Antonio Herrera Casado | 17 de Octubre de 2025
Con la Asociación Cultural “Arquivolta” he podido darme una vuelta tranquila por Ávila, llena de lecciones nuevas, de miradas puntuales y cargadas de significado, y gracias a ella he podido alcanzar algunos de los edificios que me faltaban por analizar con sus detalles sorprendentes. Muy bien acompañado de socios y socias de esta Asociación cultural de Guadalajara, este viernes 17 de octubre de 2025 he podido por fin visitar esta vieja ciudad, admirar al completo sus murallas, fijarme en el interior de su catedral en algunos mensajes que lanza el pasado a quien se pare a contemplarlos.
Un paseo somero
Acompañados de un guía presuroso, hemos podido contemplar lugares emblemáticos del urbanismo abulense. Siempre con Santa Teresa de Jesús por referencia, empezamos el recorrido por el Mercado Grande, la plaza abierta ante el costado meridional de la muralla. Luego recorremos la fortificación de la ciudad, que es maravilla histórica sin par en España, y vamos viendo sus torreones, sus fuertes muros, sus puertas diversas, los palacios adosados por el interior, los portillos, etc, hasta llegar al monasterio de la Encarnación, donde evocamos a Teresa de Jesús, la doctora de la Iglesia, la patrona de los Escritores en Castellano, la mística poetisa de alma.
El recorrido sigue luego por calles y plazuelas. Vemos los viejos torreones nobles, la casona inmensa de los jerarcas Dávila, con sus matacanes fieros y sus leyendas que explican la defensa del honor y la fama, a ultranza, y como consideración suprema de la vida. Recordamos a tantos caballeros, capitanes y virreyes que con el apellido Dávila salieron de aquí hacia el mundo en torno, y acabamos oyendo el fragor del Mercado Chico frente al Ayuntamiento.
Miradas en la catedral
Después de comer, vamos a la catedral. Porque allí hay que ver algunas cosas buenas. Y de entre ellas, yo me dirijo en directo a la girola, para admirar en la espalda del altar mayor el sepulcro de El Tostado, al que algunos tenemos por una de las cumbres de la estética renacentista española. Consiste en un enterramiento que es a un tiempo altar, profusamente ornado de esculturas, y que tallado íntegramente por Vasco de la Zarza en 1511, viene a ser expresión de admiración por un personaje ilustre y discurso teológico sobre las virtudes de este hombre, que fue obispo, y ejemplar para todos en orden a la lectura y los saberes. Importante es saber quien fue El Tostado: apelativo (por su padre dicen, y por el color oscuro de su piel) de don Alfonso Fernández de Madrigal, que vivió entre 1410 y 1455 y ejerció de estudioso, de escritor, de profesor y de clérigo, acabando de Obispo de Ávila entre 1454 y su muerte un año después. Vivió en la corte de Juan II de Castilla, donde fue muy respetado, y este mausoleo lo encargó, bastante tiempo después de su muerte, otro obispo de Ávila, don Alonso Carrillo de Albornoz. Escribió tanto, leyó tanto, que su figura ha viajado al reino de la mitología popular con esa fama que sirve para achacar su nombre a quienes centran su vida en el estudio. De ahí que hoy, todavía, se diga “saber más que El Tostado” de cualquiera que se haya aplicado –con provecho– a la lectura y el estudio. Porque según dicen, este hombre casi en brazos de su nodriza, aprendió todas las ciencias y artes liberales sin que le enseñaran ninguna de ellas.
Hoy ya no es posible, pero antiguamente, decían que quien viniera a Ávila, a su catedral, a su girola, y se pusiera ante el sepulcro de El Tostado, y acariciara con fe una parte de sus ropajes, sería recompensado con alguna de sus virtudes, especialmente la de la sabiduría.
En la catedral de Ávila nos quedan por ver otras muchas sorpresas. Por ejemplo, en la capilla de San Ildefonso, que es una de las que se abren a la girola, el enterramiento de un caballero, concretamente el de don Sancho Dávila, que fue capitán del ejército del rey don Fernando y la reina doña Isabel, y que muerto en los finales del siglo XV fue allí enterrado, bajo una estela de pizarra escrita en caracteres góticos, con su escudo de roeles tallado, la efigie completa del revestido caballero tumbado, sus cabellos lacios cubiertos de bonete, y (atención a esto) a sus pies –que alguien cortó y se llevó como amuleto– un pajecillo doliente, sentado a la morisca, durmiendo y tristando, apoyado su codo izquierdo sobre el casco del caballero. Este personaje aparece en otros lugares diversos (el Doncel de Sigüenza, el caballero Campuzano en San Nicolás de Guadalajara, los condes de Tendilla que se perdieron, don Pedro de Coca en Ciudad Real, y ahora aquí, como un modelo repetido por la misma gubia talladora. Elucubro al instante, pero pienso que este es otro producto de la factoría de Sebastián de Almonacid, el escultor que tuvo su taller en Guadalajara a caballo entre los siglos XV y XVI, y que talló las esculturas anteriores. Un modo de expresar, sin duda, cómo el dolor por la muerte de alguien querido no se manifiesta sino a través de quienes quedan vivos. Y la fidelidad del paje es la de los familiares. Y su sueño nada más que el adelanto de la muerte. Porque ya se sabe que Hipnos era hijo de Tanatos.
No sigo por no hacerme pesado, y recuerdo aquí, de este viaje breve y nutritivo a Ávila, esas tres miradas que me han hecho volver la cabeza y pensar en los mensajes que nos llegan –nos siguen llegando día tras día– desde el pasado: un escudo mendocino en Ávila, un sabio virtuoso tallado en alabastro, un paje doliente a los pies de un caballero.
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