Antonio Herrera Casado – 26 Mayo 2015
Quizás los viajes más interesantes que uno hace, de vez en
cuando, son los que se mueven por el interior de uno mismo. Viajes al interior,
o viajes por la memoria. Rutas del ayer al mañana, peregrinación de sueños. Mil
formas para describir la introspección y
un asomo de petición de indulgencia hacia uno mismo.
Otros viajes son largos y fructíferos, llenos de sorpresas,
encontrando estatuas, saltos de agua y animales raros. Con fotografías llenas
de color y sonidos que emergen de las grandes ciudades, de los mercados, de los
cruceros a punto de partir.
El mejor está, sin duda, en torno a la vida que hemos
tenido. Por eso uno de los viajes más agradables que he podido hacer (y que
puedo repetir, de vez en cuando) es el viaje al Paseo de la Concordia de Guadalajara, la ciudad en que nací, y en la que vivo. Ese pulmón verde, hoy
encerrado entre las calles y los edificios de la ciudad que crece. Un lugar con
la medida justa de sonidos y olores para que quien por él viaje se recree y se
desintoxique. En la infancia, era un lugar enorme, en el que a lo lejos se
veían otros niños, y se podían echar carreras muy, muy largas. Un lugar en el
que vendían barquillos y había un guarda temible vestido de pana oscura. Una
dimensión de tierras y piedrecitas en cuyo costado se alzaba un templete
romántico que nos parecía, a los chicos, un templo griego que guardaba sus
misterios especialmente en lo hondo, tras las rejas de sus ventanas bajas, que
daban a la oscuridad ignota.
El corazón verde de
la ciudad
Ahora se puede dar un paseo por la Concordia con mayor
tranquilidad que antes, y también con mayor conocimiento. Porque para
acompañarnos por su salón grande y sus rotondas amables acaba de aparecer un
libro que nos explica sus orígenes, nos dice quien y cuando lo creó, cómo
creció, y de qué manera se le fueron añadiendo límites, contenidos y cobrando
sentido con sus ocupaciones.
Pedro J. Pradillo, el historiador de la ciudad de
Guadalajara, ha pasado una larga temporada allegando documentos y noticias,
recogiendo recuerdos de las gentes y sumando a su colección un buen racimo de
fotografías y planos, con los que ha compuesto el libro que nos entrega el ser
y el querer de este Paseo de la Concordia.
Para ir sabiendo algo más según se cruza su paseo en
diagonal, se bordea su fuente grande, y se extasía uno ante el kiosko de la
música, conviene recordar unos, pocos, datos de este libro sobre “El Paseo de la Concordia”.
Por ejemplo, traer a la memoria a don José María Jáudenes,
el gobernador provincial que decidió crear este parque, en 1854, donde estaban
las eras de la ciudad. O al alcalde de la misma, don Francisco Corrido, quien
aprobó el presupuesto para iniciar sus trabajos. O al general don Ángel
Rodríguez de Quijano y Arroquía, que fue el destinado para hacer sobre el papel
el proyecto y personalmente dirigir las obras que lo llevaron a cabo.
Después, ir viendo las formas que fueron tomando sus
parterres, las estatuas que le nacieron, o las fuentes que alegraron sus
extremos. Recordar cómo en 190X se le puso pétreo límite por la frontera con la
Carrera de San Francisco, levantando unas elegantes escaleras para accerde de
la calle al parque. O como en 1915 se decidió encargarle al arquitecto
municipal Sr. Checa los planos y el proyecto para levantar el kiosko de la
música, que se inauguraría en 1916.
Paseando por la Concordia ni nos preocupamos por lo que en
su carril central ocurrió, pero siempre es bueno tener en la memoria los
desfiles militares, juras de bandera, manifestaciones obreras, presencias del
rey Alfonso XIII, -que era un rey al que le gustaba Guadalajara- y Congresos
Marianos, sin olvidar las Ferias que se montaban en su recinto para finales de
septiembre o primeros de octubre, cuajando el suelo de tiosvivos, coches de
choque y olas voraces.
En su perfil amable se recostaron paseos juveniles, lecturas
a la sombra de las acacias, partidas de ajedrez y “kedadas”. La estatua de la
Mariblanca, que es de mármol silente y se trajo desde los jardines de la
antigua Academia, es como un testigo manso de las tardes en la terraza del
ángulo sureste del Parque. Muy pocos de quienes pasean la Concordia se
preocupan de identificar a los sujetos que fueron memorados en forma de
estatua, o a valorar los cientos de especies vegetales que con paciencia los
jardineros municipales han ido plantando y protegiendo. Todo eso es como un
ropaje, como un envoltorio obligado, pero elegante, que nos sirve para
llevarnos al corazón el mejor regalo, este Paseo de la Concordia que es al
mismo tiempo un lugar y un recuerdo.
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