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Guadalajara es una ciudad de viejos conventos |
Antonio Herrera Casado / 24 Enero 2011
Ante tanta
oferta turística, viajera y de ocio activo como cada día se nos viene a los
ojos, hay que considerar la posibilidad de aprovechar lo que un destino de
Turismo Cultural, cercano y sugerente, nos ofrece. Nos vamos, en esta ocasión,
hasta Guadalajara, donde cualquier viaje es coronado de sorpresas y en sus
calles y edificios podemos empezar a coleccionar emociones y saberes de la vieja Castilla.
La ciudad de Guadalajara, en el centro de la península ibérica, es una meta de ese
Turismo Cultural, en el que a sus edificios añejos añade la memoria de
personajes singulares y la tradición de sus fiestas y su gastronomía de hondas
raíces. Merece la pena que nos planteemos un viaje a Guadalajara, en un fin de
semana, o si es desde Madrid en una larga y densa jornada de ida y vuelta.
El
Ayuntamiento de la capital, en un trabajo bien dirigido y en alerta constante
para mejorar las posibilidades de oferta turística, ha planteado la posibilidad
de admirar sus más señeros edificios en los fines de semana, con pequeños
centros de interpretación en cada uno de ellos, señalizaciones a pie de
monumento, y hasta mínimas tiendas de recuerdos viajeros.
En forma de
Rutas Guiadas desde las Oficina municipal de Turismo, a través de Jornadas
gastronómicas temporales, o en los contextos de fiestas anuales como el “CorpusChristi” y el “Tenorio Mendocino”, e incluso festivales como el ya
internacionalmente conocido “Maratón de Cuentos”, se facilita a los viajeros
que proceden de los cuatro puntos cardinales la posibilidad de vivir
intensamente esta ciudad que, como las mejores pequeñas capiteles de provincia
cuenta con su Calle Mayor de origen medieval, sus íntimas plazas de la ciudad vieja,
sus templos góticos, mudéjares, barrocos… centrándolo todo el gran palacio de
los duques del Infantado, que hoy por hoy sigue siendo la clave más conocida de
esta atractiva ciudad castellana.
Edificios medievales
De lo más
antiguo en punto a edificios destacan las iglesias de Santiago y Santa María.
La primera de ellas, iglesia que fue del convento de las clarisas. La segunda,
hoy es concatedral. Ambas restauradas, muestran en su interior la elegancia de
la construcción mudéjar, con los ladrillos formando filigranas y
distribuyéndose sonoros sobre las puertas y arcos de tipo árabe. En Santa María
aún se yergue la torre que tiene todo el aspecto de haber sido alminar de una
vieja mezquita.
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El patio de los Leones en el palacio del Infantado de Guadalajara |
Edificios renacentistas
Hay que
visitar sin excusa el palacio que un sobrino del primer Mendoza, don Antonio, mandó
construir frente a Santiago. Es uno de los primeros que se levantan en España
con este estilo. Consiste este edificio en una pieza que evoca los mejores
conjuntos palaciegos de la Toscana: el equilibrio, las limpias distancias, los
elementos simples y los bellísimos capiteles (a los que Tormo denominó de
“renacimiento alcarreño”) se conjugan en el patio, escalera, artesonados y
salas de este palacio que merece conocerse, así como la aneja iglesia de La Piedad, que una sobrina del constructor mandó hacer a Alonso de Covarrubias.
La ciudad plena
En el paseo
que el viajero debe realizar por Guadalajara, desplazándose a pie desde el
palacio del Infantado y siguiendo ante Santiago y el palacio de don Antonio deMendoza, va a encontrarse con otros edificios en que se conjuga la historia
mendocina con las monjas carmelitas o los médicos papales. Siguiendo la calle Ingeniero
Mariño , se encontrará con el edificio del convento e iglesia
de San José, de carmelitas descalzas, y que permanece vivo desde comienzos del
siglo XVII. El templo, cuajado de altares barrocos su interior, muestra la
limpia estampa de fachada y nave que trazara el arquitecto carmelita fray
Alberto de la Madre de Dios. Poco más adelante, a la derecha, el palacio de la
Cotilla, hogar de los Torres y por ende, del polifacético Conde de Romanones.
En él se visita el “salón chino” empapelado con pinturas del Extremo Oriente,
ofreciendo en otras salas elementos patrimoniales de interés local.
Cien metros
más allá, el viajero reposado se encontrará, a la izquierda, Santa María la
Mayor, con su torre alminar y sus puertas de tradición siria, y a la derecha
con la capilla del doctor Luis de Lucena, que es un templo mínimo, en el nos
sorprende un exterior precioso de ladrillos y torreones esquineros que le hacen
parecer pequeño castillo, y un interior en
el que se admiran pinturas manieristas en las bóvedas, representando escenas
bíblicas y figuras de la Antigüedad, tal que Sibilas y Profetas. Parece, sin
exagerar, una pequeña Capilla Sixtina de la Castilla vieja.
Las sorpresas de la periferia
Aun a pie,
si el día hace bueno, el viajero llegará hasta la gran rotonda que llaman
“Puerta de Bejanque” donde se iniciaba la ciudad medieval, y en sus afueras,
sobre un alto jardín, verá las torres del monasterio de San Francisco, en sus
orígenes casa de templarios, y hoy recuerdo de un gran convento de mínimos
frailes. Su iglesia, la más grande de la ciudad, es soberbio ejemplar gótico, y
en su cripta, ahora restaurándose tras dos siglos de abandono, la gloria de
jaspes y mármoles rojos donde el linaje de los Mendoza quiso descansar para
siempre, en un espacio “críptico” muy similar al de los reyes de España en El
Escorial.
Tras pasear
San Roque, que es otra de esas estructuras urbanas netamente provincianas e
íntimas, plantadas sus frondosas arboledas hace casi doscientos años, se llega
al Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, un lugar irrepetible, indefinible
y que solo levanta admiraciones: ¡Es
precioso, es increíble! Esto es lo que todos repiten una vez que lo han
visto. Doña María Diega Desmaissiéres, la constructora, fue en los últimos años
del siglo XIX la mujer más rica de España. Fundó allí un Asilo de Pobres, y
junto a él mandó levantar una iglesia y un templo panteón en cuya cripta quiso
enterrar a sus padres, y acabó ella, unos años mas tarde, siendo la
protagonista sobre una urna de basalto llevada de marmóreos ángeles. El
arquitecto que ideó y levantó semejante conjunto, inmenso, asombroso, de
edificios, fue Ricardo Velázquez, y cientos los artistas que pusieron los
mosaicos bizantinos, las tallas sobre mármol de lombardas estructuras, la
cúpula de valenciana cerámica y al fin la corona de oro que fue siempre
codiciada de los que desde abajo la veían.
Han sido
unas cuantas cosas (hay más, muchas más) puestas sin mucho orden pero sí con
mucho entusiasmo, que se ofrecen como tema y eje de un viaje a una ciudad
pequeña, íntima, acogedora y plena de recuerdos históricos como es Guadalajara.
En ella, además, siempre habrá una fiesta en la que participar, y un ramillete
de escogidos restaurantes a los que acudir (mejor reservando antes) para
redondear esta visita con el sabor que deja el buen cordero, la miel o los
aceites de la Alcarria que enmarca a Guadalajara.
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