El convento dominico de San Esteban, desde el palacio de Castellanos |
La ciudad universitaria de Salamanca es la meca preferida de
los estudiantes erasmus. La fama de esta vieja universidad castellana se ha
colado en las mentes de quien, aunque sea en un arrebato único y místico, ha
pensado alguna vez en tener un título universitario, y currárselo. Pocos
culminan tan buen deseo, pero a Salamanca, en todo caso, acuden siempre, y
todos salen maravillados de ella. Como el Lazarillo de Tormes, que a su amo
guió por las callejas de la empinada ciudad, quieren los viajeros guiar a quien
les lea, y decirles que aunque sea un solo día en su vida, dedíquenselo a
Salamanca. La guardarán siempre en su recuerdo.
Para ello hay que aplicarse, levantarse pronto, caminar sin
descanso, subir y bajar callejones estrechos y cruzar plazas anchas. Los
viajeros visitan (lo veían desde el balcón de su habitación en el NH, que está
inserto en el viejo palacio de Castellanos) el convento de San Esteban, joya de
los dominicos españoles, sublime aportación del estilo plateresco. Esperan a
que abran, y son los primeros en cruzar sus patios enormes, y llegarse a la
iglesia, donde contemplan su nave única de gótico tardío aunque debida a Juan
de Álava en 1524, con 44
metros de altura en el centro del crucero. Fuera, ante la
fachada plateresca, se entusiasman con la sinfonía de tallas, grutescos, líneas
y rosetas que enmarcan la escena del martirio de San Esteban, que vino a tallar
Ceroni a comienzos del siglo XVII. Otros muchos artistas fueron dejando su
huella en esta gran portada, que resume con fuerza la contrarreforma hispana.
Enfrente está el convento de las Dueñas, al que no renuncian
visitar aunque sea primera hora, y las monjas anden todavía fregoteando, o
rezando, por los pasillos. El claustro de este convento es también llamativo,
con dos órdenes de galerías, y en el alto un montón de personajes demoníacos,
sublimes, temerosos, tallados en los capiteles. Rodrigo Gil de Hontañón parece
ser que se encargó de construirlo, poniendo arcos escarzanos en la planta baja,
y simples dinteles con grandes zapatas talladas en la alta. Los capiteles, de
quien no se conoce la autoría, son todo un museo de sorpresas: los viajeros se
enamoran de ese claustro alto de las Dueñas, sin duda.
Se van luego a visitar la ciudad, pasando primero por la
plaza que se corona con la Torre del Clavero (un Sotomayor, o un Anaya) que lo
fue de la Orden de Alcántara. Y llegan luego a la plaza mayor, el espacio
sonoro, limpio y sorprendente, que parece centrar España por sí sola:
medallones en las enjutas, personajes y letrados, y las molduras barrocas que
al recinto cuadrilongo le puso Alberto Churriguera. Son 6.400 metros cuadrados
para charlar y encontrarse en ellos, aunque todos paran, alguna vez en la vida,
en el Café Novelty, en el que tantos escritores y gentes de mal vivir pasaron
ratos.
Fachada de la Universidad de Salamanca |
Desde allí, por la Rúa Mayor , arriban a la Universidad. En un
grupo de turistas se cuelan hasta el aula donde Fray Luis de León dijo un día
de 1576 “decíamos ayer” tras haber pasado cinco años en las cárceles de la Inquisición. La
fachada es en la que se trastornan un poco, de tan alta, plena y hermosa. Es
una especie de tapiz de piedra tallada, en el que centra la historia del arte y
la ciencia un medallón con los bustos de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón,
los reyes unificadores de la península. Sobre ellos, tres grandes escudos que
muestran los blasones de España toda, el Aguila de San Juan, y el Aguila de los
Habsburgos, de doble cabeza. En lo alto, el papa Benedicto XIII en Avignon,
ejerciendo la cátedra, y perdida entre las calaveras y los emperadores una
ranita a la que todos buscan. Los viajeros también la buscaron, y para su
felicidad la hallaron, siendo destinados, desde ese momento, al éxito imparable
en sus estudios.
Pasan luego al patio de las Escuelas Viejas, y admiran la
cúpula donde se extiende el “Cielo de Salamanca” que en 1485 pintara Fernando
Gallego, en homenaje a la
Astrología. Vaya pinturas sublimes: no se las puede perder
ningún trotero.
Los viajeros se toman el aperitivo en el atiborrado mesón
“Catedral”, en la esquina de la gran plaza de Anaya, y luego pasan a visitar la
Catedral, a pesar del peligro que se cierne sobre ellos de descoyuntarse el
cuello al mirar, asombrados, la bóveda del crucero. También admiran, por breve
rato, la catedral románica. Espectacular acopio de tallas, esculturas,
pinturas, espacios… No hay lugar, ni tiempo, ni capacidad descriptiva, para
ponderar lo que esta catedral tiene: en sus portadas, en su torre majestuosa,
en su interior de altas bóvedas y cristaleras luminosas…
La comida en el alborotado Mesón Nandi, de la calle/plaza de
los Bordadores, frente a la estatua homenaje al maestro Unamuno, y junto a la
plateresca portada de la Casa de las Muertes.
Después, y para reposar andando el yantar vegetal que se han
metido al cuerpo, una visita al Colegio de los Irlandeses, uno de los cuatro
colegios mayores de la Salamanca clásica. Su nombre real es Colegio Mayor de
Santiago el Zebedeo, o Colegio Fonseca, porque fue don Alonso de Fonseca quien
en 1519 fundara esta casa de estudios superiores. No dejan de admirar,
sorprendidos, los viajeros, la elegancia de su patio, que sin esfuerzo adopta
el apelativo de claustro, cuajadas sus enjutas de bustos clásicos, de guerreros
y filósofos, en un delirio neoplatónico de belleza. Al entrar, y por un casual,
encuentran la capilla abierta, a la que se entra desde el zaguán. Allá se
maravillan del gran retablo que tallara Alonso Berruguete para que los
estudiantes oyeran misa, y, sabiendo que se entretendrían mientras el Oremus en
cualquier cosa, les puso unas tallas desmesuradas y valientes que suspenden el
ánimo.
Y vale ya de andar por Salamanca. La recuerdan también de
noche, lloviendo, con frío. En una tasca comiendo unas cazuelas de chorizo y
algunos pimientos quizás, algunas anchoas… Así les quedó este recuerdo de una
Salamanca, violenta y sabia, meca siempre de los viajeros perdidos.
El licenciado Vidriera, que tan negras se las vio por las
costanillas salmantinas, dijo de la ciudad: “Salamanca que enhechiza la voluntad de volver a ella a
todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado”. Y eso mismo que
Cervantes dijo, lo dicen los viajeros, y lo repiten cada año, cuando es dos de
mayo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario