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La Plaza de la Universidad de Rostock |
Antonio Herrera Casado / 15 Mayo 2011
Los viajeros han llegado a Rostock a bordo del barco que les
está conduciendo por el mar Báltico a sus capitales más emblemáticas. Este
barco se llama “Empress” y es un enorme transatlántico que se dedica a
transportar a la gente, de dos mil en dos mil, por las aguas del mar Báltico
desde mayo a septiembre de cada año. El turismo de cruceros es cada vez más denso porque
es cada vez más barato. Y porque es una forma muy cómoda de conocer, en pocos
días, muchos países con sus añadidos atractivos de paisajes, ciudades y
memorias.
El viaje de Copenhague a Varnemünde lo ha hecho el Empress
en unas 14 horas, yendo realmente despacio, sin fatigarse. La llegada al puerto
del Mar del Norte alemán se hace suavemente. Los viajeros no son de los que se
apuntan a las excursiones programadas, prefieren montárselo por su cuenta: hoy
con los medios de comunicación por redes y pecés, uno puede programarse una
visita a una ciudad con horarios y milímetros previstos. Así hacemos en esta
fría mañana de primavera: al bajar del barco tomamos el tren local que desde el
puerto nos lleva al extrarradio de Rostock, a su Hauptbanhof, desde la que sin
problema alguno nos trasladamos andando al centro.
Al ser domingo, la ciudad está desierta, todos los comercios
cerrados, y en las calles solo algún peatón con prisa va de una casa a otra, a
visitar familiares, a no se sabe qué. La verdad es que Rostock es una ciudad
maravillosa a la que merece la pena dedicarle un día de caminatas y
admiraciones.
Fue una de las bases comerciales de la Liga Hamseática ,
comandada durante la Edad
Media por Hamburgo. Se encuentra al borde del río Warnow, en
su orilla izquierda, cuando entre meandros se dirige a desaguar en el Mar del
Norte oriental (que es como llaman los alemanes al Bático que baña sus costas). Estuvo rodeada de fuerte muralla, con un castillo en lo más alto, y
diversas puertas de acceso, de las que quedan algunas muy interesantes y bien
restauradas. La ciudad sufrió, en 1945, el consiguiente bombardeo aliado,
quedando laminada, como todo el país. Tras la división del Estado alemán, Rostock
quedó en el lado de la
República Democrática , controlada bajo un régimen comunista
por Moscú. Durante más de cuarenta años, apenas creció y sus habitantes se
dedicaron a la industria de los astilleros. Tras la unión de ambas alemanias,
muchos de sus habitantes se fueron a la parte occidental, en busca de nuevos
horizontes, con lo que la ciudad ha quedado aún más reducida en habitantes. Hoy
no pasa de los 60.000.
Es hermoso el centro, al que se accede por amplias avenidas
que dejan a un lado las viejas puertas del burgo medieval. Son estas la Steintor, la “puerta de piedra”, que es la
primera que vemos al llegar, esbelta y repintada cubierta de escudos y frases
latinas. En la gran plaza admiramos el Ayuntamiento y una serie de edificios al
viejo estilo hamseático, con fachadas elevadas y cubiertas muy inclinadas.
Visitamos, en ella, la gran iglesia evangélica de Santa María, la Marienkirche,
en la que pasamos un largo rato admirando algunas de sus maravillas,
perfectamente rehabilitadas. Entre ellas, nadie debería dejar de ver el
púlpito, obra de Rudolf Stockmann en 1574; el gran órgano barroco, una
genialidad de Paul Schmidt a finales del siglo XVIII, y sobre todo el gran
reloj astronómico de 1472, en el trascoro, que ofrece los complicados cálculos
que los sesudos teutones echaban para medir el paso del tiempo, tan solemne y
sencillo a un tiempo. Sobre su frente se ven talladas figuras del Zodiaco,
personajes de la ciudad, frases, mitos y animales: una preciosidad en la que
nos pasamos largo rato, mirando…
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La Puerta Kropeliner en Rostock |
Por la calle principal, la Kropeliner Strasse, en la que
solo hay abiertos unos pocos bares, una sex-shop, y una oficina de turismo,
corre el viento del mar con furia y alfileres. Nos refugiamos, en la plaza de
la Universidad, en el bar de la Breite Strasse , donde a lo tonto a lo tonto,
entre los ocho nos metemos al cuerpo varias jarras de cerveza acompañadas de
patatas fritas y ketchup. ¿La razón? Era lo único que entendíamos de la
complicada carta que nos ofrecían. Por esa calle mayor llegamos a la puerta del
norte, la Kropeliner
Tor , en la que han montado un centro de arte. Bajamos hasta
la orilla del río, vemos a lo lejos la aguja increíble de la iglesia de San Peter,
y acabamos calentando el cuerpo con un café en la Markplatz antes de volvernos
al barco, previo paseo por los bosques circundantes en el tren lanzadera.
En Warnemünde, el puerto nórdico junto al que se abren algunas playas
blancas que no invitan, para nada, a bañarse (por el aire que corre, llegando
desde Suecia, no por otra cosa), los viajeros se entretienen en un mercadillo
que han montado para los cruceristas. Baratijas de todo tipo, postales,
bufandas y gorros nórdicos. Tacitas para el te, y peluches con forma de oso, o
de reno. Todo carísimo y un tanto triste, porque estos alemanes y alemanas del
norte (qué diferencia, con la alegría de los bávaros) tienen pinta de no reirse
ni aunque les cuente Gila una de sus batallitas telefónicas. Nos vamos con
viento fresco, nunca mejor dicho, hacia el norte…
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