13 de enero de 2012

A la busca de un castillo perdido, el de Casasola


La roca caliza sobre la que asienta
la fortaleza de Casasola.
Antonio Herrera Casado / 15 Agosto 2007
La mañana de verano está cargada de sonoridades castilleras. Primero ha sido la torre perfecta de Villarejo de Salvanés, en la Alcarria, y luego ha seguido la encrucijada guerrera y señorial de Chinchón, que en su altura muestra –aunque cerrado a las visitas- todos los aparejos clásicos de un castillo tradicional, con su enorme foso al que se salva por solemne puente levadizo, y torres esquineras de gran empaque.
Después de disfrutar de la plaza más encantadora de toda la Alcarria madrileña, los viajeros han dado cuenta de un menú suculento en el Parador Nacional de Chinchón, enclavado en un viejo monasterio al que recomiendo ir, porque se ha conseguido en él una restauración magnífica, el lugar es entrañable y acogedor, y la comida que dan en su conventual refectorio es de una calidad de primera clase.
Después han emprendido viaje a lo desconocido. Han buscado el castillo de Casasola, que teóricamente se alza sobre unos peñascos en la orilla izquierda del río Tajuña, con una estampa fiera y medieval que al final se confirma, porque sin demasiados problemas lo han encontrado donde dice el mapa googeliano que está.



El castillo de Casasola

No tiene dificultad llegar a Casasola. Desde Chinchón, saliendo en dirección a Titulcia, y tras bajar una leve cuesta (el arroyo de las Carcabillas le llaman) hacia el Tajuña, poco antes de cruzar el río por el puente del Molincaído, sale un camino de tierra a la derecha que va subiendo junto a la orilla izquierda del río. A un par de kilómetros está la fortaleza medieval.

A su izquierda ven los viajeros los anchos términos de regadío de la vega, donde se forman grandes charcas, con calificación de “lagunas de tránsito de aves migratorias” por parte de los ecologistas, y a la derecha, sobre un farallón rocoso calizo, de imponente aspecto, se alza el castillo. En el cruce, un cartel de piedra tallada anuncia el sitio, rematado por una corona. Hay que subir andando, porque la carreterilla que asciende a la fortaleza tiene al inicio una señal de tráfico que prohíbe el paso a los vehículos, dado que es finca particular. En la tarde de agosto en que los viajeros han subido, el sol estremece el camino y hace penosa la ascensión, pero si la excursión se prepara para el otoño, no habrá problema alguno.

El castillo de Casasola es todo un espectáculo, de esos perdidos, desconocidos, esplendorosos en su descubrimiento. Es verdad que de este edificio se viene hablando desde hace siglos, y que la bibliografía sobre el mismo es abundante, lo que supone que mucha gente antes que este viajero ha llegado hasta su imponente masa, y ha investigado, y la ha fotografiado, y visitado. Pero también es verdad que para quien llega allí por primera vez todo se le va en admiraciones. Por eso las pongo aquí.

Torre del homenaje, parcialmente derruida,
del castillo de Casasola, junto al río Tajuña.
Desde el valle, Casasola es un roquedal enorme, oscuro, con mucha vegetación en torno, sobre el que asoman viejos muros desportillados del medieval castillo. Subiendo el camino y llegando a su altura, el viajero comprobará que la fortaleza está construida, aislada, sobre un roquedal, cortado en pico por todos sus límites, y que para entrar a él se debe hacer a través de un viejo puente, de fábrica hoy (en la Edad Media sería levadizo) que salva el hondo foso. No pudieron entrar los viajeros al castillo, porque es propiedad particular y no dejan. Pero desde fuera se ve perfectamente lo que de él queda, y se hace uno la idea de lo que fue, a pesar de que las nuevas construcciones particulares, alteran un tanto su primitivo aspecto.

Es de planta irregular, debido a que se adapta por completo al perfil del terreno sobre el que se asienta. Frente a la entra­da principal se excavó un profundo foso que obliga a entrar en el castillo mediante un puente apoyado en dos ar­cos de piedra. Dos torres, una a la dere­cha, muy próxima al referido puente, y otra a la Izquierda, más alejada, prote­gen la puerta en la que un rótulo recuerda el nombre de Juan de Contreras, su constructor en el siglo XV.

La parte mejor conservada es la que mira hacia el Norte, a la derecha del su­sodicho puente. De entre las cosas que llaman la atención de los viajeros, una es la existencia de una to­rre cuadrada, de considerable altura, que hace las veces de torre del homenaje. A sus pies se ha encajado un recinto cuadrangular, más pequeño, que abre al foso mediante un arco escarzano, en el que posiblemente corriera, en sus viejos tiempos, un rastrillo o reja de las que se dejaban caer desde arriba. Este arco se protege de la torre del homenaje y de otro torreón de planta circular que se le adosa.

En esta parte oriental de Casasola aparece aún en buen estado un largo lienzo de muralla sobre la que se alza otra torre, pentagonal, de imponente presencia. Toda la obra de este castillo es de mampostería, no apareciendo buena sillería por parte alguna. Está claro que ha sufrido reformas, ampliaciones y, -ya en los últimos siglos- arruinamientos, que han marcado su presencia un tanto destartalada. Es precisamente la parte que da al valle del río Tajuña, la más empinada sobre la roca, la que peor está conservada, y donde se alzan las casas de los propietarios actuales.

En el interior, simplemente las trazas de lo que se ve por fuera, y una curiosidad que todos refieren, aunque este autor no ha podido ver: el misterioso pasadizo, o escalerón en forma de caracol cuadrado, que desde el patio de armas profundiza en la roca y alcanza más de 7 metros de profundidad. ¿a dónde iba este pasadizo vertical? Es muy posible que bajara a un pozo manantial porque a ese nivel ande el freático abastecedor. De almenas, en los muros y torres, ninguna queda. Y de escudos, adornos, gallardías y pendones, nada de nada. Pero la historia y el aspecto de Casasola bien merecen una visita.

La tarde de verano es larga y aún da para descubrir algunos otros castillos por esta Alcarria que va buscando las llanuras manchegas: en Torrejón de Velasco entretienen los viajeros otra hora dándole la vuelta al recinto de su viejo castillo medio derruido, rodeado de una verja también renqueante. Esta fortaleza desprende, por sí misma y por lo que la rodea, un aire de decrepitud y abandono como la mayoría de los castillos españoles. Aunque esa sensación se trastoca finalmente cuando llegan a Batres y contemplan la finca en la que a lo lejos, sobre las copas de los árboles, asoma la torre del castillo que poseyó Garcilaso de la Vega, y en cuyos jardines escribió sonetos de amores. Allá todo es perfecto, redondo, acabado. Un lugar ideal para que el recuerdo de un viaje tan denso madure con los años.

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