21 de mayo de 2011

Una mañana en Helsinki

El edificio del Kiasma Museum de Helsinki


Antonio Herrera Casado - 21/05/2011
A finales de mayo, la primavera asoma tímidamente en Helsinki, y los árboles de las aceras y los parques se tiñen de un suave verde por las yemas que se abren. La verdad es que, a pesar del sol, y quizás por el aire tan fresco que viene del mar, hace un frío que pela, la bufanda no me estorba, y sin embargo las chicas finlandesas van ya con pantalón corto. Se ve que están deseando que de una vez por todas se vaya el larguísimo invierno. Así le asustan.
A pesar de ser la capital de una nación (que todavía no ha cumplido su primer centenario) Helsinki no deja de ser como un capital de provincia. Tiene ese aire de intimidad y compañerismo en las calles, en los autobuses y en los cafés que parece sacada de una Salamanca o un Castellón sin mayor problema.


El barco nos ha dejado en el puerto más lejano del centro (como siempre hace Pullmantur en sus cruceros, por aquello de pagar menos en los atraques) y subimos al centro mogollón de cruceristas, todos españoles, en un autobús que se nos ofrece vacío, y en el que la conductora, que es la encargada de cobrar, renuncia a hacerlo. Un aplauso por la letona rubia y gordinflona que nos recibe así de bien.
Arriba nos deja en un mercadillo que hay junto al puerto pesquero. Andando andando pasamos la mañana viendo lo que Helsinki da de sí en cuatro horas:
La catedral ortodoxa, a la que llaman Uspenski, se nos abre a las 10 de la mañana en punto por el rubio pope que lo primero que hace, después de encender las luces, es sentarse tras el mostrador donde vende los recuerdos a los turistas. Fieles debe tener muy pocos, porque la población ortodoxa de Helsinki no llega al 5%.
Desde allí nos vamos (está en la colina de enfrente) a la catedral protestante, que es evangélica luterana, y tiene por título San Nicolás, pues se hizo en homenaje al por entonces zar de todas las Rusias y monarca de Finlandia, serenísimo señor Nicolás II. Es el edificio más emblemático de la ciudad, blanco y azul, elevado sobre unas interminables escalinatas. Dentro un órgano, un altar y las estatuas de prestigiosos calvinistas.
Por la calle mayor, la Alexandersgatan (en sueco) o Alexanterinkatu (en finlandés) porque todo en Helsinki está rotulado en ambos idiomas, paseando nos encontramos con la tienda central de Nokia. Parece una vieja tienda de tejidos, y en el escaparate tienen algunos modelos, no demasiado modernos, de los teléfonos móviles con que ha inundado el mundo.
Llegamos  al Mannerheimvägen, y lo primero que vemos es el viejo Teatro Municipal dedicado a sede de un Outlet animadísimo donde venden las típicas tonterías para chicas jóvenes, a unos precios desorbitados. Han entrado en el euro hace unos meses y han debido hacer como en España: redondear todos los precios por arriba, por muy arriba. Están promocionando una Coca-Cola Superlight, y nos dan para beber una minilata, superfría también. Ciudad de contrastes…!
Aparece enseguida la mole vanguardista, genial, hermosamente loca, del Kiasma Museum, el lugar donde puede admirarse el arte contemporáneo y la fuerza del diseño finés. No entramos, no tenemos tiempo. Otra vez será. Desde allí volvemos al centro, admirando lo que en Helsinki debe admirarse: el diseño de su mobiliario urbano. Fascinante y leve, hay que fijarse mucho para decir: esto sí que es original.
Terminamos la mañana, después de comprar algunos guantes, gorros y bufandas (dicen que traídos de Laponia, a unos precios supernórdicos) en el mercadillo del puerto pesquero.
El último paseo y admiración se lo lleva el hermoso bulevar de la Esplanade. Antiguos hoteles, edificios de principios del XX, muchos árboles y un kiosco central en el que (es la mañana de un domingo, después de las 12) suena una orquesta seguida de muchos melómanos. En la acera que sube, la de la derecha, nos metemos un momento en el Café Aschan, en un arrebatado “jugendstile” que nos deja, a los que entramos, sorprendidos. Todo en Helsinki es moderno, sorprendente, parlanchín, aunque tenga casi un siglo.
Una finlandesa ante un cartel de la Aleksandergatan

Y para terminar, y antes de volver al puerto en taxi, dejar constancia de algunas cosas que me sorprendieron en la capital de Finlandia:
1. No hay viejos, o al menos no los sacan a la calle. No ví a NADIE con más de 65 años. Una ligera inquietud me subió por la espalda.
2. La gente no se inmuta por que les hagas fotos. Y puedo asegurar que es un museo vivo el de los fineses y finesas, y más ahora que empieza la primavera. Punkis de bandera y rubias espectaculares, gentes de una elegancia suma y drogatas pacíficos. Incluso algún vikingo en bicicleta. Con la cámara delante de la barriga, voy disparando a todo lo que se me cruza. Conseguí medio centenar de buenos retratos. (Este truco va gratis en el reportaje).
3. No intentes entender ningún cartel en finés (tampoco en sueco). El idioma de estas gentes es ininteligible, lo mires por donde lo mires. No hay una sola palabra de origen latino o griego. Es tan curiosa la forma de disponer las letras, y tan largas las palabras, que por sí solas cobran carácter de obra de arte menor. Todo, pues, en Helsinki, está pidiendo ser mirado: las farolas, los carteles, las chicas…

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