4 de febrero de 2012

Trinidad, una huella de España en el Caribe

Niños y niñas de Trinidad,
acompañando a los viajeros.
Antonio Herrera Casado / 18 Septiembre 1985
Uno de los atractivos que las Americas guardan para el viajero español es el de la búsqueda de las huellas que sus antepasa­dos dejaron en los anchos caminos del Nuevo Continente. Por la belleza de los paisajes, el exotismo de sus playas, selvas y altiplanos, América entera ofrece el sonido acompasado de la historia y el arte conjugados en piezas evocadoras de su pasado hispano. Cuando el viajero se entretiene en recorrer "la perla del Caribe" a la que llaman Cuba, ese placer se cumple con facilidad y a cada paso. Hemos ido a Cuba invitados por su gobierno, en una época en que el bloqueo ha agudizado sus crónicos males socioeconómicos.

Desde Cienfuegos, la bahía más grande del mundo segun le dijeron al Rey de España, y apta para contener en su interior los barcos todos que en el orbe existían en el siglo XVIII, zigzaguea la carretera al pie de la sierra del Escambray, orillando el plateado Caribe del que emergen en manadas los cangrejos que en abigarrada mezcolanza aparecen, entre las rocas y arboledas, confundidos con las iguanas y la vegetación lujuriante y explosiva. Al fin se llega a Trinidad, una de las joyas del urbanismo y la arquitectura colonial, meta de nuestro viaje, y justificacion por sí sola de un viaje a Cuba.


La Villa de la Santísima Trinidad, como la llamó en 1514, al momento de fundarla, Diego Velázquez, fue uno de los primeros asentamientos hispanos en el Nuevo Mundo. Se mece desde las verdes sierras hasta la orilla misma del mar Caribe, arropada en un verdadero cinturón de arboledas de naranjos y limoneros, saturada la atmósfera de humedad y calor electrizante. La ciudad es un joyel cuajado de sorpresas. A pesar de haber sufrido algunos incendios a lo largo de su historia (lo cual no nos extraña al saber que fue reducto de piratas durante algunos años del siglo XVIII), Trinidad mantiene en puridad el aire de tradición y dulzura que el carácter cubano ha ido imprimiendo sobre los fundamentos de lo hispano.

En el patio de la Casona de los Ortiz, el Cronista de la Villa, Dr. Zerquera, nos explica prolijamente la historia del lugar. Es una historia hecha de sacrificios, de esperanzas y re­construcciones, una historia basada en la riqueza de la tierra y del mar que allí se dan la mano y se complementan. Desde hace unos diez años se ha acometido además la tarea de recuperación y restauración de la Villa, que la está devolviendo el aspecto genuino que tuvo durante las pasadas centurias. Y así el viajero no se cansa de ir admirando, paso a paso por sus adoquinadas calles, los palacios, las iglesias, los edificios públicos, los almacenes y las casonas que dieron riqueza y nombradía a Trinidad.

Muchas de estas casonas están hoy convertidas en mu­seos. Así, la Casa de los Ortiz, bellísima eidificación de principios del siglo XIX, sirve de sede al Museo de Arqueología "Guamuhaya", y al de Arquitectura Trinitaria, donde se exhiben en perfecta oferta didác­tica las formas en que los siglos fueron dando vida y relieve a la Villa. Los portalones inmensos, hechos como para dar paso a cíclopes, son otra de las características de la arquitectura de este lugar caribeño. La Plaza Mayor, escoltada en sus cuatro puntos cardinales por monumentos de diversas épocas y homogéneo sabor colonial, es única e inolvidable. Nosotros la vimos adornada, por sus cuatro esquinas, con grupos musicales y representaciones carnavalescas del pasado es­clavista, cayendo en borrachera de sonidos y danzas el color y el frenesí de una cultura, la africana, trasplantada a esta isla ameri­cana.

Las danzas de los negros llenan de color a Trinidad.
En la impresionante Mansión Brunet, junto a la plaza, se encuentra el Museo Romántico de Trinidad. Allí se ofrece al viajero la posibilidad de recrear, con todo detalle, el ambiente y la forma de vivir de una acuadalada familia criolla de siglos pasados. Los muebles, las vajillas, los avalorios de paredes y tejidos dan una perfecta sensación de evocación. Ello ayuda aún más a hacerse una idea de cuanto España llevó al nuevo continente, y de como en cada plaza, en cada edificio, en cada pueblo, quedó grabado el sello de una cultura que en América, sin embargo, tomó un nuevo aire y, haciéndose criolla, engendró una rica letanía de peculiaridades.

Todavía visitamos el Museo de Historia en honor a Alexander von Humboldt, el naturalista alemán que por dos veces recaló en Trinidad durante sus viajes universales. Y en la Casa de la Nueva Trova tenemos la oportunidad de escuchar cuanto de investigacion y tradición se funde en el cantar permanente del cubano. La admiración por las calles, por delante de los edificios, por los sorpresivos rincones que una torre de iglesia, o un aguador nos ofrecen, se multi­plican a cada paso. Una comida en el Restaurante "Las Cuevas" degus­tando los tradicionales platos cubanos a base de frutas tropicales, "moros y cristianos" y suaves pescados del Caribe ponen el ideal contrapunto a esta excursión inolvidable, que termina, como casi todos los mediodias isleños, con una escandalosa y prieta tormenta que remoja la tierra y el aire, y refresca y agranda los paisajes.

Si por muchas razones merece Cuba una visita, quizas sea esta de la Villa de Trinidad la que con más calor debo recomendar a mis lectores. La Villa de la Santísima Trinidad puede calificarse como una inolvidable huella de España en el Caribe, algo que justifica un viaje a esa isla que, en fin de cuentas, no está tan lejos. Tan sólo cruzar el charco con espíritu de aventura, y el deseo de ir al encuentro de un mundo que, tal como nuestros antepasados le denominaron, es en todo y por todo completamente nuevo.

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