27 de diciembre de 2011

En el volcán Villarrica de Chile


El volcán Villarrica, desde Pucón (Araucania, Chile)

Antonio Herrera Casado / 5 Diciembre 2008
Una ocasión profesional nos ha llevado a Pucón, un lugar pequeño y hermoso de la Araucania chilena. La única tarde que nos dejaron libres las sesiones del Congreso Hispano-Alemán de Otorrinolarinmgología, pudimos recorrer los alrededores del pueblo, y adentrarnos en los parques nacionales de Villarrica y de Huerqueue, en los que la Naturaleza empuja y sube, llena cualquier mirada de la fuerza terrestre: un volcán activo, unos Andes boscosos, ríos bravos, lagos termales, una borrachera auténtica de emociones naturales.
No es extraño que ese Congreso se celebrara en ese lugar tan remoto. Pucón como el resto de la Araucania y aún parte de la Patagonia, fue colonizada por alemanes, mediado el siglo XIX. Aunque los criollos son minoría (por las calles el 95% de la población que se ve es indígena, mapuche en este caso) muchos de ellos son descendientes de alemanes, y estos apellidos se mantienen. De ahí que alemanes y españoles, que nos reunimos cada cuatro años en un Congreso conjunto, decidiéramos ir a aquel remoto confín, invitados por los colegas chilenos que al mismo tiempo celebraron su Congreso Nacional.

El salto del León, en el Parque Nacional
de Huerqueue, en Chile.
La tarde calurosa (diciembre da paso al verano austral) y larga, nos permite hacer interesantes visitas en los alrededores de Pucón. La primera se dirige a las faldas del volcán Villarrica. Una imagen perfecta, cónica, blanquísima, coronada de un penacho de humo, nos recibe. Desde algunos puntos se puede observar el monte completo, la cumbre, sus faldas cubiertas de glaciares (40 km2 son permanentes, duran siempre). Tiene una altura de 2.847 metros pero lo contemplamos desde los poco más de 300 a los que está situado Pucón, por lo que la sensación de gran montaña es impresionante. Los nativos le llaman “Rucapillán” que significa la casa del espíritu, o la casa del demonio, y su cráter mide 200 metros de diámetro, ofreciendo en su fondo un lago de lava a 1.250º, siempre humeante de gases sulfurosos y de vapor de agua. Desde sus laderas se contemplan, muy a lo lejos, otros espectaculares volcanes que forman cadena en la frontera entre Chile y Argentina: el Mocho, el Quetrupillan Quinquilil, y el Lanín, el más gigantesco, eterna atalaya de hielo a casi 4.000 metros de altura. Recuerdo la belleza natural del volcán, y anoto el sitio web donde puede encontrarse la permanente observación de algunos estudiosos sobre él: www.povi.cl.
Seguimos camino, y cruzamos el río Trancura, que trae las aguas de la nieve derretida, ahora muy crecido, violento: un lugar donde se hace rafting sin demasiado peligro. Junto a su orilla derecha, la carretera va ascendiendo para introducirse en el Parque Nacional Huerqueue, una reserva vegetal y animal en las faldas más occidentales de la cordillera andina. Por caminos polvorientos nos dirigimos hasta un rellano del bosque en el que se detiene el pequeño bus, y echamos a andar. Nos rodea un bosque centenario de robles y coigües, denso, húmedo, con sus troncos enormes cubiertos de musgo. A trechos cruzamos puentecillos y atravesamos pequeñas praderas. Luego el camino vuelve a subir. Estamos subiendo bastante, en busca de unos famosos saltos de agua. Pero, -algo que no olvidaré nunca- el camino nos lo va amenizando, a un grupo de 12 o 14 congresistas, uno de los científicos más notables que ha dado Chile en el pasado siglo. El profesor Héctor Belluci, a sus 84 años, vestido de montañero para la ocasión, lentamente, pausadamente, va reconociendo las plantas, las flores, los lugares, y al mismo tiempo nos va dando memoria de sus investigaciones, embriogénicas unas, prácticas otras, acerca del desarrollo de la nariz y los senos paranasales. En su día creó técnicas nuevas de cirugía facial, ideó instrumental, y caviló (cosa que ya no suelen hacer los médicos) sobre la esencia de la olfacción, su conexión con las glándulas endocrinas, el amar, el soñar, el permanecer jóvenes siempre. Todos le escuhábamos con arrobo, y entre todos no puedo dejar de mencionar al doctor Carlos Suárez, catedrático de ORL en Oviedo, al doctor Sprekelsen, con el mismo cargo en Murcia, y otros profesores chilenos, alemanes, suizos y españoles.
La flor de Copihue, emblema de Chile.
Así charlando llegamos a un primer salto de agua, sonoro y vertical: el salto de la China. Estrecha confluencia de rocas y oronda masa vegetal envuelven a la gran cascada, que bordeamos y superamos, para seguir camino rumbo al gran espectáculo, el Salto del León, que al fin contemplamos a pesar del trueno permanente de sus aguas al caer, desde 90 metros de altura, sobre las rocas. Espectacular el sitio, difícil de explicar. Todo es agua, vapores, musgos, un verdor intenso, un arco iris que rodea a los viajeros, que los engulle. Allí crecen, además, bosquedales de raulíes y de ulmos, muchas enredaderas y lianas, y allí vemos, por fin, la flor del Copihue, la flor nacional chilena. Es un mundo lejano al nuestro de la Alcarria, por supuesto: un mundo ni siquiera soñado, distinto, salvaje, tan hermoso que nunca se olvida.
Bajamos a zonas más llanas. Vamos a acabar la tarde visitando otro pequeño poblado, (como Pucón, todo construido de madera, para evitar que los terremotos destruyan y maten) llamado Playa Blanca, en la orilla del lago Caburgua. Es este un lago volcánico, en lo hondo de una depresión cuyas paredes son altos y atónitos montaños andinos. Sin duda son masculinos, porque son oscuros, de rectas paredes, ceñudos. En este pueblo vemos un gran ejemplar de Araucaria, el árbol nacional también de Chile. Es un árbol propio de esta región, muy veterano (hay ejemplares de más de 2.000 años de existencia) y muy alto, con hojas perennes y frutos de piña: fue –cosa lógica- el árbol sagrado de los mapuches, y ahora todos sus ejemplares están catalogados como “monumento nacional”. El millón de habitantes d ela región lo respeta y saluda. Y al final del día la guía nos lleva hasta otro espacio natural, un parque sencillo pero denso de bosques, caminos y pasarelas, los “Ojos del Caburgua”, unas cascadas que surgen desde unos altos pozos de color turquesa puro, y que alimentan por ese costado al lago del mismo nombre. Por los alrededores nos enseñan colonias infantiles, un par de pequeñas eminencias volcánicas ya apagadas y cubiertas de vegetación, y algunas vistas de la cordillera de los Andes.
El gigantesco Lanín, otro de los volcanes en la frontera
de Argentina y Chile, corona de los Andes australes.
Se pasa el día y se aprende, se maravilla uno y se llena de nostalgias: por lo que pasó, por lo que pasa, por lo que pasará quizás un día. En este lugar tan lejano de la propia casa (16 horas de avión en dos escalas, y otras dos horas de autobús, más la subida a estos pagos en furgoneta…) uno piensa que es pequeño, que la vida es corta y que quisiera quedarse aquí una temporada. Siempre que se viaja se tiene esa misma sensación. Y siempre se vuelve a la rutina.

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