3 de octubre de 2015

Dentro de la catedral de Salamanca

Por Antonio Herrera Casado / 3 Octubre 2015

Con el grupo –amplio y variado de gentes, todas amigas- de Amigos y Amigas de la Biblioteca Pública de Guadalajara, viajamos hoy a Salamanca, saliendo muy temprano de nuestra ciudad, aún a oscuras y ya con fresco ambiente. El viaje es tranquilo y sin incidentes, y al llegar a Salamanca ya nos están esperando algunos guías que nos va a llevar a visitar la ciudad, esa monumental urbe que siempre admira a quien por primera vez (o por enésima, como es mi caso) la recorre.


El astronauta
en la puerta de Ramos
de la Catedral de Salamanca

Una de las metas de este viaje de hoy ha sido la Catedral. Salamanca tiene dos catedrales, por falta de una. La Vieja y la Nueva, como es lógico pensar. La vieja se hizo en época románica, a poco de iniciar la repoblación, por iniciativa del obispo Jerónimo de Perigord, y en ella asombran dos cosas especialmente: la cúpula que trasluce el considerable cimborrio que se eleva sobre el crucero apoyado en cuatro impresionantes pechinas, y su traducción exterior en la “torre del gallo”, que forma parte de las cúpulas decoradas con gallones en la ribera y territorio del Duero. La fecha de construcción la sitúan en torno al año 1150. El interior de esta cúpula tiene forma de naranja abierta con ocho gajos, mientras que al exterior tiene forma casi cónica con decoración de escamas.

La otra maravilla es el retablo mayor, obra si no en su totalidad, sí al menos en su escena superior del Juicio Final, del pintor italiano Nicolás Florentino, realizado en 1430, y que nos deja sin respiración al ver la inmensa variedad de temas, de figuras y de colores de que consta.


Todavía la catedral vieja de Salamanca nos pide minutos atención (no podemos concederle más) para admirar las pinturas de la capilla de San Martín, firmadas por Antón Sánchez de Segovia y que se consideran las más antiguas de Europa “con firma”. O esa serie de enterramientos de damas, y de caballeros, de plena Edad Media, tan serenos y silentes, tan delicadamente tallados y ensimismados. Ojalá hubiéramos tenido media hora más para entreternos en su admiración.




Catedral de Salamanca. Vista del crucero de la catedral nueva.

Pero el viaje sigue por la catedral nueva, producto que es de un momento de gloria en Salamanca, los inicios del siglo XVI, en que necesitan espacios mayores, y bellezas altísimas. Sabedores algunos del valor del viejo templo, casi nadie se anima a derribarlo, como en tantos lugares se hizo, sino que la ciudad propone construir una nueva “domus” más ancha y alta, junto a la vieja. De ahí esa conjunción única y espectacular de las dos catedrales sucesivas de Salamanca. De tres naves, iniciada su construcción a poco de llegar el Emperador Carlos a España, en 1520, duró varios siglos su acabamiento. El XVI sin embargo es el de su mayor empuje. Las tres naves (más alta la central que las laterales) son ya de por sí un asombro de equilibrio. Fueron dos arquitectos (gloria de Salamanca, de Castilla y de España) quienes hombro con hombro la levantaron: Juan Gil de Hontañón y Juan de Álava. A la muerte del primero, hereda el cargo de maestro de obras su hijo, Rodrigo Gil de Hontañón, que por muchas cosas más sería calificado como el más sobresaliente de los arquitectos del XVI (cuidado que en ese siglo s elevanta El Escorial de la mano de Juan de Herrera) y que aquí en Salamanca levanta ese crucero que es lo que el viajero, los viajeros, las viajeras, y “todo dios” que pase por debajo de él afirma que no le imortaría morir allí debajo, mirando esa gloria de piedra que Hontañón fue capaz de inventar y levantar, de mantener en pie, a pesar de los siglos y los terremotos… efectivamente (al menos para mí, y sé que para muchos y muchas más) es ese uno de los lugares más impresionantes del arte europeo, el crucero de la catedral nueva de Salamanca. Solo por estar allí un buen rato, -elevando la mirada, dejándola descansar un tanto, y vuelta a subirla, y a mirar cómo cambian las sombras, los rayos y las perspectivas-compensa hacer de vez en cuando un viaje a la ciudad del Tormes.

Todavía en la catedral se admiran muchas más cosas. Las puertas, por ejemplo, asombros de la ciudadanía, retablos tallados en piedra que le dejan a cualquiera con la boca abierta. Por no exagerar, el viajero se entretiene en la puerta norte (la de los Ramos que llaman) donde la gente (y muy especialmente los turistas) se afanan en encontrar una talla de “astronauta” que no por premonición de siglos atrás fue allí tallada, sino que se colocó modernamente, para ser exactos en 1993, por parte del cantero Miguel Romero, quien debió renovar una zona de los bordes de la portada que había sido destruidos por el tiempo. Al tener que “inventar” las tallas entre las cardinas góticas, se le ocurrió poner la figura de una viajero interestelar, y la de un dragón medieval comiendo un helado de tres bolitas. Añadió todavía las figuras de un lince, un toro de lidia salmantino, más un cangrego, una cigüeña y una liebre, dejando claro lo que era restauración frente a lo clásico.


Y el día sigue y aún nos quedan muchas cosas que ver. Yo volveré, probablemente, a San Esteban, al convento grande de los dominicos, con su claustro enorme, y a las Dueñas, a discurrir en silencio por su claustro en el que asoman figuras terribles de trasgos y demonias. Volveré probablemente a pasear por el gran claustro del Colegio Fonseca y a recorrer la plaza de las Úrsulas en la que, en un rinconcito, medita Unamuno desde su bronce oscuro frente a la Casa de las Muertes. Todo serán recuerdos en Salamanca, porque la ciudad tiene empapados los muros de leyendas, de historias ciertas, de voces agazapadas y encofrecidas, que dan fe de otros días.

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