Entrada al palacio londinense de Hampton Court |
Un viaje de estudios a Londres me ha
permitido pasar unas horas en un lugar al que tenía ganas de ir desde hacía
tiempo, y que ahora, de vuelta, creo que es uno de esos lugares donde hay que
acudir alguna vez en la vida, para ver cómo el ser humano ha hecho mil esfuerzos para crear
belleza, para que esa belleza salpique a todos y hoy todos puedan apreciarla y
disfrutarla.
El palacio real de Hampton Court, al
sur de Londres, en plena campiña del Surrey, entre colinas que dejan pasar a un
todavía jovencísimo Támesis, es una de las joyas del patrimonio inglés y
mundial. Mandado construir por el cardenal Wolsey a principios del siglo XVI,
fue “cedido” al rey Enrique VIII, a partir de quien se convirtió en el palacio
residencial de la monarquía inglesa hasta finales del siglo XVIII.
En ese palacio, al que acuden a diario miles de visitantes, especialmente
británicos, porque saben (se lo enseñan en las escuelas, con detalle y pasión)
que fue en ese lugar donde radicó el poder político y cultural de la nación
inglesa durante varios siglos, pueden admirarse muchas cosas.
La primera de ellas, según se llega, y tras atravesar el río sobre un
puente majestuoso, la fachada principal toda de ladrillo, con dos torreones que
flanquean el panel donde, sobre el portón de entrada, se alza un fantástico
ventanal de caladas tracerías, en un gótico decadente. El aspecto de este
palacio es casi castillero por este lado. Su imagen de elegancia y firmeza está
en la raíz de lo que el mundo sajón consideró siempre el fin de la
arquitectura: la fortaleza unida a la belleza.
Tras la entrada, un gran patio, de donde salen, a la izquierda, dos de las
atracciones fundamentales para el visitante: en la planta baja, las cocinas
palaciegas, y en la alta, los apartamentos o salones del rey Enrique VIII, al
que la leyenda universal considera un monstruo de crueldad y frivolidad,
mientras que desde un análisis político y realista se da uno cuenta de que jugó
sus bazas con habilidad en un tiempo difícil para mantenerse firme en el
equilibrio del agonizante feudalismo, abriendo puertas a la gestión de un
Estado fuerte, como estaba ocurriendo en Francia con Francisco I y en España
con Carlos I. Esos grandes monarcas, autoritarios y cultos, del inicio del Renacimiento,
han tenido cada uno su imagen de grandiosidad y fiereza anejos a su memoria.
Bien es verdad que la de Enrique VIII
sacudiéndose esposas de su lado, una tras otra, bien con venenos, bien con
hachas sobre el cuello, es un tanto excesiva.
El palacio de Enrique VIII
Las cocinas de Hampton son de verdad admirables. Ofrecen más de 50 salas
independientes y en ellas se preparaban, desde un principio (las 24 horas del
día funcionando) los alimentos que se tragaban los más de mil cortesanos que
andaban en torno a Enrique VIII.
Resultan muy interesantes sus despensas, la sala donde se preparaban los
platos antes de servirlos, la bodega, por supuesto, con más de 300 cubas que
eran constantemente llenadas, y la sala (hoy es la tienda del Palacio )
donde se guardaban parte de los 600.000 galones de cerveza que se consumían
cada año.
En la primera planta, los salones del rey renacentista de Inglaterra son
verdaderamente impactantes. Allí se ve el Great Hall, construido en 1532 con un
artesonado maravilloso, de pleno estilo Tudor, y unos ventanales cubiertos de
cristalerías adornadas por escudos de armas coloreados y que fueron añadidas en
época victoriana. Otra de las salas fabulosas de este lugar es la Chapel Royal , también
de 1535, que luce un techo dorado, deslumbrante, con sus muros forrados de
madera tallada y decorada según diseño del arquitecto Wren y con un altar
tallado por el escultor Grinling Gibbons, suma del Renacimiento inglés.
Las salas del rey Guillermo III y de su mujer la reina María son
construcción añadida y decorada en el siglo XVIII: todo ello fastuoso, pero ya
en otro nivel de consideración artística. Realmente fueron estos monarcas los
que crearon los jardines tal como hoy se ven y disfrutan, y, por supuesto, el
laberinto que nos ha convocado hoy.
Vista aérea del Laberinto de Hampton Court |
El laberinto de Hampton
El
laberinto de los jardines del palacio de Hampton, en las proximidades de
Londres, está considerado como el más antiguo de Gran Bretaña y posiblemente el
más antiguo del mundo en cuanto a su permanencia desde su construcción original
al día de hoy. Sin duda que ha habido otros, hechos antes, aunque ya
desaparecidos, o reconstruidos sin atender a su origen. Uno de ellos es el de Guadalajara , el
“laberinto de Creta” que los duques del Infantado, y más concretamente don
Iñigo López de Mendoza, quinto duque de este título, mandó construir en sus
jardines junto a su palacio de Guadalajara.
El
laberinto inglés fue diseñado por George London y Henry Wise, en 1690. Reinaba
entonces Guillermo III, que fue quien levantó los edificios barrocos que hoy
más pesan en la estructura de Hampton, en exceso decorados. Su estructura
compleja superaba los cuadrados y círculos clásicos, para crear un trapezoide
con la entrada en el lado menor, un complejo recorrido que en general llevaba
un sentido espiral hasta el centro, en el que se colocaron dos árboles en un
amplio espacio, con dos asientos debajo. Parece ser que antes se construyó un
canal subterráneo que aportaría agua a esa zona para mantener siempre húmedo y
fértil el laberinto, de arizónicas. Cuando uno analiza el plano de este
laberinto, se da cuenta que tiene una especie de islote central (en el que
originalmente iban los árboles) y mantiene una plaza en la que teóricamente uno
encuentra el tesoro que busca, la felicidad que persigue, o el dios esquivo al
que ha rogado. Un “Minotauro” colocaron los duques del Infantado en su
laberinto del palacio de Guadalajara. El objetivo era el mismo: alcanzar, tras
esfuerzos, un lugar ideal.
Al laberinto de Hampton se acercan hoy miles de
turistas. Cobran por entrar en él, y la verdad es que no tiene pérdida. En diez
minutos se llega al centro y en la mitad de tiempo se sale fuera. Lo que merece
la pena es seguir paseando por los inmensos jardines del palacio. Son, como
todo en Londres en punto a parques, desmesurados, inacabables, con lagos por
aquí y rosaledas por allí. En julio celebran en un rincón de ellos el Hampton
Court Palace Flower Show, y dicen que es, con todo, la mayor feria floral de
Gran Bretaña.
Sin ser lo mejor, pero personalmente lo que más
me impactó de este lugar, que es una verdadera “naturaleza domesticada”, fue el
paseo de plátanos al que llaman Chestnut Avenue, que es triple y que tiene más
de dos kilómetros de largo, escoltado de unos árboles más de dos veces
centenarios, que transmiten fuerza, seguridad y buenas vibraciones a quienes
entre ellos pasa.
El laberinto de Guadalajara
Estando en Hampton Court, no puedo dejar de recordar el laberinto que
Guadalajara tuvo. Sin duda uno de los más interesantes laberintos del Renacimiento
en Europa. Lo pusieron los Mendoza en su palacio ducal, en el centro de los
jardines de poniente, y lo diseñó su arquitecto Acacio de Orejón, en la segunda
mitad del siglo XVI.
Se trataba del “Laberinto de Creta”, ingeniosamente dispuesto de tal modo que
venía a ser un complicado conjunto de corredores, pasadizos y acequias
circulares por las que se accedía a una estrecha isla central en la que
residiría el minotauro. Sobre este elemento del jardín del palacio del
Infantado sólo nos ha quedado la referencia gráfica que aparece en uno de los
croquis que hizo Orejón cuando la gran reforma palaciega del quinto duque, pero
no se conoce otra referencia ni documento escrito alusivo a él. Junto a estas
líneas aparece el croquis que encontré, hace muchos años, en la Sección de
Osuna del Archivo Histórico Nacional.
Su significado se nos muestra fácil y consecuente con el conjunto
manierista del programa implantado por el duque en su mansión alcarreña: la
utilización de un mito cretense como es el del laberinto, el minotauro y la
lucha de Teseo contra este ser, pudiera parecer, en principio, muy desligada de
la tónica general del conjunto, en el que priman alusiones a la historia romana
y a la mitología olímpica. Pero basta con conocer la general utilización de este
elemento «laberíntico» en la mayoría de los jardines del Renacimiento italiano
para comprobar que su utilización en Guadalajara no hace sino afianzar el
clasicismo de todo el programa.
Una vez abandonado el palacio, utilizado para otros fines, bombardeado,
hundido y reconstruido, hacia 1980 se reordenó el vacío espacio de los jardines
ducales y se colocó de nuevo un laberinto, que sin tener nada que ver con el
original, sí que le da un plus de interés a este conjunto ajardinado
pseudorenacentista de tan afamado palacio. De esta manera, a través de este
laberinto clásico, podemos unir Hampton Court con Guadalajara. Porque un fino
hilo de identidad entre estos dos palacios (el original de Wolsey y el que
López de Mendoza hicieran, de nuevo, con pocos años de diferencia) se puede
establecer a través de ese interés común por el juego del laberinto arbóreo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario