27 de mayo de 2022

Viaje a San Clemente y Belmonte, en Cuenca

 Antonio Herrera Casado  |  25 Mayo 2022

 

Por la Mancha palaciega: de San Clemente a Belmonte

 

Escribir sobre lo que se ve supone un refuerzo de la memoria, porque si lo que vemos nos impacta y emociona, corre el riesgo de evaporarse entre los vericuetos del cerebro, que día a día se empequeñece e involuciona. Así queda negro sobre lo blanco lo recorrido, lo vivido, lo visto y oído.

Muy de mañana salimos un grupo de 20 socios y socias de “Arquivolta” y nos dirigimos, atravesando la Mancha de Tarancón y Uclás, hacia la llanada de San Clemente, donde paramos y pasamos casi el día entero, porque para eso y mucho más da el lugar regado por el río Rus, de donde partió don Clemente Pérez de Rus a poblar y conquistar lugares.

El poblachón de casi 7.000 habitantes tiene hoy el título de ciudad. Es una de las poblaciones más grandes de la comarca de la Mancha, en la provincia de Cuenca, y debe su fama al recorrido agrícola de su entorno: un término enorme de 277 kilómetros cuadrados, en el que caben los cereales, los viñedos y los bosques. Así fue desde la Antigüedad, y por ello se pobló siempre, con la merced de los señores reyes, de hidalgos y adinerados propietarios que pusieron el centro de su vida en los palacios que construyeron. De los casi 70 hidalgos contabilizados en la historia, unos 30 de ellos construyeron palacio residencial, de tal modo que hoy quedan vestigios de esos edificios, constituyendo un núcleo muy denso de arquitectura civil, lo que llevó a ser declarada la ciudad como Conjunto Histórico Artístico en 1980.



Al llegar nos vamos derechos a la Plaza Mayor, que es un ejemplo de urbanismo meditado y solemne. En su centro se alza, como aislada, la iglesia parroquial de Santiago, que luce una talla del patrón de los caminantes en lo alto de su puerta meridional. La visitamos primero, y admiramos sus dimensiones, su equilibrado interior, la cruz de término tallada sobre alabastro que en la capilla del Pilar se exhibe, gótica isabelina. Luego nos dirigimos al viejo Ayuntamiento, que nos deslumbra con su fachada, de dos galerías superpuestas, y un friso en el que catorce medallones luciendo figuras antropomorfas parece lanzar un mensaje claro y permanente, que los tiempos actuales no permiten entenderlo, escucharlo: habrá que ahondar en el sentido metafórico, iconográfico y aleccionador de esas figuras combinadas.
El interior, muy bien restaurado, y BIC desde 1992, está dedicado a Museo de arte, como una de las sedes de la Fundación “Antonio Pérez”, mostrando valiosas piezas del arte contemporñaneo, mientras en la planta baja Pedro María Asensio ofrecía sus estudios sobre la “Anatomía de la Sombra”. 





Seguimos dando la vuelta a la plaza, y vemos los palacios que la forman, más el viejo edificio de la Inquisición, la Cárcel, un antiguo Corral de Comedias, el pósito de los cereales, y la Audiencia real (que hoy funciona como Ayuntamiento). Entre medias se alza el “Arco Romano” que llaman, y que es barroco, pero muy florido, muy lleno de volutas y muy soberbio mostrando el escudo del municipio. Al final comemos en la Casa Jacinto que ocupa un ángulo de esa gran plaza. Un lugar recomendable, entrañable, y de buena cocina.

Pero la visita a San Clemente continúa, recorriendo calles que se caminan sin esfuerzo, porque todo el ámbito es plano, y así vemos primero la “Torre Vieja”, una antiguo torreón medieval almenado que sirvió de vigía, y enfrente el palacio de los marqueses de Valdeguerrero, espléndida construcción barroca. Seguimos admirando portadas, escudos, dinteles, balconadas, que en el barrio oriental del pueblo se transforman en conventos (las trinitarias, las carmelitas, los franciscanos, las clarisas...), y aún después, y ya a la salida, nos admiramos de ver la fachada (que es casi lo único que queda) del Colegio de Jesuitas, que primero pusieron en el dintel el escudo real de Carlos III, y luego este les expulsó del país, por meterse en demasiados jardines. Lo cierto es que San Clemente admira al viajero por su limpio y cuidado aspecto, por su elegante y bien trazado urbanismo en el que apetece vivir, y por lo vivo que se ve todo, el pueblo entero, con gente por todas partes, comercios abiertos, bulla y dinamismo. Además, todos los monumentos están abiertos, un miércoles por la mañana, y al viajero se le permite entrar y salir, fotografiar y disfrutar, y sin pagar dinero…. Un sueño, San Clemente.


La tarde la dedicamos a visitar Belmonte, que no está lejos, aunque nuestro autobús sufrió un “despiste” y nos tuvo más de hora y media vadeando campos y cruces, para empaparnos más aún de esta Mancha verde y sonora en primavera. Llegamos a lo alto del castillo, y primero de todo, y a nuestro aire, visitamos esta fortaleza que cuenta entre las más espléndidas de Castilla: propiedad primero de don Juan Manuel, luego de los Pacheco, y al final de los Alba. Lo construyó Juan Guas, esmerándose en hacer un castillo potente y defensivo aunado con las comodidades de un palacio renacentista. Al final, en la segunda mitad del siglo XIX, su propietaria doña Eugenia de Montijo, ya ex emperatriz de Francia, lo hizo arreglar y en sus salones y camaranchones vivió algunos años. De entonces le queda ese asombro romántico de techumbres, maderas y sillonazos, mezclados a los detalles góticos del último Medievo.





Más tarde (el día a finales de mayo es largo y generoso en luces) penetramos en la población por la puerta de Chinchilla, por la que hace algunos, muchos, años penetraron los Reyes Católicos en su viaje desde Alicante hacia Burgos. Vemos la gran plaza del Pilar donde la Fuente Grande evoca días de mulas y trajinantes, de mercados y risas. Luego todo es cuesta arriba: el palacio de los Moreno Baíllo, bien recuperado, y más allá la plaza mayor, con el Ayuntamiento, el recuerdo del arquitecto Sureda, y el busto en bronce de fray Luis de León, hijo exaltado del pueblo. Sigue la subida, viendo palacetes, caserones, muchas rejas de bien trabajado hierro, conventos, y al final llegamos a la Colegiata de San Bartolomé, que a pesar de la hora aún se mantiene abierta, y en ella disfrutamos admirando rejas, retablos, bóvedas, enterramientos solemnes, y, sobre todo, el coro con su sillería tallada en el siglo XV por los hermanos Cueman, y que pasa por ser una de las más antiguas de España. Desde luego, que, sin duda, es una de las más curiosas y desconocidas. La amabilidad de su párroco, don Emilio de la Fuente, nos permitió saborear sus detalles, aprender Historia Sagrada, y hacer fotos de frente y de costado. Todo un lujo que hay que agradecer aquí, públicamente, porque vino a demostrar el espíritu generoso de quienes cuidan de la Iglesia y sus edificios en los pequeños pueblos de España.





Vuelta al autobús, saliendo ahora del pueblo por la puerta del Almudí (Belmonte está rodeada por completo de murallas, con su castillo en una esquina, y su colegiata en otra…) y recordando ya siempre, y con agrado, este viaje primaveral de “Arquivolta” que nos ha permitido, una vez más, disfrutar de nuestra tierra, de su patrimonio, de sus gentes.


Antonio Herrera Casado

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