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La vigilanta del Hermitage |
Antonio Herrera Casado / 19.05.2011
Hemos vuelto a San Petersburgo cuando asoma tímida la primavera. Esta
vez llegamos en barco, tras una cómoda travesía por el golfo de Finlandia, sin
que apenas haya llegado a hacerse noche cerrada porque mediado mayo los días
son ya largos, muy largos, en estas latitudes. Tras dar una vuelta por el
solemne barrio de la Universidad, sobre la isla Vasilievski, cruzamos el puente
Tuchkov y penetramos en la ciudad propiamente dicha. Entre las muchas cosas
nuevas que vamos dispuestos a ver, siempre figura la visita al Hermitage, al
gran museo cumbre del arte universal, en el que se atesoran más de dos millones
y medio de objetos culturales y artísticos de los pueblos de Europa y Oriente
desde los tiempos más remotos hasta el siglo veinte.
La historia del Hermitage se inicia con Pedro el
Grande, cuando adquirió varias obras de arte, entre las que se encontraban David despidiéndose de Jonatan, de
Rembrandt y La Venus de Táuride. Se considera que el museo nació oficialmente en
1764, cuando un comerciante berlinés envió 225 cuadros a Catalina II en pago de
unas deudas. Al recibirlos Catalina quiso que su galería no fuera superada por
las colecciones de otros monarcas y comenzó a comprar casi todo lo que se
vendía en subastas europeas.
Tras la Revolución de Octubre, en 1917, expulsados y
ejecutados los miembros de la familia real, su palacio de Invierno, de San
Petersburgo, fue destinado a albergar el Museo , ya enorme, que Rusia había ido acumulando
en manos de sus monarcas. Desde 1922 el Hermitage está en esta sede, cinco
palacios, todos enormes, y contiguos, entre el malecón izquierdo del Neva, y la
plaza de Palacio. Este había sido construido por la emperatriz Isabel ,
hija de Pedro el Grande, y sus fachadas, el interior de la iglesia palaciega y
la majestuosa escalera principal son un ejemplo del llamado barroco ruso del
siglo XVIII. Sin embargo las salas del palacio son del siglo XIX, pues tras sufrir
un incendio en 1837 se reconstruyeron según la moda de la época. A pesar de que se
convirtieron en salas de exposiciones no han perdido todo su esplendor. La más
bella de todas es la
sala Malaquita ; sus columnas, pilastras, chimeneas, lámparas
de pie y mesitas están decoradas con malaquita de los montes Urales. El verde
vivo de la malaquita, combinado con el brillo del dorado y el mobiliario
tapiado con seda de color frambuesa, determinan la impresión fantástica de esta
sala.
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Miguel Romero en la War Gallery del Hermitage |
Un par de
veces he tenido ocasión de entrar al Museo del Hermitage, en San Petersburgo
(Rusia). La primera, rápida y fugaz, de una hora de duración, solo dio tiempo
para admirar la entrada solemne, la escalera gloriosa y los frescos que la
coronan y cubren de color. Una vez arriba, los salones de recepción de lo que
fue palacio de invierno de los zares de Rusia, con la sala del trono y esa
larga y estrecha estancia (la “War Gallery ”)
donde aparecen los retratos de varios centenares de generales rusos, aquellos
héroes que en la batalla de resistencia contra Napoleón en el invierno de 1812
subieron de oficiales a generales. El bloque fundamental de esos retratos los
pintó el inglés George Dawe tras su llegada a la capital del imperio zarista en
1819. durante 10 años, el pintor inglés fue llamando a todos ellos, y
registrando en óleos valientes, realistas, muy estudiados, los retratos de esos
333 militares que desde entonces, y presididos por los retratos enormes del zar
Alejandro I y del General Mihail Kutuzov miran desde el otro mundo a quienes en
este se admiran del lugar en que ya habitan, para siempre. Esta sala es, sin
duda, el lugar que más me impresionó siempre del Hermitage, y en la que, la
segunda vez que fui, retraté a mi amigo de viajes Miguel Romero, que es clavado
a uno de los generales que allí se columpian. Como seguramente yo tendré otro
sosias entre los marcos, y cada cual puede identificarse con alguien de los que
allí, todos voluntad y energía, oyen sonar todavía los cañones napoleónicos
atenazando a Moscú entre la nieve.
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El bodegón de Velázquez en el Hermitage |
La segunda
visita fue más densa, llevada del entusiasmo de nuestra guía, Liudmila Kosareva,
que nos llevó de nuevo a admirar el bloque de pinturas de Rembrandt, el más
numeroso del mundo, o las salas de los impresionistas franceses, sin olvidar
los clásicos del Renacimiento italiano y el bloque de pintura española, entre
la que hay soberbios velazquez, carreños, morales, coellos y un par de grandes
cuadros del alcarreño Juan Bautista Maino. De entre los cuadros de esa sala,
con la sempiterna infanta Margarita, y su padre el bigotudo Felipe IV
presidiendo los muros, destaca sin duda uno de los primeros y mejores cuadros
de Diego Velázquez, el que denominan “El Almuerzo” o “Tres hombres a la mesa”.
Obra de su primera etapa sevillana, hacia 1617-1618, este óleo perteneció a
la zarina Catalina II y se
encontraba en el Hermitage ya a finales del siglo XVIII, considerado como
pintura flamenca. Desde 1895 se atribuye unánimemente a Velázquez. El lienzo
retrata una escena cotidiana propia de la época sevillana de Velázquez. En ella
aparecen tres hombres que representan las tres edades del hombre, sentados en
torno a una mesa cubierta con una mantel blanco sobre la que descansan un plato
de mejillones, un vaso de vino y varias piezas de pan, componiendo uno de los
bodegones supremos del arte. Tras los personajes, la oscuridad de la pared es
rota por un sombrero y una golilla colgados de la misma. Los modelos
utilizados para los personajes de la izquierda y de la derecha parecen ser los
mismos que Velázquez utilizó en sus obras San Pablo y Santo Tomás.
Existe otra versión de este cuadro, que bajo el título Almuerzo de
campesinos, se conserva en el Museo de
Bellas Artes de Budapest. Sobre este cuadro, conviene leer lo que
dice Romano, Eileen
(2006). Art Classics: Velázquez, y lo que aparece en Velázquez,
Catalogo de la
Exposición. Museo del Prado 1990. En la exposición que sobre las
riquezas del Hermitage hay en estos días en Madrid (de noviembre 2011 a marzo de 2012) “El
almuerzo” de Velázquez es sin duda una de las estrellas.
El paso por
las salas de este Museo solemne y pletórico, en el que si se pudiera contemplar
todos sus fondos habría que quedarse en la ciudad un par de semanas, cansa las
piernas pero no el espíritu. Una de las cosas que más llamó mi atención es el
plantel de vigilantas que el Ministerio de Cultura ruso tiene en nómina.
Ninguna baja de los 70 años y uno se pregunta si no las han jubilado ya, y por
qué están allí, día tras día, tiesas y secas como escobas, serias y vigilantes
de que nadie se entretenga, que nadie toque nada, que nadie, incluso, sonría.
Son las guardianas del mayor tesoro de Rusia, y están allí (luego me enteré)
porque su pensión es tan exigua, que no les da ni para comer, y mientras
vigilan, en pie y en las esquinas, a los turistas que pasan por las salas,
ellas están calentitas y no consumen calefacción en sus casas. Una forma, muy
original, de ahorrar.
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