31 de diciembre de 2011

Una tarde en los jardines de Caserta


El palacio real de Caserta, visto desde la fuente de Venus.
Los jardines son lo mejor de este lugar borbónico en Campania.

Antonio Herrera Casado / 27 Mayo 2001
Tras unos días de viaje por el sur de Italia, y habiendo tenido nuestra base en la isla de Ischia, antes de subir al avión en Nápoles nos da tiempo a pasar unas horas en Caserta. Tenía un especial interés, después de haber visto los mejores jardines reales europeos, por pasear en estos de Caserta, que son tras Versalles lo mejor que los Borbones hicieron en el continente.
Uno de los mejores reyes de Nápoles y Sicilia, Carlos de Borbón (que fue séptimo de su nombre en aquel reino, y luego tercero en España, alcanzando aquí el añadido título de “rey alcalde de Madrid”) decidió a mediados del siglo XVIII trasladar la capital de su gran reino a Caserta, sacándola de la vieja Nápoles, alegre y solemne ciudad que culmina la bahía espléndida de su nombre, pero que no daba espacio para hacer en ella lo que este monarca perseguía: una ciudad nueva, diseñada con la lógica de la Ilustración (casas, avenidas, plazas, colegios, fábricas…) y rematando todo un enorme palacio rodeado de unos fabulosos jardines.

El Rey Carlos encontró ese sitio en un amable paisaje de la Campania, entre colinas verdes y arroyos rumorosos. Encargó el proyecto al mejor arquitecto/ingeniero del momento, Luigi Vanvitelli, que llenó con su ingenio la Italia meridional del siglo XVIII. Aunque la ciudad no llegó nunca a terminarse, y ahora todo está urbanizado con la desproporción y el loco hacer de los italianos, al menos el palacio y sus jardines quedaron terminados. Se comenzaron las obras en 1752 y no se acabó todo hasta 1832, aunque lo principal del edificio quedó concluido, y habitado, en 20 años, pudiendo disfrutar de él nuestro Rey ilustrado. En 1997 fue declarado el conjunto Patrimonio de la Humanidad.
Llegamos a Caserta en varios autobuses, y entramos en bandada, con otros cientos de italianos, en sus amplios salones. Se recorre el edificio sin mayores problemas, y en él se admiran primero las fachadas, que dan a los cuatro puntos cardinales, siendo la del sur, la principal, más decorada con un gran frontón sobre la entrada. El resto ofrece en sus 250 metros de ancho por 200 de profundidad, la monotonía elegante de sus órdenes gigantes de columnas y pilastras adosadas dejando balcones y ventanales entre medias. Líneas rectas, sobriedad y elegancia propias del barroco.
El interior es distinto, muy animado, grandioso. Esa es la única palabra que como adjetivo puede utilizarse. Mi recuerdo del lugar es el de haber estado en un sitio solemne, profuso, dorado, marmóreo: un pedazo de palacio para un pedazo de monarquía, a la que Carlos de Borbón quiso dar el mejor lustre posible del momento. Lo consiguió, sin duda. Como todo en la vida, echándole millones. El buen de hacer de los constructores, desde el arquitecto diseñador a los últimos peones, pasando por artistas de primera línea, pintores, escultores, estuquistas, tallistas, hicieron de Caserta un lugar impactante, como salido de un sueño. Después de la unificación de Italia, de las revueltas liberales, de guerras mundiales y recidivante pobrezas, el palacio se ha restaurado y hoy luce imponente, maravilloso.
La escalera de honor del palacio real de Caserta
De su interior, un par de cosas que me llamaron la atención: la escalera principal, “de honor” la llaman, de tipología imperial con una rampa ascendente que se bifurca en otras dos en un rellano flanqueado por dos leones. Esta decorada con mármoles blancos y rosados, desembocando en otro vestíbulo que permite el acceso a la capilla, justo en el lado opuesto, y que recuerda a la de Versalles por su planta alargada, aunque es mas sobria y está decorada con los mismos materiales que la escalera.
Y el Teatro Real, copia en pequeño del San Carlos de Nápoles, pero con cinco logias de palcos, un palco real y una platea, que sirvieron para acoger a los más nobls encumbrados durante las representaciones, a las que tan aficionados fueron los reales individuos. Todo el palacio se decora de damasco azul y sencillas estructuras doradas, teniendo un escenario pequeño pero con avanzada tecnología, entre otras la de poder abrir su pared posterior al parque, de tal modo que el escenario quedaba abierto totalmente a la Naturaleza. Se inauguró en mayo de 1769 con la ópera “L’incoronazione di Poppea”, de Monteverdi, aplaudiendo a rabiar Carlos [III] y toda su familia y cortesanos.
Salimos después a los jardines. Esto es lo que da fama a Caserta y deja boquiabiertos a los viajeros hoy en día. El rey Carlos de Borbón (hijo de Felipe V de España, y nieto de Luis XV de Francia) tenía en la retina infantil clavados aquellos jardines en los que había pasado su infancia: el entorno de Versailles, y el Buen Retiro de Madrid. Quería hacer algo aún más grande, más solemne y exquisito. Vanvinelli puso su inspiración y su saber y lo consiguieron. Estos jardines son enormes, miden varios kilómetros de largo, y ocupan más de 200 hectáreas de superficie. La Granja, Aranjuez, Peterhof, Schönbrunn… nada que ver con ellos. Es notable su diseño paisajístico, realizado por el propio Vanvitelli, la calidad de sus esculturas y las numerosas fuentes, que fueron proyectadas en cadena para aprovechar la caída del monte que le protege por el norte. De esa manera, al salir del palacio rumbo al área de paseo, el viajero se encuentra primero con un amplio jardín horizontal de boj, y más allá un inacabable paseo que va alzándose hacia la montaña, y en el que a trechos aparecen cascadas y fuentes, escoltado todo de un denso bosque.
Tan largo es el paseo (y tan poco tiempo teníamos para verlo) que optamos por la solución de tomar el trenecillo que continuamente pasa llevando pasajeros desde el palacio a la fuente más alta. Así se ve todo mejor, se va rápido y no se cansa uno. Llegados arriba, nos impresiona la Fuente de Venus y Adonis, con múltiples figuras, enormes, de metal dorado. Y otras fuentes más abajo dedicadas a Eolo, Ceres, Diana, Acteón y los Delfines. El paseo, de tres kilómetros de longitud, y en cuesta, deja ver desde arriba la suntuosidad del conjunto, y el palacio al fondo, horizontal y magnífico. Más lejos aún, la llanura de la Campania, y el Vesubio al fondo, permanente telón del clasicismo napolitano.
Son muchos los datos que tomé aquella tarde, y más grande aún el estupor que me produjo este viaje, para el que no quería dejar en el olvido aquella sensación: la de los Borbones constructores de ricas mansiones, de fabulosos palacios, de inimaginables jardines, que al menos han quedado para el disfrute de los viajeros que tengan la oportunidad de llegar hasta ellos.

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