31 de marzo de 2012

Salamanca en domingo


El convento dominico de San Esteban,
desde el palacio de Castellanos

Antonio Herrera Casado / 2 Mayo 1998
La ciudad universitaria de Salamanca es la meca preferida de los estudiantes erasmus. La fama de esta vieja universidad castellana se ha colado en las mentes de quien, aunque sea en un arrebato único y místico, ha pensado alguna vez en tener un título universitario, y currárselo. Pocos culminan tan buen deseo, pero a Salamanca, en todo caso, acuden siempre, y todos salen maravillados de ella. Como el Lazarillo de Tormes, que a su amo guió por las callejas de la empinada ciudad, quieren los viajeros guiar a quien les lea, y decirles que aunque sea un solo día en su vida, dedíquenselo a Salamanca. La guardarán siempre en su recuerdo.
Para ello hay que aplicarse, levantarse pronto, caminar sin descanso, subir y bajar callejones estrechos y cruzar plazas anchas. Los viajeros visitan (lo veían desde el balcón de su habitación en el NH, que está inserto en el viejo palacio de Castellanos) el convento de San Esteban, joya de los dominicos españoles, sublime aportación del estilo plateresco. Esperan a que abran, y son los primeros en cruzar sus patios enormes, y llegarse a la iglesia, donde contemplan su nave única de gótico tardío aunque debida a Juan de Álava en 1524, con 44 metros de altura en el centro del crucero. Fuera, ante la fachada plateresca, se entusiasman con la sinfonía de tallas, grutescos, líneas y rosetas que enmarcan la escena del martirio de San Esteban, que vino a tallar Ceroni a comienzos del siglo XVII. Otros muchos artistas fueron dejando su huella en esta gran portada, que resume con fuerza la contrarreforma hispana.

Enfrente está el convento de las Dueñas, al que no renuncian visitar aunque sea primera hora, y las monjas anden todavía fregoteando, o rezando, por los pasillos. El claustro de este convento es también llamativo, con dos órdenes de galerías, y en el alto un montón de personajes demoníacos, sublimes, temerosos, tallados en los capiteles. Rodrigo Gil de Hontañón parece ser que se encargó de construirlo, poniendo arcos escarzanos en la planta baja, y simples dinteles con grandes zapatas talladas en la alta. Los capiteles, de quien no se conoce la autoría, son todo un museo de sorpresas: los viajeros se enamoran de ese claustro alto de las Dueñas, sin duda.
Se van luego a visitar la ciudad, pasando primero por la plaza que se corona con la Torre del Clavero (un Sotomayor, o un Anaya) que lo fue de la Orden de Alcántara. Y llegan luego a la plaza mayor, el espacio sonoro, limpio y sorprendente, que parece centrar España por sí sola: medallones en las enjutas, personajes y letrados, y las molduras barrocas que al recinto cuadrilongo le puso Alberto Churriguera. Son 6.400 metros cuadrados para charlar y encontrarse en ellos, aunque todos paran, alguna vez en la vida, en el Café Novelty, en el que tantos escritores y gentes de mal vivir pasaron ratos.
Fachada de la Universidad de Salamanca
Desde allí, por la Rúa Mayor, arriban a la Universidad. En un grupo de turistas se cuelan hasta el aula donde Fray Luis de León dijo un día de 1576 “decíamos ayer” tras haber pasado cinco años en las cárceles de la Inquisición. La fachada es en la que se trastornan un poco, de tan alta, plena y hermosa. Es una especie de tapiz de piedra tallada, en el que centra la historia del arte y la ciencia un medallón con los bustos de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los reyes unificadores de la península. Sobre ellos, tres grandes escudos que muestran los blasones de España toda, el Aguila de San Juan, y el Aguila de los Habsburgos, de doble cabeza. En lo alto, el papa Benedicto XIII en Avignon, ejerciendo la cátedra, y perdida entre las calaveras y los emperadores una ranita a la que todos buscan. Los viajeros también la buscaron, y para su felicidad la hallaron, siendo destinados, desde ese momento, al éxito imparable en sus estudios.
Pasan luego al patio de las Escuelas Viejas, y admiran la cúpula donde se extiende el “Cielo de Salamanca” que en 1485 pintara Fernando Gallego, en homenaje a la Astrología. Vaya pinturas sublimes: no se las puede perder ningún trotero.
Los viajeros se toman el aperitivo en el atiborrado mesón “Catedral”, en la esquina de la gran plaza de Anaya, y luego pasan a visitar la Catedral, a pesar del peligro que se cierne sobre ellos de descoyuntarse el cuello al mirar, asombrados, la bóveda del crucero. También admiran, por breve rato, la catedral románica. Espectacular acopio de tallas, esculturas, pinturas, espacios… No hay lugar, ni tiempo, ni capacidad descriptiva, para ponderar lo que esta catedral tiene: en sus portadas, en su torre majestuosa, en su interior de altas bóvedas y cristaleras luminosas…
La comida en el alborotado Mesón Nandi, de la calle/plaza de los Bordadores, frente a la estatua homenaje al maestro Unamuno, y junto a la plateresca portada de la Casa de las Muertes.
Después, y para reposar andando el yantar vegetal que se han metido al cuerpo, una visita al Colegio de los Irlandeses, uno de los cuatro colegios mayores de la Salamanca clásica. Su nombre real es Colegio Mayor de Santiago el Zebedeo, o Colegio Fonseca, porque fue don Alonso de Fonseca quien en 1519 fundara esta casa de estudios superiores. No dejan de admirar, sorprendidos, los viajeros, la elegancia de su patio, que sin esfuerzo adopta el apelativo de claustro, cuajadas sus enjutas de bustos clásicos, de guerreros y filósofos, en un delirio neoplatónico de belleza. Al entrar, y por un casual, encuentran la capilla abierta, a la que se entra desde el zaguán. Allá se maravillan del gran retablo que tallara Alonso Berruguete para que los estudiantes oyeran misa, y, sabiendo que se entretendrían mientras el Oremus en cualquier cosa, les puso unas tallas desmesuradas y valientes que suspenden el ánimo.
Y vale ya de andar por Salamanca. La recuerdan también de noche, lloviendo, con frío. En una tasca comiendo unas cazuelas de chorizo y algunos pimientos quizás, algunas anchoas… Así les quedó este recuerdo de una Salamanca, violenta y sabia, meca siempre de los viajeros perdidos.
El licenciado Vidriera, que tan negras se las vio por las costanillas salmantinas, dijo de la ciudad: “Salamanca que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado”. Y eso mismo que Cervantes dijo, lo dicen los viajeros, y lo repiten cada año, cuando es dos de mayo.

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