15 de enero de 2012

De Museos por Norteamérica


Una de las naves del Museo de The Cloisters

Antonio Herrera Casado / 14 Octubre 1992

Gracias a la desorganización tan bien organizada del Departamento de Turismo de U.S.A, el proyectado viaje a San Francisco que mis amigos y yo llevábamos con el objetivo claro de visitar las ruinas del monasterio alcarreño de Ovila en el Golden Gate Park se nos quedó aguado pero aún con sabor. Llevar a U.S.A. a más de quinientos periodistas de todo el mundo y reunirlos en un Congreso de Prensa Turística es un lío que ni los americanos consiguieron desmadejar completamente. Me conformé, y no me arrepiento de ello, con ver algunos museos por los estados de la Costa Este, y entre ellos el espectáculo increíble de The Cloisters en Nueva York, donde más de una pieza de nuestra tierra castellana (la iglesia románica completa de Fuentidueña, el grupo de La Piedad del que fuera retablo mayor de Sopetrán, entre otras muchas) se ponen ante los ojos del espectador en un ambiente de perfecta recreación medieval y europea.
Estados Unidos es la tierra de los museos. En realidad es la tierra de la cultura y del respeto a los demás. La tierra del correcto uso de los caudales públicos y del compromiso de los políticos con su pueblo. Eso quiere decir, también, que es la tierra donde los museos proliferan, donde están bien dotados, bien cuidados, y llenos de gente mirando.


En Filadelfia admiré una muestra de pintura americana en la Academia de Bellas Artes de esa ciudad, cuna de la Independencia. En Baltimore, uno de los mejores Aquariums del mundo, un vivo museo de los océanos y sus pobladores. En Washington quedé estupefacto al recorrer los enormes espacios del Museo de la Aviación y el Espacio, donde guardan innumerables aparatos de aviación, aviones enteros, cápsulas espaciales y artilugios donde uno puede aprender, ‑en los varios días que la visita puede durar si quiere verse entero‑, todo lo relativo al hombre ajeno a la gravedad. En New Jersey nos enseñaron el proyectado Museo de la Ciencia que construyen junto al Hudson, en una colina con vistas al cogollo de Manhatan, y en el que los escolares y curiosos de este gran país (y los turistas que vengan a partir del próximo verano) podrán contemplar ingenios memorables, cines circulares y qué sé yo la de cosas...

Y en Nueva York la guinda de las visitas a Museos. El Metropolitan, injertado en el Central Park dentro de un edificio que parece palacio vienés, es sin duda el más gigantesco museo del mundo. La sección dedicada al Antiguo Egipto contiene, entre otras cosas, un completo y auténtico templo (el de Dendur) rodeado de estanques y jardines. Aparte de una estatua de la reina Hatshepsut que enamora. La sección de pintura europea tiene Grecos, Goyas y Velázquez para quitar el hipo. De este, y en una pared para él solo, el retrato de Juan Pareja. En el arte español, la gran reja de la catedral de Valladolid y el patio del palacio de Vélez Blanco. Junto a ellos están los Picassos de la sección de arte moderno, o los 45.000 vestidos y las 60.000 joyas venidas de todo el mundo. Algo increíble, expuesto con gusto, con aplicación didáctica, lleno a rebosar de gente, especialmente de niños que allí, entre las piezas más hermosas producidas por el hombre, reciben sus clases.

En el corazón de Manhatan está el MOMA (Museum of Modern Art) que pasa por ser el más visitado de estos centros neoyorquinos. El trasiego de gentes que por sus vestíbulos y salas cruza es, sin duda, más denso que el la estación de Metro‑Sol en Madrid. Allí está (yo me fijé especialmente en élla) la sección de diseño en la que sorprende un helicóptero colgando del techo junto a diversos automóviles y una infinidad de aparatejos que ya han entrado, desde la acera de la vida cotidiana, con todos los honores en las galerías de este museo de arte moderno: las cucharas de los diseñadores finlandeses, los tostadores de pan y la placa base del Intel 80386. Hay secciones especiales dedicadas al diseño de libros, a la historia del cine, y entre las pinturas y esculturas, el golpetazo de las "Demoiselles d'Avignon" de Picasso, ‑la primera obra cubista que levantó el escándalo de Europa‑, hasta el "Buick amarillo" de Tinguely, un coche prensado puesto en forma de figura cuboide en medio de una sala.

Acceso al Museum of Modern Art (MOMA) de Nueva York



La sorpresa continuada del MOMA da paso a la admiración y el goce ensoñador de The Cloisters, enclavados en el bosque del Fort Tryon Park, en la punta norte de Manhattan, más allá de ese Harlem que yo ví limpio y tranquilo, sin tanta surrealista miseria como ha encontrado Emmanuela Roig en su reportaje de "El Pais" de hace dos semanas. En The Cloister se juntan diversas iglesias y claustros monasteriales de Europa, formando un museo de difícil catalogación. Todo en él es silencio y belleza. La iglesia románica de Fuentidueña alberga cristos franceses, y la capilla gótica de Langon esparce por sus muros una colección fantástica de enterramientos del siglo XIV pertenecientes a diversos condes de Urgel. Pinturas de San Pedro de Arlanza, retablos en alabastro zaragozano, una custodia de Alarcón y un artesonado mudéjar de Illescas comparten salones y sigilos con la colección de tapices franceses de "La Caza del Unicornio" y múltiples pinturas de Gerard David y otros primitivos flamencos, que dejan contemplar, saliendo al exterior, los claustros de San Miguel de Cuixá, Saint Guilhem le Desert, el Trie y la sala capitular de Notre Dame de Pontaut. Puede uno sentir rabia por lo que esta colección de arte medieval europeo, la mejor del mundo sin duda, significa de expolio de nuestras riquezas ancestrales. Pero no puede tampoco el visitante sustraerse al aplauso y el reconocimiento por la belleza que se ha conseguido. Nadie que llegue a Nueva York, por ningún concepto, debe dejar de pasar dos o tres horas en The Cloisters. Y si el día es otoñal, lluvioso y melancólico, aún mejor. Sin esfuerzo vivirá, lejos del ruido de las avenidas cuajadas de rascacielos, un momento de plenitud medieval y artística. Así está el país entero: los Estados Unidos de América tienen museos para todos los gustos. Bien puestos, bien explicados, bien cuidados. Y con unas tiendas de libros y recuerdos que hacen sin duda las delicias de quienes hacen de la compra uno de los principales recursos de un viaje al extranjero. En la tienda de diseño del MOMA se encuentran los más raros artilugios que el hombre ha concebido. Y en la del Metropolitan hay desde reproducciones de las piezas de Tiffany's hasta servilletas de papel con cuadros de Ribera. Un placer que no puede uno perderse.

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