En el gran zoco de Túnez |
Como
algunos saben que soy muy viajero, me preguntaba el otro día en la Televisión
local la estupenda periodista que es Estefanía Nussio por las raices alcarreñas
que encuentro en mis viajes. Y así, de golpe, me soltó la presentadora “¿y en
Túnez, qué huellas alcarreñas has encontrado?” Pues pocas, es la verdad, pero
aún hay algún recuerdo por ahí flotando, para el que quedan posibilidades de
afilarle la punta y memorar la Alcarria, y los alcarreños, mientras se pasea
por Túnez.
Una
carta le escribí a mi hijo al volver de un viaje que hice por allí, en
Noviembre de 1990. Era de este tenor:
Querido
Alfonso:
Acabo de
llegar a Túnez y están los ojos, mis ojos, haciendo guiños de cansancio. Las
aguas del golfo de Túnez tienen, todavía en Noviembre, una luz y un brillo
especiales, como de plata pulverizada o cortada en prismas diminutos.
Te escribo
desde la habitación de un hotel, el "Abu Nawas", que ha construido en
la misma orilla del lago la KREIC (la Compañía kuwaití de inversiones
inmobiliarias), y que es ahora mismo el más lujoso hotel de todo el Magreb,
donde nos han alojado a los 300 participantes en el 33 Congreso de la FIJET,
que durante unos días tratará de "Turismo y Medio Ambiente", un tema
muy de actualidad y en el que probablemente se digan los mismos lugares comunes
que en todo este tipo de reuniones.
Veo al
fondo la masa blanca y cuajada de minaretes de la antigua ciudad de los beys, y
entre el fulgor de las aguas del mar Mediterráneo las inciertas huellas que
dejaron las naos armadas por cartagineses y romanos, por otomanos y españoles,
para dominar con ellas estas costas que son domésticas, un punto hispánicas,
prometedoras siempre.
Lo primero
que he hecho, tú ya sabes que venía a ello, ha sido lanzarme en pos de las
huellas de nuestro paisano el alcarreño don Diego Hurtado de Mendoza, que por
aquí anduvo a principios del siglo XVI. La suerte ha sido relativa. Te cuento.
Primero de todo, quién era: pariente cercano a los duques del Infantado, dedicó
su vida ajetreada, llena de letras, de lances de honor, de embajadas por
Europa, de amores principescos y guerras contra el infiel, a poner en su
biografía todos los ribetes del Renacimiento pleno. Lo consiguió. Prieto le ha
dedicado hace un par de años una novela hermosísima, que te recomiendo leas en
cuanto puedas, y que titula "El Embajador". Lo que era don Diego.
Aquí en
Túnez se lució. Cuando en el verano de 1535 la Armada europea capitaneada por
Andrea Doria, y con el propio emperador Carlos por tripulante, se lanzó hacia
las costas de Africa, de la Berbería resplandeciente, a liberar su tendidos
paisajes y sus diminutos pueblos blanquiazules del yugo de Barbarroja, Hurtado
de Mendoza se metió en la nave de García de Toledo, el hijo del virrey de
Nápoles, y participó junto a otros 30.000 españoles en la impresionante jornada
del desembarco y toma de La Goleta, y poco después de la conquista de la ciudad
de Túnez, que quedó durante 40 años en poder de las armas españolas. Allí fue
donde Pedro Gaitán, alférez del capitán Jaén, puso la primera bandera sobre las
almenas más altas de La Goleta, y donde nuestro personaje trabó amistad con el
médico Luis Lobera de Avila, el que por entonces escribía el "Libro de las
cuatro enfermedades cortesanas", y con Lázaro de Tormes, que andaba por
allí a hacer fortuna con la que poder vengarse del canónigo salmantino que le
había birlado la mujer.
Cosas múltiples, razones que entonces eran de peso en una
vida, y hoy se quedan (ya lo ves, querido hijo) en eruditos agobios con que
aderezar un viaje.
El viajero en el zoco de Túnez, ante la tumba de un español desconocido. |
De Diego
Hurtado, por supuesto, ni la menor huella. En La Goleta, cerca de Túnez, quedan
mínimos restos de aquel fuerte bastión guerrero. En Cartago, muy cerca, donde
hoy vive el Presidente de la República Tunecina , solo unas cuantas piedras,
capiteles y medias columnas señalan el lugar donde asentó el imperio más
fascinante y maravilloso que vio el Mediterráneo, y que sólo el empeño de
Catón, que sin cesar repetía aquéllo de "Censeo Cartaginem esso
delendam", y el de los ejércitos de Roma durante tres largos siglos,
pudieron abatir y apagar para siempre. Poco que ver por aquellos pagos, hijo,
aunque Enric Balasch en la Guía de Túnez que publicó Laertes se empeñe en
decirnos que todo rezuma arte e historia en esas colinas hoy tapizadas de
olivos y lujosas mansiones residenciales.
Más allá
sí, en el Zoco de Túnez. No sé en cual, concretamente, porque yo ví uno,
impresionante, único, lleno de tiendas, de alfombras, de plata, de libros, de bolsas,
de cacharros y de perfumes, retorcido en mil callejas olorosas y oscuras,
tamizadas por las voces en árabe de artesanos y cantarines ciegos, donde la
vida era nervio puro sin que nada hubiera cambiado en diez siglos. Al parecer
hay muchos zocos en Túnez. El Attarine de los perfumes, el Sekkajine de los
talabarteros, el Essagha de los orfebres, el Kebabjia de las sedas, y el
antiguo Berka de los esclavos que hoy ofrece turquesas, esmeraldas y zafiros
sin cuento. Perdido en sus increíbles pasadizos (ríete del Gran Bazar de
Estambul, que parece un supermercado de neón al lado de ésto) encontré al fin
la tumba del soldado español al que pillaron entre unos cuantos bereberes en
estas callejas. En medio de una de ellas está un cajón de madera, pintado de verde,
con el emblema tunecino de la media luna y la estrella rojas, que en mal
francés un mercader de allá me explicó contenía los restos de un soldado
español que hacía muchos siglos (se refería al XVI, sin duda) había muerto en
las luchas de la conquista de Túnez. No era Diego Hurtado, por supuesto, pues
éste volvió de aquella empresa y se hizo embajador del Emperador en Nápoles, y
en Venecia, y gobernador suyo en Siena, y aún participó en la Guerra de las
Alpujarras y vino a morir en Madrid medio pobre de dineros, pero tan rico y
feliz de aventuras. Era un soldado español, probablemente castellano, que allí
se dejó los piños sin mayores aspiraciones.
A todo
ésto, querido Alfonso, casi no tengo ya tiempo de decirte que todo lo demás
espléndido. Los hoteles de fábula; la ciudad pequeña pero muy agradable;
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