25 de febrero de 2012

Buscando en Túnez la voz de Diego Hurtado de Mendoza


En el gran zoco de Túnez

Antonio Herrera Casado / 29 febrero 2012
Como algunos saben que soy muy viajero, me preguntaba el otro día en la Televisión local la estupenda periodista que es Estefanía Nussio por las raices alcarreñas que encuentro en mis viajes. Y así, de golpe, me soltó la presentadora “¿y en Túnez, qué huellas alcarreñas has encontrado?” Pues pocas, es la verdad, pero aún hay algún recuerdo por ahí flotando, para el que quedan posibilidades de afilarle la punta y memorar la Alcarria, y los alcarreños, mientras se pasea por Túnez.
Una carta le escribí a mi hijo al volver de un viaje que hice por allí, en Noviembre de 1990. Era de este tenor:

Querido Alfonso:
Acabo de llegar a Túnez y están los ojos, mis ojos, haciendo guiños de cansancio. Las aguas del golfo de Túnez tienen, todavía en Noviembre, una luz y un brillo especiales, como de plata pulverizada o cortada en prismas diminutos.
Te escribo desde la habitación de un hotel, el "Abu Nawas", que ha construido en la misma orilla del lago la KREIC (la Compañía kuwaití de inversiones inmobiliarias), y que es ahora mismo el más lujoso hotel de todo el Magreb, donde nos han alojado a los 300 participantes en el 33 Congreso de la FIJET, que durante unos días tratará de "Turismo y Medio Ambiente", un tema muy de actualidad y en el que probablemente se digan los mismos lugares comunes que en todo este tipo de reuniones.

Veo al fondo la masa blanca y cuajada de minaretes de la antigua ciudad de los beys, y entre el fulgor de las aguas del mar Mediterráneo las inciertas huellas que dejaron las naos armadas por cartagineses y romanos, por otomanos y españoles, para dominar con ellas estas costas que son domésticas, un punto hispánicas, prometedoras siempre.
Lo primero que he hecho, tú ya sabes que venía a ello, ha sido lanzarme en pos de las huellas de nuestro paisano el alcarreño don Diego Hurtado de Mendoza, que por aquí anduvo a principios del siglo XVI. La suerte ha sido relativa. Te cuento. Primero de todo, quién era: pariente cercano a los duques del Infantado, dedicó su vida ajetreada, llena de letras, de lances de honor, de embajadas por Europa, de amores principescos y guerras contra el infiel, a poner en su biografía todos los ribetes del Renacimiento pleno. Lo consiguió. Prieto le ha dedicado hace un par de años una novela hermosísima, que te recomiendo leas en cuanto puedas, y que titula "El Embajador". Lo que era don Diego.
Aquí en Túnez se lució. Cuando en el verano de 1535 la Armada europea capitaneada por Andrea Doria, y con el propio emperador Carlos por tripulante, se lanzó hacia las costas de Africa, de la Berbería resplandeciente, a liberar su tendidos paisajes y sus diminutos pueblos blanquiazules del yugo de Barbarroja, Hurtado de Mendoza se metió en la nave de García de Toledo, el hijo del virrey de Nápoles, y participó junto a otros 30.000 españoles en la impresionante jornada del desembarco y toma de La Goleta, y poco después de la conquista de la ciudad de Túnez, que quedó durante 40 años en poder de las armas españolas. Allí fue donde Pedro Gaitán, alférez del capitán Jaén, puso la primera bandera sobre las almenas más altas de La Goleta, y donde nuestro personaje trabó amistad con el médico Luis Lobera de Avila, el que por entonces escribía el "Libro de las cuatro enfermedades cortesanas", y con Lázaro de Tormes, que andaba por allí a hacer fortuna con la que poder vengarse del canónigo salmantino que le había birlado la mujer. Cosas múltiples, razones que entonces eran de peso en una vida, y hoy se quedan (ya lo ves, querido hijo) en eruditos agobios con que aderezar un viaje.
El viajero en el zoco de Túnez,
ante la tumba de un español desconocido.
De Diego Hurtado, por supuesto, ni la menor huella. En La Goleta, cerca de Túnez, quedan mínimos restos de aquel fuerte bastión guerrero. En Cartago, muy cerca, donde hoy vive el Presidente de la República Tunecina, solo unas cuantas piedras, capiteles y medias columnas señalan el lugar donde asentó el imperio más fascinante y maravilloso que vio el Mediterráneo, y que sólo el empeño de Catón, que sin cesar repetía aquéllo de "Censeo Cartaginem esso delendam", y el de los ejércitos de Roma durante tres largos siglos, pudieron abatir y apagar para siempre. Poco que ver por aquellos pagos, hijo, aunque Enric Balasch en la Guía de Túnez que publicó Laertes se empeñe en decirnos que todo rezuma arte e historia en esas colinas hoy tapizadas de olivos y lujosas mansiones residenciales.
Más allá sí, en el Zoco de Túnez. No sé en cual, concretamente, porque yo ví uno, impresionante, único, lleno de tiendas, de alfombras, de plata, de libros, de bolsas, de cacharros y de perfumes, retorcido en mil callejas olorosas y oscuras, tamizadas por las voces en árabe de artesanos y cantarines ciegos, donde la vida era nervio puro sin que nada hubiera cambiado en diez siglos. Al parecer hay muchos zocos en Túnez. El Attarine de los perfumes, el Sekkajine de los talabarteros, el Essagha de los orfebres, el Kebabjia de las sedas, y el antiguo Berka de los esclavos que hoy ofrece turquesas, esmeraldas y zafiros sin cuento. Perdido en sus increíbles pasadizos (ríete del Gran Bazar de Estambul, que parece un supermercado de neón al lado de ésto) encontré al fin la tumba del soldado español al que pillaron entre unos cuantos bereberes en estas callejas. En medio de una de ellas está un cajón de madera, pintado de verde, con el emblema tunecino de la media luna y la estrella rojas, que en mal francés un mercader de allá me explicó contenía los restos de un soldado español que hacía muchos siglos (se refería al XVI, sin duda) había muerto en las luchas de la conquista de Túnez. No era Diego Hurtado, por supuesto, pues éste volvió de aquella empresa y se hizo embajador del Emperador en Nápoles, y en Venecia, y gobernador suyo en Siena, y aún participó en la Guerra de las Alpujarras y vino a morir en Madrid medio pobre de dineros, pero tan rico y feliz de aventuras. Era un soldado español, probablemente castellano, que allí se dejó los piños sin mayores aspiraciones.
A todo ésto, querido Alfonso, casi no tengo ya tiempo de decirte que todo lo demás espléndido. Los hoteles de fábula; la ciudad pequeña pero muy agradable; el Museo del Bardo, lo mejor del mundo en mosaicos romanos, extraordinario, hubieras disfrutado viendo tanto caballo de mar, tanta barba de Neptuno, tanta serenidad en la faz de Virgilio, o tanta luz en los barcos de Althiburos; y el cuscus con dátiles de Nefta, para chuparse los dedos. Un día vendrás, aquí a Túnez, y te acordarás (espero) de estas palabras. No vuelvas a perseguir las huellas de Diego Hurtado de Mendoza, que no existen. Pero goza cuanto puedas de esa dulce atmósfera que Túnez ofrece a quien mira el borde del Mediterráneo desde sus equilibradas medinas.

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