Antonio Herrera Casado / 8 Diciembre 2014
Uno vuelve siempre a los espacios de su
infancia. He vuelto ahora, muchos años después, al Monte, a la Galiana, al
poblado de Villaflores. Tenía un recuerdo de primaveras tibias, de sombra bajo
las hojas densas, de admiración por unos edificios de ladrillo y piedra,
solemnes y enormes, en los que habitaban gentes trabajadoras y sencillas. Había
gallinas, algún tractor, y niños. Según me dijo alguien (y luego lo corroboré
leyendo libros) aquello lo había mandado construir una señora muy importante,
medio francesa, dueña de todo aquello. Era doña María Diega Desmaissières. Y lo
había construido, hacía muchos años, un arquitecto de Madrid, muy renombrado.
Debía ser verdad todo aquello, pero a mí lo que más me gustaba era ver los
trigos a lo lejos, y admirar el contraste de la piedra caliza, tan bien puesta,
con el ladrillo rojo, y oir el zureo de las palomas que, a miles, entraban y
salían de aquel palomar que me recordaba a un observatorio astronómico
americano que además también se llamaba Monte Palomar. Qué tiempos. Volví hace
poco, porque uno vuelve a la infancia siempre, como el refugio último en el que
se salva seguro, y vi algo que me dejó trastornado.
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