4 de octubre de 2023

Redescubriendo Bilbao

 Antonio Herrera Casado |  28 Septiembre 2023

 

Tenían los viajeros muchas ganas de volver a la capital de Vizcaya, una ciudad sumida entre montes, oscura y lenta, que tenían remotamente guardada en sus recuerdos de varias décadas… pero querían volver para ser testigos de su renacimiento, de su apoteosis actual, de la transformación que ha recibido, gracias al entusiasmo de sus habitantes y al buen tino de un hombre, el doctor Iñaki Azkuna, quien durante 15 años fue su alcalde y emprendió una remodelación de la Villa que ha conseguido transformarla en una de las mejores ciudades de España.

El viaje, en medios públicos, no se hace pesado. Desde Guadalajara en autobuses ALSA se llega en poco más de 5 horas. La estación terminal que la llaman Intermodal y es un grandioso edificio de moderna arquitectura y perfecta secuencia funcional, nos recibe una tarde del otoño inicial, con calor y luz a raudales.



El Ayuntamiento de Bilbao


Lo primero que hacemos, es subir al Artxandako Funikularra, que es como llaman los bilbaitarras al ya más que secular funicular que desde el paseo del Volantín sube en cinco minutos al Alto de Artxanda, en la orilla derecha de la ría del Nervión, donde se divisan espectaculares panoramas de la villa y sus alrededores. Enfrente está (aunque muy lejos) el santuario de la patrona, la Virgen de Begoña, y a los pies del espectador se acurruca el Guggenheim, como un bicho raro entre las líneas bien trazadas de la población.

Un rato después, llegamos al Teatro Arriaga, donde en la platea disfrutamos de una estupenda versión de “La Celestina” del maestro Rojas. Un teatro de finales del siglo XX, que hoy está como un pincel, de brillante y de bonito. Imitando al palacio de la Ópera de Madrid, el arquitecto Joaquín Rucoba en 1890 levantó este mausoleo de las Bellas Artes, que hoy da gusto ver tanto por fuera (columnas, estatuas, frisos y moldurajes sin fin, de una elegancia exuberante a lo decimonónico más puro) como por dentro, todo moquetas, terciopelos, purpurinas, y luces que te transportan a un tiempo viejo y elegante.

Después, y corriendo, al templo de la gastronomía del Casco Viejo, “Los Fueros”, donde los viajeros se dan un pequeño homenaje a base de gambas blancas a la plancha, zamburiñas en su jugo y piparras  en tempura, todo ello regado con un buen txakolí recomendado por Ana y Xavi, sus amables regidores.



El puente Zubizuri en la noche


Al segundo día se van los viajeros, andandito por la Gran Vía arriba, hasta la plaza del Museo de Bellas Artes, uno de los más antiguos y mejores de España, que ahora se ve solo en parte porque está recibiendo obras de remodelación. Lo que ven les gusta. Tanto la arquitectura amplia y luminosa, como una muestra selecta de obras “chocantes”, con piezas de la pintura clásica emparejadas con obras abstractas… una breve antológica de “Sorolla en el País Vasco” completa este paseo museístico, que luego va complementado con una comida a base de pinchos en los clásicos restaurantes de la zona de Diputación (“El Globo”, “La Olla”), rematando la tarde con un viaje (clásico pero muy aconsejable) en barco por la ría, que con adecuada guía explicativa nos muestra desde el agua todos los edificios clásicos, y los modernos que van surgiendo, desde el puente de Zubizuri, hasta la punta extrema de la isla de Zorrozaurre, donde va surgir un nuevo Bilbao en próximos años, que deslumbrará aún más a sus visitantes.



Una de las columnas del vestíbulo del Azkuna Zentroa


Después de ello, y tras otro recorrido en el bus turístico, nos acercamos a visitar la antigua Alhóndiga, reconvertida hoy en el Azkuna Zentroa, una propuesta de rehabilitación de un viejo almacén ciudadano en centro cultural. De él (que encontramos algo oscuro y vacío) nos sorprende su gran vestíbulo, en el que casi 50 columnas diferentes se encargan de sostener su techo. En la terraza hay una piscina, y unos arcos que le dan solemnidad, aunque poco uso parece tener, en su conjunto.



Posa el viajero en la terraza del Azkuna Zentroa


El tercer día lo dedican los viajeros, con una compañía turística previamente concertada, a hacer un viaje por la Costa Vizcaína, que incluye en otras tantas paradas, cinco atractivos del paisaje vasco que nadie debería perderse. Vamos primero a Getxo, y allí paramos el bus ante la mole rojiza y grandiosa del “Puente de Vizcaya”, ese famoso “puente colgante, tan elegante” que une las orillas de Portugalete y las Arenas gracias al ingenio de Alberto de Palacio, el ingeniero cuyo busto admiramos ante el monumento. Este puente, que es esencia de Bilbao, aunque está quince kilómetros aguas abajo del centro de la ciudad, está hoy catalogado como “Patrimonio de la Humanidad”, el primero declarado en el País Vasco.

Vamos luego a Butrón, un lugar escondido entre bosques, donde el arquitecto y político Marqués de Cubas mandó construir un castillo “revival” al estilo de los más espectaculares de la Edad Media. Sustituía a una fortaleza anterior de los Butrón, y hoy está cerrado, pero no abandonado: su majestuosa silueta sorprende y emociona, rodeado del intenso verdor de los castaños y robles que le acogen.

Vamos después al mirador que junto al cabo Machichaco se asoma sobre la costa, y desde allí vemos (sin apremios y sin cansancios, a lo lejos) el islote donde asienta la ermita dedicada a San Juan de Gaztelugatxe, y que se une al continente por un puente, y luego puede subirse al templo por un largo ristral de 500 escaleras. La mañan luminosa, y el sol poniéndole brillos al islote/ermita nos deja una huella imborrable.

Es Bermeo el siguiente destino, también en la costa: el pueblo está perfecto, y su plaza del mercado repleta de bares en los que se desayunan gildas con txakolí, al estilo de la tierra. Lo más bonito de este enclave (que es más antiguo que Bilbao, y durante siglos fue la cabeza económica de esta cosa vasca) es su puerto, hoy lleno de barquitas de recreo, pero memorando en su estampa el acopio de bacaladeras de otros tiempos. El hueco de agua y barcos se rodea de un alto y uniforme caserío, teniendo muy buenas vistas desde sus extremos, uno el malecón principal, y otro (que le separa del puerto realmente pesquero) en el que una gran escultura metálica firmada por Nestor Basterrechea nos recuerda esa “ola permanente y brava”, que alude a la fuerza del mar en esta costa: “Bermeo, nire herri maitea, zu zara olatu erraldoi baten indarzorogarria”.

El quinto y último de los destinos, tras admirar las marismas de Urdaibai al pasar por Mundaka, es Guernica, donde a los viajeros su amigo Pascu, guía sabio y amble donde los haya, les explica varias cosas: el bombardeo alemán de 1937 que dejó la ciudad destruida en un 90%, el mural con el cuadro del Gernika de Pablo Picasso a tamaño natural, con los significados (otros más…) que nos da el guía, y la visita a la casa de juntas, esencia de la Historia Vasca, con sus frases, su gran parlamento municipalista, sus vidrieras colosales, y al fin ese roble, ese “Gernikako Arbola” ante el que sentimos emoción porque es la tierra pura, es la Naturaleza, la que marca las horas y los siglos.

La tarde la destinan los viajeros a visitar el Casco Antiguo. Entrando por Bidebarrieta, frente al Teatro, llegamos a la catedral (de Santiago) que se visita con audioguías. Naves, sacristía, claustro… todo limpio, explicado, pero un poco pobre e contenidos. Se ve que los siglos le han dado mucha caña a este templo. Que se complementa a continuación con el de San Antón, de nave única, y curioso retablo con elementos antiguos y contemporáneos unidos. Desde aquí cruzamos al Mercado de la Ribera, obligado punto de atraque, y uno de los mejores espacios gastronómicos de Bilbao, con numerosos puestos de pinchos y degustaciones. El Casco Viejo lo pateamos a modo, cruzando Plaza Nueva, y Plaza de Unamuno. Lástima que tras la iglesia de los Santos Juanes, el Museo Vasco está cerrado (por remodelación). De allí, a descansar al hotel, porque han sido muchos pasos los dados a lo largo de este día.




El Museo de la Fundación Guggenheim, junto a la ría de Bilbao


La cuarta y última jornada la dedicamos al lugar estrella del actual Bilbao, la maravilla arquitectónica de Frank Ghery: el Museo de Arte Contemporáneo de la Fundación Guggenheim, sobre una explanada junto a la ría. Vemos sus estatuas exteriores (el perro Puppy, la araña Maman, de Louise Bourgeois, las esferas de Thall Tree, y la Puerta de los Honorables donde vemos pasear, cuajado en bronce, a Ramón Rubial, que fue lehendakari por estos pagos), y luego en el interior nos dejamos sorprender por su dinámica oferta de espacios, pasarelas y salones, en los que disfrutamos sobre todo con la exposiciones monográficas dedicadas: 1) a la artista japonesa casi centenaria pero todavía activa Yayoi Kusama, y 2) a la obra escultórica de Pablo Picasso, que se ha montado en el 50º aniversario de su muerte. Un gran sabor de boca nos deja esta visita, que es la guinda de este redescubrimiento de Bilbao.

1 comentario:

  1. Menudo viajazo. Es el tiempo bien aprovechado el que perdura en el recuerdo.

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