey Felipe a ella condenó al emparedamiento en su casona de Pastrana y a él al exilio irresoluto en Francia.

Seguimos adelante por la calle de Santiago, y vemos por fuera esta iglesia, en su plaza mandando con su silueta: Santiago, sede de caballeros y devociones.

Bajamos luego hacia San Nicolás, donde admiramos la torre que fue en sus inicios alminar de la torre de los almuecines de una vieja mezquita. La iglesia, en la que se enterró don Juan de Herrera, el gran arquitecto real, permanece cerrada los más días del año.



La torre de la iglesia de San Nicolás,
con decoración de estilo mudéjar.


Y arribamos a la calle mayor, tras bajar la cuesta de San Nicolás, dando de frente con la iglesia sacramental o catedral de las Fuerzas Armadas, donde se suelen casar todo los que pertenecen o tienen aprecio al Ejército. Enseguida, a la derecha, nos encontramos la casa desde donde Mateo Morral tiró el 31 de mayo de 1906 su bomba perfecta, envuelta en un ramo de flores, sobre la comitiva del casorio real de don Alfonso [XIII] y doña Victoria Eugenia de Battenberg. Isabel nos mostró la ventana del cuarto piso, segundo balcón empezando por la derecha, desde donde el anarquista tiró su bomba, consiguiendo matar a buen número de espectadores, soldaditos y demás gente del vulgo, pero no a los reyes.



Casa Ciriaco, el mejor cocido madrileño


En la planta baja, brillante en la acera, vemos “Casa Ciriaco”, y no me resisto a fotografiarla, porque es la tasca perfecta, de color y dimensiones. Donde, además, hacen uno de los mejores cocidos madrileños de la corte.

Pasamos ante el monumental edificio palacio del duque de Uceda, hoy destinado, mitad a Capitanía General, y mitad a Consejo de Estado. Solemne, con escudos, rejas, muy español todo, y por su costado bajamos hacia el puente del Viaducto, que vemos a contraluz, porque la tarde de invierno ya cae, el aire se enfría, y las sombras se hacen tenebrosas y cargadas de misterio. Recordamos a tantos y tantos suicidas que solucionaron sus problemas colando desde lo alto del puente, al duro asfalto de la calle Segovia.



El viaducto sobre la calle Segovia, en Madrid
[fotografía de Teresa Rodríguez]

Antes de llegar a ella nos desviamos viendo el edificio que era escuela del señor López de Hoyos, maestro de Miguel de Cervantes. Una placa en penumbra recuerda el hecho de haber sido allí donde el “El Príncipe de los Ingenios” aprendió a leer, escribir, y pensar. Bajando más arribamos a la plazuela de la Cruz Verde, que tiene ahora una monumental fuente barroca, puesta sobre el lugar donde, vieja y verde cruz de madera, ajusticiaban a los condenados por la Inquisición por herejes y despistados.

Cruzamos la calle de Segovia, que era eje de entrada a la villa desde el valle del Manzanares, tras cruzar el puente de su mismo nombre, y subimos [ya mermados de fuerzas] por la costanilla de San Andrés, viendo por fuera las tapias de los Jardines de Anglona, y asomándonos a ellos por la puertecilla enrejada: se aspira en la noche (aparte del aire frío madrileño) algún tufillo a arrallanes y magnolios, pero poca cosa porque es invierno. En verano habrá que volver a este rincón del Madrid eterno. Y luego por la calle del príncipe de Anglona nos dirigimos a la iglesia de San Pedro el Viejo, donde es continuo el trasiego de gentes para venerar, subiendo una rampa que permite acariciarle las espaldas, al Jesús el Pobre, que andaba vestido con túnica de terciopelo bermellón, muy puesto.

Abordamos luego la plaza de la Paja, solemne, en cuesta, con su pavimento enarenado, y Maribel nos explica como aquí traían los carros cargados de paja para pagar los impuestos a señores y eclesiásticos. En sus bordes hay palacios y en lo alto la iglesia de San Andrés, en cuyo interior (hoy también cerrado) las monjitas de la Communauté de l’Agneau (o Hermanas del Cordero, como por aquí las llaman) cuidan del enterramiento soberbio del Obispo don Gutierre de Vargas y Carvajal, que talló Giralde “el grande”. Lástima no poder ver esa capilla, que es lo más espectacular del arte renacentista en Madrid.

Descansamos finalmente, un grupo al dulce, y otro al salado, por la plaza de los Carros y San Andrés. Gigantesco Madrid que aporta comida, merienda y bebida generosa a todos. Por la calle de los Mancebos volvemos bajando a Bailén, no si admirar de paso la calle de la Morería… un viaje inolvidable, sin duda, que siempre puede y debe repetirse.

25 de septiembre de 2022

Viaje a la Ribera del Miño, por Orense y Lugo


Antonio Herrera Casado  |  23 septiembre 2022

 

La intención era ver parajes, edificios y testimonios palpitantes de esa Galicia profunda, escondida y silenciosa, en la que aún palpita el Medievo, y los saberes ilustrados de sus frailes por bosquedas y vallejos. Veinte personas, ya veteranas, dirigidas por Maribel Llamas, que dirige la asociación Arquivolta, nos decidimos a hacer el viaje, que ahora es fácil en su arribo porque los AVE desde Madrid a Orense tardan solamente dos horas de puntualidad y limpieza.

Alojados durante varios días en el Hotel “Augas Santas” de la empresa Iberik, en medio de los robledales del entorno sur de Monforte de Lemos, muy cerca del monasterio cisterciense de Ferreira de Pantón, pudimos probar las aguas (milagrosas para unos y medicinales para los más) que salen con olor a huevos podridos de una fuente que nace a 500 metros del hotel.

La primera actividad fue un viaje por el río Miño, tomando un barco en el que se aposentaban 50 personas, y que desde el embarcadero de Belesar nos fue bajando hasta llegar a la isla de Maiorga, donde dio la vuelta, y pudimos, como a la ida, disfrutar de los verdes ribereños, de los viñedos colgantes, de las aldeas aupadas en lo alto de los montes. La tarde era tranquila, seca, luminosa y suave.



El coro bajo de la iglesia del monasterio de Celanova


El viaje siguiente lo hicimos a Celanova, el gran monasterio que tras la Desamortización quedó para el pueblo. En él se ha instalado el Ayuntamiento, el Instituto, y otros organismos, pero la fuerza del arte de su claustro barroco, coronado de valientes gárgolas, los santos en las ménsulas y las arquerías poderosas, dan paso a la joya de Celanova, que es la iglesia, una construcción de planta cruciforme con el testero cargado por un impresionante retablo barroco, y dos coros: el inferior, a nivel de templo, es uno de los más completos y densos de España, con figuras de santos benedictinos, e imágenes de escenas de la Orden, y otro superior, a nivel de coro, con tallas góticas. Todo ello muy bien cuidado, bien explicado. Una sorpresa. Aunque quizás lo mejor está al final, en el patio trasero del convento, donde se alza, minúscula, la capilla de San Miguel, una construcción de orden mozárabe, de origen visigodo, con tres estancias y sendas cúpulas, más un arco de herradura que separa los ámbitos.


La capilla de San Miguel en el monasterio de Celanova, Orense


Nos lleva Toño a una bodega rural, perdida en los montes del entorno de Ribadavia, donde nos dan a degustar empanada y vino blanco ribeiro “Divino Rei” que dado el calor del mediodía gallego nos sabe a gloria. Después, a comer en Ribadavia, productos de la tierra, abundantes y sabrosos, y luego visita por lapoblación, en la que nos sorprende su judería, muy bien ambientada, y la iglesia románica de San Juan, otro de los puntales del arte medieval gallego.

La jornada acaba en Oseira, donde visitamos el monasterio, que tiene tres claustros uno de ellos con una fuente que funciona y tiene medallones en lo alto, y otro el más grande, que es impresionante. En todo se ve el cuidado que la Xunta ha puesto en recuperar este testigo de la Edad Media, y del que resalta, aparte de otras cosas, la Sala Capitular, joya arquitectónica en la que sus columnas retorcidas nos dejan admirados. Como la gran cúpula plana que sustenta el coro. Todo en Oseira son sorpresas, y nos quedamos con un buen sabor de esta visita.



La Sala Capitular del monasterio de Oseira, Orense


El miércoles 21 nos dirijimos por la mañana a Monforte, donde visitamos la gran Torre del Homenaje de su antiguo castillo, fortaleza levantada por la poderosa familia Castro, y visitamos al detalle el viejo monasterio de San Agustín, hoy dedicado a Parador Nacional. Seguimos visita al cercano Pazo de Tor, que se mantiene intacto tal como fue hace siglos, y está decorado con muebles, y adornos, muchos cuadros, y elementos de la vida diaria, de siglos pasados, siendo muy interesante, tanto sus jardines como el propio Pazo.

Por la tarde nos dedicamos a visitar Monforte de Lemos, gran población (es la mayor de la provincia, tras la capital) en la que destaca la monumentalidad del Colegio o Complejo Educativo de Nuestra Señora de la Antigua, hoy colegio de Escolapios, que fue la gran fundación del príncipe del Renacimiento don Rodrigo de Castro, cardenal de esa familia que intentó ser Papa, y que al final (como todos) murió y fue enterrada tras su estatua de bronce puesta en el presbiterio de la iglesia. De este edificio, al que con justicia se le llama “el Escorial de Galicia” nos maravilla su construcción totalmente tallada en roca granítica, su fachada inmensa, su gran patio con escudos, su iglesia solemne, su escalera volada. Todo es admirable, y nos sorprende.





El claustro del monasterio de los Escolapios en Monforte de Lemos


Seguimos viaje luego por la Galicia profunda, hasta Gundivós, donde estaba previsto conocer la forma primitiva de hacer alfarería, pero la enfermedad de un familiar del artesano nos impide disfrutar de esta visita, y nos volvemos al hotel, donde siempre acabamos la jornada picando cosas de comer en la agradable terraza de su frontal boscoso.

El jueves día 22 nos dirigimos en autobús directamente a la población de Santa Eulalia de Bóveda, cercana a Lugo, donde visitamos el monumento singular que allí yace semiolvidado. Es una estancia primitiva, de origen romano, que no se sabe a ciencia cierta para qué sirvió. Ocupada luego por gentes visigodas, finalmente se le colocó encima una ermita, y precisamente la Bóveda que le da nombre es lo que falta, porque fue derribada en tiempos medievales. De lo que queda, llama la atención la profunda estancia, las columnas y capiteles romanos, la piscina central, las pinturas de aves en lo que queda de bóveda, etc. El pueblecito, en la Terra Chá (la Tierra Llana lucense) muestra detalles evocadores con sus hórreos, callejas yerbosas, y un cementerio en el que las tumbas contienen restos de “Casas”, y “Familias”…

Visitamos Lugo durante un par de horas, y sacamos la conclusión de su importancia en época romana, a tenor de sus grandes murallas oscuras hechas con pizarra. El interior del burgo es pequeño, pero muy bien cuidado, con calles estrechas, la Plaa del Campo, la Mayor con su Ayuntamiento, y una pastelería famosa (La Madarra) frente a la estatua de Castelao. Envidia da ver como la ciudad honra a sus poetas antiguos, con estatuas, placas, nombres de calles. Y es que Galicia, tan poética en todo, da como por espontánea generación poetas y soñadores.

Luego vamos, como estaba previsto, al Mazo de Santa Comba, un lugar también apartado, junto al río Chamoso, donde vemos las antiguas instalaciones de una fragua, molinos de agua, Mazo pilón, sierra de agua, etc.. y volvemos a comer (para no pderder la costumbre) productor típicos de la tierra, incluido un “pulpo a feira” que nos obligó a repetir, y a repetir…

La tarde dedicamos a visitar Samos, su monasterio, uno de los lugares claves del Camino de Santiago. Con su portada solemne (aunque le faltan las torres) y su interior grandioso, que nos explica un monje benedictino que con su rimar monótono nos transporta a siglos pasados, sobre todo mirando las pinturas con las que diversos pintores modernos han ilustrado los muros de su claustro, en cuyo centro saluda pétreo el perfil sabio del padre Feijóo, que allí vivió luengos años.


El grupo posando ante la fachada del monasterio de Samos.

El grupo posando ante la fachada del monasterio de Samos.


El viernes 23 se dedica a la visita de la iglesia románica de Xunqueira de Anvía, y luego un recorrido por la medieval villa de Allariz, donde también quedan expresivos restos del románico litúrgico, puentes, judería y el recuerdo de sus encierros de toros, de lo cual, aunque ya lo conozco, no puedo más decir porque no pude participar en esta visita, dado que tuve que salir pitando para Guadalajara, por mor de otras obligaciones que me cayeron llovidas del cielo.

27 de mayo de 2022

Viaje a San Clemente y Belmonte, en Cuenca

 Antonio Herrera Casado  |  25 Mayo 2022

 

Por la Mancha palaciega: de San Clemente a Belmonte

 

Escribir sobre lo que se ve supone un refuerzo de la memoria, porque si lo que vemos nos impacta y emociona, corre el riesgo de evaporarse entre los vericuetos del cerebro, que día a día se empequeñece e involuciona. Así queda negro sobre lo blanco lo recorrido, lo vivido, lo visto y oído.

Muy de mañana salimos un grupo de 20 socios y socias de “Arquivolta” y nos dirigimos, atravesando la Mancha de Tarancón y Uclás, hacia la llanada de San Clemente, donde paramos y pasamos casi el día entero, porque para eso y mucho más da el lugar regado por el río Rus, de donde partió don Clemente Pérez de Rus a poblar y conquistar lugares.

El poblachón de casi 7.000 habitantes tiene hoy el título de ciudad. Es una de las poblaciones más grandes de la comarca de la Mancha, en la provincia de Cuenca, y debe su fama al recorrido agrícola de su entorno: un término enorme de 277 kilómetros cuadrados, en el que caben los cereales, los viñedos y los bosques. Así fue desde la Antigüedad, y por ello se pobló siempre, con la merced de los señores reyes, de hidalgos y adinerados propietarios que pusieron el centro de su vida en los palacios que construyeron. De los casi 70 hidalgos contabilizados en la historia, unos 30 de ellos construyeron palacio residencial, de tal modo que hoy quedan vestigios de esos edificios, constituyendo un núcleo muy denso de arquitectura civil, lo que llevó a ser declarada la ciudad como Conjunto Histórico Artístico en 1980.



Al llegar nos vamos derechos a la Plaza Mayor, que es un ejemplo de urbanismo meditado y solemne. En su centro se alza, como aislada, la iglesia parroquial de Santiago, que luce una talla del patrón de los caminantes en lo alto de su puerta meridional. La visitamos primero, y admiramos sus dimensiones, su equilibrado interior, la cruz de término tallada sobre alabastro que en la capilla del Pilar se exhibe, gótica isabelina. Luego nos dirigimos al viejo Ayuntamiento, que nos deslumbra con su fachada, de dos galerías superpuestas, y un friso en el que catorce medallones luciendo figuras antropomorfas parece lanzar un mensaje claro y permanente, que los tiempos actuales no permiten entenderlo, escucharlo: habrá que ahondar en el sentido metafórico, iconográfico y aleccionador de esas figuras combinadas.
El interior, muy bien restaurado, y BIC desde 1992, está dedicado a Museo de arte, como una de las sedes de la Fundación “Antonio Pérez”, mostrando valiosas piezas del arte contemporñaneo, mientras en la planta baja Pedro María Asensio ofrecía sus estudios sobre la “Anatomía de la Sombra”. 





Seguimos dando la vuelta a la plaza, y vemos los palacios que la forman, más el viejo edificio de la Inquisición, la Cárcel, un antiguo Corral de Comedias, el pósito de los cereales, y la Audiencia real (que hoy funciona como Ayuntamiento). Entre medias se alza el “Arco Romano” que llaman, y que es barroco, pero muy florido, muy lleno de volutas y muy soberbio mostrando el escudo del municipio. Al final comemos en la Casa Jacinto que ocupa un ángulo de esa gran plaza. Un lugar recomendable, entrañable, y de buena cocina.

Pero la visita a San Clemente continúa, recorriendo calles que se caminan sin esfuerzo, porque todo el ámbito es plano, y así vemos primero la “Torre Vieja”, una antiguo torreón medieval almenado que sirvió de vigía, y enfrente el palacio de los marqueses de Valdeguerrero, espléndida construcción barroca. Seguimos admirando portadas, escudos, dinteles, balconadas, que en el barrio oriental del pueblo se transforman en conventos (las trinitarias, las carmelitas, los franciscanos, las clarisas...), y aún después, y ya a la salida, nos admiramos de ver la fachada (que es casi lo único que queda) del Colegio de Jesuitas, que primero pusieron en el dintel el escudo real de Carlos III, y luego este les expulsó del país, por meterse en demasiados jardines. Lo cierto es que San Clemente admira al viajero por su limpio y cuidado aspecto, por su elegante y bien trazado urbanismo en el que apetece vivir, y por lo vivo que se ve todo, el pueblo entero, con gente por todas partes, comercios abiertos, bulla y dinamismo. Además, todos los monumentos están abiertos, un miércoles por la mañana, y al viajero se le permite entrar y salir, fotografiar y disfrutar, y sin pagar dinero…. Un sueño, San Clemente.


La tarde la dedicamos a visitar Belmonte, que no está lejos, aunque nuestro autobús sufrió un “despiste” y nos tuvo más de hora y media vadeando campos y cruces, para empaparnos más aún de esta Mancha verde y sonora en primavera. Llegamos a lo alto del castillo, y primero de todo, y a nuestro aire, visitamos esta fortaleza que cuenta entre las más espléndidas de Castilla: propiedad primero de don Juan Manuel, luego de los Pacheco, y al final de los Alba. Lo construyó Juan Guas, esmerándose en hacer un castillo potente y defensivo aunado con las comodidades de un palacio renacentista. Al final, en la segunda mitad del siglo XIX, su propietaria doña Eugenia de Montijo, ya ex emperatriz de Francia, lo hizo arreglar y en sus salones y camaranchones vivió algunos años. De entonces le queda ese asombro romántico de techumbres, maderas y sillonazos, mezclados a los detalles góticos del último Medievo.





Más tarde (el día a finales de mayo es largo y generoso en luces) penetramos en la población por la puerta de Chinchilla, por la que hace algunos, muchos, años penetraron los Reyes Católicos en su viaje desde Alicante hacia Burgos. Vemos la gran plaza del Pilar donde la Fuente Grande evoca días de mulas y trajinantes, de mercados y risas. Luego todo es cuesta arriba: el palacio de los Moreno Baíllo, bien recuperado, y más allá la plaza mayor, con el Ayuntamiento, el recuerdo del arquitecto Sureda, y el busto en bronce de fray Luis de León, hijo exaltado del pueblo. Sigue la subida, viendo palacetes, caserones, muchas rejas de bien trabajado hierro, conventos, y al final llegamos a la Colegiata de San Bartolomé, que a pesar de la hora aún se mantiene abierta, y en ella disfrutamos admirando rejas, retablos, bóvedas, enterramientos solemnes, y, sobre todo, el coro con su sillería tallada en el siglo XV por los hermanos Cueman, y que pasa por ser una de las más antiguas de España. Desde luego, que, sin duda, es una de las más curiosas y desconocidas. La amabilidad de su párroco, don Emilio de la Fuente, nos permitió saborear sus detalles, aprender Historia Sagrada, y hacer fotos de frente y de costado. Todo un lujo que hay que agradecer aquí, públicamente, porque vino a demostrar el espíritu generoso de quienes cuidan de la Iglesia y sus edificios en los pequeños pueblos de España.





Vuelta al autobús, saliendo ahora del pueblo por la puerta del Almudí (Belmonte está rodeada por completo de murallas, con su castillo en una esquina, y su colegiata en otra…) y recordando ya siempre, y con agrado, este viaje primaveral de “Arquivolta” que nos ha permitido, una vez más, disfrutar de nuestra tierra, de su patrimonio, de sus gentes.


Antonio Herrera Casado