Antonio Herrera Casado / 31 Mayo 2016
El corazón del Belgrado moderno está sin duda en la calle
que ahora piso: en la Ulica Knez Mihailova. La calle que se nombró en honor de
su rey Miguel III Obrenovic, príncipe de Serbia, y que tomó la forma y el
perfil actual en los años finales del siglo XIX, en torno a 1870, cuando el
dominio del Imperio Austrohúngaro por fin dio perfiles de occidentalidad a este
territorio que durante siglos había sido dominado por los turcos. El gobierno
de la actual Serbia le ha concedido el grado de “Unidad Especial de Gran
Importancia histórica-cultural” (1974) y d eesa forma ha conseguido hacerse
peatonal en todo su recorrido (que empieza en Terazije y acaba ante las rampas
que ascienden al castillo Kalemaiden, origen inicial de la ciudad en la
confluencia de los ríos Sava y Danubio.
En Belgrado el “Danubio Azul” al que homenajean los valses
vieneses y las zardas de Monti apenas se ve. Es tan llana la planura del norte
de Serbia que las aguas se diluyen en el horizonte neblinoso. Pero etá ahí, con
sus barcazas surcándole y sus potentes niveles que corren rumbo ya al Mar
Negro, deseosos de abrirse.
En la Knez Mihailova se nota hoy el bullicio del inicio de
semana. Mucha gente que va a sus compras, a sus negocios, a sus quehaceres. Te
encuentras a pie de calle las sucursales de los principales bancos serbios
(alguno, muy pocos, occidental) o las dependencias del Instituto Cervantes
junto a las del Göthe. Y sobre todo las alusiones a la naci ón admirada, la cultura madre eslava: el Restaurante Ruski Lar,
el Hotel Rusia, y el pasaje Nikola Spasic, entre la Academia de las Artes y las
Ciencias de Serbia y la famosa cafetería Grecka Kralja (la “Reina Griega”, a la
que el año pasado acudió doña Sofía de Grecia, reina de España, creyendo que la
habían nombrado así en su honor…)
La Ulica Knez Mihailova es un espacio de poco más de un
kilómetro de longitud, animado y rico en contrastes. Hay pobres en las esquinas,
como en cualquier occidental que se precie, pero también llegan cochen de lujo
a sus bocacalles, y en las boutiques de nombres franceses brillan los
productos, inútiles y coloristas, del derroche parisino. La gente habla bajo
(cosa que a los españoles siempre nos sorprende) y va a lo suyo. Un café, a la
caída de la tarde, en la terraza alta del Kalemaiden, nos deja el regusto del
atardecer, que siempre parece lejano, allá sobre las motañas de Bosnia,
tintadas de amarillo, o de fuego apagándose.
En todo caso, y ya en la noche, que se presenta tres horas
antes que en España, aunque llevemos todavía el mismo horario) nos acercamos al
núcloe de Skardarlija, un laberinto de calles estrechas en las que surgen los
cafés, los garitos y las tiendas de antigüedades. Un núcloe agradable, también
tranquilo, que nos ayuda a iniciar el encuentro con este país, Serbia, al que
nunca le habíamos puesto buen cartel, pero que sí lo tiene. Porque está
habitado de gentes buenas, que solo quieren ser felices junto a los suyos.
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