30 de diciembre de 2011

Mirando a las Batuecas


La Calle Derecha de Miranda del Castañar
Antonio Herrera Casado / 1 Mayo 1998
Los viajeros se han echado a la carretera muy temprano. Tanto, que han llegado (desde Guadalajara) a desayunar en Béjar. Sí, salieron de noche, pero el día tiene que cundir. A la izquierda queda la montaña oronda y suave, aún cubierta de nieve, y bajo ella se desfila por carreteras cada vez más retorcidas, estrechas, que obligan a ir despacio, adentrándonos en un territorio nuevo y cuajado de verdes perspectivas: son las Batuecas.
El primero de los pueblos a los que se llega es Miranda del Castañar, apoteósico de sorpresas: es conjunto-artístico desde hace muchos años, y revela un pasado si no glorioso al menos denso, con idas y venidas de grandes señores, de arrieros y comerciantes, de judíos y romanos… en una mezcla difícil de definir, pero que deja a la vista uno de esos pueblos españoles (extremeño en este caso) de antigua raigambre, de personajes y secuencias, de edificios clásicos y longevos.
Miranda del Castañar se encuentra protegida al completo por una firme muralla. En su centro, donde aparcamos el coche, una ancha plaza sobre la que vigila un castillo de buena estampa. De las cuatro puertas que tuvo la villa, al sur y al este permanecen enteras las puertas del Postigo y de San Ginés, respectivamente. Al oeste, se alza la de Nuestra Señora de la Cuesta, y al norte, la más grande, la puerta de la Villa. El castillo se levantó hace muchos siglos, en el XII, y luego en la época de las guerras civiles castellanas, en la segunda mitad del XV, los Zúñiga se hicieron señores de la población y mejoraron mucho el castillo, en el que pusieron todo lo que hoy se ve: almenas, postigos, matacanes, escudos… este castillo fue pasando de familias en familias, todas de la alta nobleza, hasta dar en los Alba. Su última duquesa (por ahora) la inconsumible Cayetana Fitz-James Stuart, que es también XIX Condesa de Miranda del Castañar, se lo regaló a la villa, que hoy lo disfruta y enseña a los visitantes.
Nosotros nos dedicamos a patear el pueblo, que es ejercicio saludable y honrado, apetecible a media mañana y sugerente de emociones antiguas: vemos los rincones pétreos, la iglesia, los caserones nobles cuajados de escudos… entre ellos sobresalen la “Casa del Escribano” que vemos en la foto adjunta, espléndida de tallas, puertas y blasones; la Casa Caída, la Carnicería Real, la Cárcel de la Villa, la Antigua Enfermería… y es un placer recorrer una vez y otra la Calle Derecha, desde la que nos asomamos en las esquinas para ver sus callejuelas que empinadas suben hacia el castillo, hacia las murallas, a los miradores desde los que se divisan las vegas.
Pasamos luego por San Martín del Castañar, que también tiene castillo, un cementerio en su interior, y una plaza de toros muy antigua. Nos llaman la atención los pilones de las plazas, grandes espacios llenos de agua, con empinados manantiales en su centro. Muchas casas de entramados de madera y, en definitiva, un lugar para pasear y asombrarse de los modos de construcción y de vida en que el tiempo parece haberse detenido.
A poco llegamos a La Alberca, situado en las estribaciones de la Sierra de Francia, y en el límite más al sur de la provincia de Salamanca, lindando con las Hurdes extremeñas. A más de mil metros de altura, todavía hace fresco en esta tierra, a pesar de ser bien entrada la primavera. La Alberca es un conjunto urbano espectacular, un lugar al que todos los españoles debería ir, al menos una vez en la vida, como los musulmanes a la Meca. Pero no para orar o darse cabezazos contra una vieja piedra, sino para deambular sus calles, respirar su limpia atmósfera, comprar en los mercadillos y tiendas tradicionales, y comer suculentamente en el Restaurante de la plaza, en el primer piso de su edificio más emblemático. Fue declarada Conjunto Histório Artístico en 1940, y se ha conseguido mantener intacta su forma y su perfil, de tal modo que La Alberca es de esos pueblos que, sobre todo por la volunta de sus vecinos, se ha mantenido tal como era hace varios siglos. Todos los edificios son de granito, mezclando entramados de madera, vigas atrevidas, y añadiendo miles de plantas, sobre todo geranios, colgando de los balcones de madera.
La plaza mayor de La Alberca
Los viajeros pasean la calle principal de La Alberca, cuajada de edificios hermosos, señoriales y a la vez sencillos, con la expresividad que da el haberse dedicado siempre, en una tarea común, a mantener la esencia de su vieja arquitectura. Acabamos en la Plaza Mayor, animada y espléndida, con su cuesta que al menos permite correr las aguas, y centrada por una cruz devocional gótica que se alza sobre un plinto ornamentado de granito. Arriba del todo se levanta la iglesia, gótica, oscura, que no nos lleva más de cinco minutos recorrerla para enseguida bajar de nuevo a la Plaza y asegurarnos allí una mesa de balcón en el Restaurante “El balcón de la Plaza”, en el que damos cuenta de las típicas patatas meneás tras la entrada de una bandeja de sabrosos boletus.  Después, otro paseo para sentir que es verdad eso que dicen de que en La Alberca las calles huelen a flores, a miel y al aroma profundo que brota del interior de las tiendas de embutidos y chacinas.
El viaje continúa, a media tarde, rumbo a la altura orgullosa de la Peña de Francia. Es esta una de esas montañas sagradas, alzadas y abruptas en medio de tierras bajas, en cuya altura siempre hubo algún santuario, se relataron milagros, se pasó frío y se disfrutaron maravillosas vistas. Esto es lo que hace los viajeros, después de subir, despacio, por la empinada y estrecha carretera que en algunas ocasiones se asoma demasiado peligrosamente al abismo. Su altura es de 1.727 metros y es la cumbre más elevada de la Sierra de Francia. Allí llegados, y al resguardo del viento frío que se ha desatado, podemos admirar el templo del santuario de la Virgen de la Peña de Francia, que es una virgen negra medieval, y que concitó siempre peregrinaciones de cristianos venidos de todas partes. En invierno nieva tanto y hace tanto frío que es imposible ascender a ella por la carretera. El templo y convento anejo fue edificado por los dominicos en el siglo XV, y la Virgen, aunque más antigua, fue descubierta por el francés Simón Vela en esos tiempos. Aún tenemos valor para asomarnos, desde su mirador, a ver cómo la tierra de España brilla y alienta: hacia poniente, en lejanas llanuras, se vislumbra Ciudad Rodrigo y la raya de Portugal. Hacia el sur, brillan las aguas del pantano de Gabriel y Galán, además de los bosques de las Batuecas que se pierden rumbo a la provincia de Cáceres. Muy lejos, al norte, aunque no se ve, se adivina la ciudad sabia de Salamanca, donde los viajeros seguirán viaje, cuando se recuperen del frío de la altura.

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