24 de diciembre de 2011

Primavera en Milán


En el patio viejo de la Universidad de Milán,
los alumnos charlan bajo las arcadas clásicas
Antonio Herrera Casado / 7 Abril 2011
En los primeros días de abril, toma Milán su cara de primavera: arde la plaza del Duomo, de gente y de sol, y su piedra blanca deslumbra, deja atónito a quien por vez primera la ve. Ese soy yo, que he llegado a esta ciudad por cuestiones profesionales (un Simposio de Hipoacusias Infantiles y su corrección protésica) pero que aprovecha cualquier resquicio entre las charlas para dar un paseo por el centro.
En un abarrotado autobús se llega a la gran plaza de la catedral, la Piazza del Duomo que allí dicen. Un lugar para pasear, mirar, y asombrarse. Culminando sus costados se levanta la filigrana pálida de la piedra tallada. Monumento símbolo de la ciudad, sobre la cumbre más alta de sus agujas, a 108,50 metros del suelo, resalta la famosa Madoninna dorada símbolo de protección e iluminación de la ciudad. Aunque la primera piedra para la construcción de este templo fue puesta en el siglo XIV, nada tiene de medieval: crece en los siglos fulgurantes del barroco, y tras haber sido saqueada por españoles y franceses, a petición de Napoleón Bonaparte se empieza a erigir, en 1813, la fachada descomunal y vibrante. En el interior hay cinco naves, anchas como pista de carreras, y 52 inmensos pilares que soportan sus techumbres. Por los muros, las capillas, las bóvedas y los trascoros se yerguen las estatuas y los cuadros, los emblemas heráldicos, las trompetas de bronce…
Le damos la vuelta completa al templo, y nos vuelve a sorprender la cantidad de tallas de santos y diablos que pueblan los muros del ábside. Desde él, y por ascensor, subimos al tejado. Por galerías cubiertas de arcos subimos y subimos, a lo más alto, la azotea en que se levantan las últimas agujas. Solo me queda pensar en que parece imposible que de tanta piedra surja tamaña sensación de volatilidad, de ingravidez. Porque el Duomo de Milán vuela, no está en el suelo. Un lugar único. Habrá que volver…
En la plaza, delante de la iglesia, a la derecha se ve la Galería Vittorio Emmanuele. Su portada altísima parece la de una catedral civil. Y dentro, sus cuatro brazos cubiertos de bóveda acristalada, están cuajados de comercios, de bares, de firmas y joyerías de alto nivel. Todo se va en mirar, en soñar, aunque no es un lugar este que a mí me apasione… lo de las compras queda para otros. Los pobres tenemos que conformarnos con mirar.
Y en esa plaza, y desde lo alto mejor, se ve el Palacio Real, que fue construido en 1138 y ha sido muchas veces sede del Gobierno del Milanesado, residencia de reyes, condottieros, virreyes, gobernadores y ahora está convertido en un museo y en sede de exposiciones.
Desde la plaza del Duomo, se abre Milán entero. Todo es animación, alegría, lujo. Milán es una ciudad vital, con gente que va deprisa, con gestores, banqueros y secretarias que visten de punta en blanco. Mucho Armani y mucha corbata, mucho tacón, mucho cuero… se nota que corre el dinero, o, al menos, las tarjetas de crédito. De pronto una boda, luego un colegio, los autobuses que se amontonan, el tranvía… ruido y fiebre. Un día espléndido, este 4 de abril, para descubrir Milán.
Parte de la plaza el viale Dante, y lo primero que encuentra es el espacio de la Piazza dei Mercanti. Esta pequeña plaza es expresión del pasado medieval de Milán, algunos la llaman "el corazón medieval" y en ella se pueden ver las fachadas del Palacio de la Razón o Broletto Nuovo, levantado en 1233 por el podestá Oldrano de Tresseno; la estupenda Logia de los Osii, construida en 1316 por Matteo Visconti, espacio para el comercio; el palacio de las Escuelas Palatinas, que es barroco y la Casa de los Panugarola, gótica. Por el viale Dante, y atravesando la Piazza Cordusio, a lo lejos se ve la silueta del castillo ducal. Delante de su masa oscura, la inevitable estatua de Garibaldi, padre de la nación italiana.

El viajero al sol del Parque Sempione.
Al fondo se ve el arco triunfal de Napoleon.

Paseamos por el Palacio o Castillo de los Sforza. Es el núcelo de la vieja Milán, en lo más alto del burgo (aunque la ciudad es plana absolutamente, pero bueno: puede decirse, o al menos así lo sentí al estar allí, que el castillo de los Sforza es el sitio más elevado de Milán. Estos magnates lo levantaron en el siglo XV, habiéndolo ido ampliando en el transcurso de los años: aquí vivió Ludovico el Moro quien llamó a los artistas más renombrados de su tiempo a que le proporcionaran obras de arte sin cuento. Aquí quedan, en los Museos de Artre que alberga, obras de Leonardo da Vinci y de Miguel Angel, de Rafael, de Mantenga, de Antonello de Messina… no hubo tiempo de visitar sus salas, pero sí de pasear por su gran patio, de ver sus torres (sobre todo la del ángulo sur, fuerte, circular, paramentosa…. Me paré a fotografiar escudos, capiteles y detalles del Renacimiento puro, dejando para el final la vista sobre los Jardines de Sempione, en ese momento verdes y cuajados de gente sentada en el césped. Muy lejos, en el horizonte, el arco de triunfo que la ciudad levantó en homenaje a Napoleón… el eje que centra Milán, desde el Duomo a ese Arco de Triunfo, pasando por Via Dante y el castillo sforzesco, es realmente un eje de fuerza en la Europa de siempre.
Otro de mis objetivos era contemplar la Universidad actual, ubicada sobre el edificio que fue durante siglos Hospital Central de Milán, el Ospedale Maggiore, donde, entre otras cosas, transcurren las páginas más emocionantes de “Los novios” de Manzoni. Me leí la novela unas semanas antes de viajar a Milán, y allí reviví de nuevo las jornadas de sus protagonistas en medio de la terrible epidemia de peste de 1668. Hoy este Hospital, joya del Renacimiento, muestra una vida palpitante, de estudiantes, despachos de profesores, bibliotecas, actos culturales, lecturas de tesis… todo ello tras la fachada de ladrillo en la que unos medallones de terracota hablan del arte del Quinqueccento más puro, y en su interior el claustro grande es una sorpresa impensable incluso para los que creemos haberlo visto todo del arte renacentista. Qué arcos, que grecas, qué medallones y que capiteles…. La joya del Renacimiento más puro en este Milán denso y ruidoso de hoy.
Aunque un par de tardes no suelen dar para mucho, yo conseguí verme Milán “casi” entero en un par de ellas. La primera fue lo que llevo contado. Y en la segunda dio tiempo para, siempre partiendo de la plaza del Duomo, ver la Galería de Vittorio Emmanuelle, conocida como el Salón de Milán, cubierta con grandes cúpulas de vidrio con planta de cruz latina, donde se encuentran algunos de los cafés y comercios más conocidos de la ciudad, y también de los más caros. Construida en la segunda mitad del siglo XIX por Giuseppe Mengoni, su suelo enlosado de mármol italiano está lleno de mosaicos de vivos colores, y allí es tradicional buscar el que representa representa la figura de Tauro del Zodiaco, pues dicen los milaneses que poniendo el talón sobre el toro y dando tres vueltas alrededor, se pide un deseo... casi me caigo porque en ese sitio el pavimento está irregular y desgastado, y quizás por eso el deseo que pedí todavía no me ha sido concedido.

Al acabar el día, la fachada blanca del Duomo de Milán
parece resplandecer sobre la gente que se entretiene.

Se sale desde la Galería a la piazza alla Scala, donde se ven dos magníficos edifdicios: uno es el Palacio Marino, hoy ocupado por las oficinas del Ayuntamiento. El otro es el Teatro alla Scala, la meca del teatro, de la ópera, de las bellas artes escénicas. Por fuera no es especialmente llamativo, aunque sepas que estás ante el lugar más alto de la música, donde Verdi estrenaba sus óperas maravillosas. El interior, lujoso y evocador, queda para los que vayan con más tiempo que yo. En el Museo del Teatro de la Scala se pueden divisar auténticas joyas como una mano en escayola de Chopin, la espineta donde aprendió a tocar Verdi, batutas de Toscanini, la máscara mortuoria de Puccini o un relicario con un mechón de pelo de Mozart. Lo digo por si a alguien le merece la pena entrar. Si es melómano, se va a entretener de verdad.
Otro lugar, medio perdido en las callejas del centro, es la Pinacoteca di Brera. Resulta ser el principal Museo de Milán, y uno de los más importantes del mundo por sus prestigiosas colecciones de pintura antigua y moderna. También me quedé en la puerta, sin más remedio, sin poder contemplar el San Francisco del Greco que tiene, la Última Cena de Rubens, dos retratos de damas de Van Dyck y Rembrandt, el Cristo Muerto de Mantegna o un San Jerónimo de la última época de Tiziano, además de una destacadísima colección de pintura italiana. La enorme colección artística se encuentra distribuída en 31 salas situadas en el primer piso y ordenadas geográfica y cronológicamente, por escuelas regionales. En el edificio se albergan además la Biblioteca Ambrosiana, una de las cumbres del culto al libro, el Observatorio Astronómico, el Jardín Botánico y la Academia de Bellas Artes.
Acabamos la tarde recorriendo el centro: la vía Manzini, la vía Montenapoleone, la plaza de San Babila, el inicio del Corso Europa… qué coches aparcados, que señoras, qué lujo, que locura: en ese lugar, y luego volviendo a la catedral por el corso Vittorio Enmanuelle se percata uno que está en el centro de una de las ciudades más pujantes, más adineradas, más en la punta de Europa. Hasta los funerales (me cupo asistir a uno en la iglesia de San Babila, revival bizantino en el arranque de Corso Venecia) son de etiqueta, glamourosos, estridentes: la gente llora, aunque van con pamelas negras y trajes de Cavalli, de Gabanna o de Armani.
Acabo la tarde, ya cansado de tanto andar, en un café recoleto del callejón de Radegonda. El camarero, orondo y simpático, dice que es siciliano. Y le digo que en definitiva italiano…. Pero no, no: insiste, enfadado, exaltado, a voces: él es siciliano, y Sicilia no tiene nada qué ver con Italia. Él sabrá por qué lo dice…

No hay comentarios:

Publicar un comentario