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Nave de las columnas de la Mezquita de Córdoba |
Nicolás del Hierro / Febrero 2011
Son las siete
y media de la mañana cuando espero para tomar un autobús urbano que ha de
acercarme, en recorrido único de aproximadamente cuatro kilómetros, a la Estación MADRID PUERTA
DE ATOCHA, donde llego justo una hora más tarde. La calle Marcelo Usera
es un tapón, Legazpi un laberinto y un largo embudo el Paseo de las Delicias.
No es esto una excepción ni tampoco algo particular de área ni barrio
madrileño, sino un padecimiento endémico que ha de pagarse de modo casi
generalizado en la gran ciudad. Así está de mal el transporte en Madrid.
Además, a uno se le antoja peor aún cuando, a las nueve, toma el tren AVE,
semidirecto a Sevilla, y apenas cuarenta y cinco minutos después le están
anunciando la inminente llegada a Ciudad Real.
Cierto que ni uno ni otro desplazamiento le son
desconocidos al viajero porque, respectivamente, en aquél y en éste sufre y
disfruta con frecuencia; conoce el transporte público de Madrid en hora punta y
el buen funcionamiento del AVE: casi una hora para cubrir un recorrido urbano
de unos cuatro kilómetros, y cincuenta escasos minutos en los que se salvan los
doscientos que distan Ciudad Real a la capital de España. Para morderse las
uñas, mientras uno realiza el primero y para disfrutar del tiempo y comodidad
en el segundo. Doble y prolongado disfrute, porque Córdoba es nuestro destino y
el AVE suma su resultado de aciertos.
Córdoba es luz de un sol agradecido por febrero que,
a nuestro paso, ya puso en flor a no pocos almendros en las laderas de abrigo,
y que se hace reflectores en las vidrieras y lucernas de la Mezquita-Catedral. Aquí
está el equilibrio y la belleza en cualquiera de las formas que vemos o podamos
imaginar, desde el acierto que supone su arquitectura al clima espiritual,
religioso y de razas por donde transcurre su historia, esa historia de
creatividad remota que nos habla de unos cimientos probablemente ibéricos,
aprovechados por los romanos, y, lo que sí es seguro, la construcción de un
templo visigodo que transformaría Abderramán I el año 785, cuyo sentimiento y
línea continuarían ampliando y renovando sus descendientes de estirpe y de
dominio, no sólo en una demostración de fe religiosa y de raza, sino como
símbolo de la fuerza y belleza que la piedra y el ladrillo otorgan a la
construcción armónica.
La obra no sufriría gran atentado, en 1236, tras la
conquista castellana y su consagración como templo católico. Sí es cierto que
se elimina algún signo externo de la fe islámica y se abren capillas menores.
La transformación mayor, sin que tampoco quiebre su armonía estética, le
llegaría casi dos cientos años más tarde (1523), cuando el obispo Alonso
Manrique mandó demoler parte del conjunto central para construir un templo
católico, que sería luego catedral cristiana, en medio de la mezquita.
Pero no son estos y otros datos históricos los que
generalmente atraen la atención del común visitante. Éste se entraña más en la
majestuosidad de las columnas y su extraño y ordenado laberinto, la doble
arcada que corona las mismas, la rectitud frontal del bosque marmóreo, el
lucernario central, el logro de la luz y la alternancia de colores; le
maravilla la suntuosidad del conjunto, la riqueza de la piedra y la armonía del
ladrillo para darse todo a sus ojos con una estética asombrosa, que se hace
impar en la contemplación del altar mayor y el coro catedralicios, su lámpara y
los tesoros, su gran custodia, el admirar imágenes y cuadros en no pocas de sus
capillas o, en contraste, el rincón de oración islámica como es el mihrab. Quizá también algún poeta se
acerque y se detenga ante los restos de don Luis de Góngora, que se guardan en
el osario de una capilla lateral, San Bartolomé, que perteneció a la familia
del poeta, pero aquellos, como la poesía es minoritaria, suelen ser los menos.
Córdoba, desde la esencia senequista hasta el
dominio artístico de Julio Romero, pasando por la ciencia de Averroes y la
filosofía de Maimónides, forma un mosaico histórico que se actualiza en
pensamiento, cultura y arte por no pocos rincones de la capital y su provincia.
Córdoba es el taxista que te va explicando el lugar al que llegas y el que vas
dejando atrás, es el conductor del coche de caballos que se cala su sombrero y
te cuenta lo que sabe y lo que no, mientras el repiqueteo de los casos del
trotón se pierden bajo el mayor sonido motorizado de los coches; es el
restaurante y el tapeo, el albear y el montilla, el beso dulce que pone al
postre un “Pedro Ximénez”; son sus restaurantes con el profesional que explica
el plato por el que te interesas, y lo es hasta la mujer que te ofrece
insistentemente la ramita de romero, porque te va a traer suerte; Córdoba es le
Ribera de los Molinos, la muralla y el río, la Judería, la Corredera y la plaza
del Potro; el museo
de BB.AA, el taurino y el arqueológico... Son sus barrios, sus fiestas, sus
iglesias y sus ermitas. Córdoba son olivos y trabajo, algodón que le pincha
estos días...Y, sobre todo, Córdoba no puede dejar aparte la historia de una
efímera ciudad, hoy sus ruinas bastante reconstruidas, que hace más de un
milenio fuera la maravilla de Occidente: Medina Azahara.
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