17 de marzo de 2012

Subida al cerro de los alacranes


El castillo de Calatrava la Nueva en Ciudad Real

Antonio Herrera Casado / 22 Abril 2001
Los viajes por la Región en que vivimos son siempre estimulantes, si se va en pos de algún recuerdo singular, con el propósito de visitar algún edificio con fuerza, alguna estampa romántica, o la voz de algún escritor, de algún poeta, de algún paisano que hace siglos anduvo por allí cantando. Quevedo estuvo en Villanueva de los Infantes, y Cervantes en Argamasilla, sin duda León Felipe en Almonacid de Zorita y Rafael Alberti en Sigüenza. Más hay, muchos más, nuestra tierra está plagada de extraordinarios poetas. Digánselo, si no, los versos de Federico Muelas en Cuenca, los de Ochaíta en Jadraque, los de Garcilaso en Toledo...
En la provincia de Ciudad Real, que por ser manchega en toda su extensión tiene pocas alturas, y estas suaves, hay unos cerros que asoman en su extremo sur, y que como estribaciones de la Sierra Morena hacen barrera con Andalucía. Al final de esos montes se abre el puerto del Muradal, por el que pasaron, ahora hace novecientos años, los ejércitos del rey Alfonso VIII de Castilla y sus cortesanos a enfrentarse, como lo hicieron, con los de Muhammad An-Nasir, el califa de los almohades, y acabar con sus pretensiones en la batalla de las Navas de Tolosa.

En ese alto valle, camino del Sur, sorprende a los viajeros la existencia de dos cerros prominentes. Primero, a la izquierda, se alza el de Salvatierra, con restos de un viejo castillo en el que se funden la historia y la leyenda. Un castillo de perdedores. Y poco más allá, a la derecha, enorme y monumental, altivo y perfecto, el cerro de los Alacranes, sumado en la altura de un castillo inmenso, completo, con frente orgullosa. El castillo de Calatrava la Nueva, un castillo de vencedores.
Como los viajeros ya no son unos niños, y la subida a pie a la fortaleza puede ser causa de un fracaso cardiaco, renal, mental o de lo que sea, pero un fracaso seguro, optan por hacerlo en coche, a través de un camino alborotado y mal cuidado, pero que al final les lleva a la explanada en la que se aparca junto a unos carteles explicativos, y allí inician la visita del castillo de los caballeros calatravos, algo que desde aquí recomiendo vivamente a cualquiera que ame a su tierra, a su historia, a las huellas vivas de su pasado espléndido.
Se accede al castilllo de Calatrava la Nueva por unos escalones que luego permiten atravesar un hondo arco, la llamada Puerta del Hierro, formada por fuertes cubos, a la que sigue una sala en rampa (quizás caballerizas) y acceder a un primer patio.
El interior de ese recinto primero consiste en un espacio muy extenso, totalmente vacío, y en cuesta. Un camino o rampa va ascendiendo suavemente por él, hasta llegar al segundo nivel, el mural del castillo, en el que ya se encuentran algunos de los elementos más interesan­tes. Está formado ese recinto segundo por muros más altos y fuertes que el anterior, con cuatro torreones en sus esquinas. Allá se encuentra fundamentalmente el gran templo de los calatravos, edificio sumamente interesante por cuanto centra con su galanura litúrgica, en un estilo que podría definirse como pulcramente cisterciense, la fuerza civil de un castillo cabeza de Orden militar.
La iglesia de Calatrava es bastante grande, compuesta por tres naves separadas de firmes pilares, y cubiertas de bóvedas de crucería, con sendos ábsides en la cabecera, de planta semicircular, y levemente iluminados por ventanas que parecen saeteras, por lo delgadas. Está construida a base de piedra y ladrillo, y en la portada que se abre a los pies llama la aten­ción la puerta de acceso, de arquería apuntada en degradación, con decoración de arquillos y elementos simples geométricos, sumada de un enorme rosetón circular al que le faltan las columnillas que, en un estilo puramente medieval, y con unas dimensiones evidentemente desproporcionadas, adornaba y daba luz al interior.
Junto al templo aparecen los restos de otras estancias y elementos constructivos que venían a formar este segundo recin­to, en el que sabemos existió un claustro de pilares de ladrillos, las salas capitulares, el gran refectorio, biblioteca, salas de ceremonias, etc, e incluso un espacio al que llaman el campo de los mártires, en el que descansaron como cementerio los restos mortales de muchos caballeros calatravos que, a lo largo de los pasados siglos, decidieron enterrarse aquí a su muerte.
El castillo de Calatrava,
sobre el cerro de los alacranes
Más centrado todavía existe lo que podría considerarse como tercero y más íntimo recinto: el castillo calatravo propia­mente dicho. En él estaba la Torre del Homenaje, y las habita­ciones, salones y dependencias propias del Maestre de la Orden, en un apartamiento y defensa verdaderamente rituales. Allí se guardaban las riquezas, los documentos y archivos, los sellos, la librería en lo más alto, etc. Siempre en un círculo de ascensión, desde la basamenta donde quedan los caballos hasta la cúspide donde se guardan los libros. Tiempos aquellos, piensan los viajeros, en que tenía mucha más importancia un libro cuajado de saberes que un caballo nervioso. Hoy, parece ser, se han invertido los términos y las querencias: es más codiciado un automóvil de lujo que un rimero de buenos libros.
Los viajeros se han empapado, en un día de sol, de la grandeza de estas piedras bien alineadas. Han repasado su historia, se han admirado del poder constructivo, del ingenio y la precisión de los arquitectos medievales, de la pensada estrategia de los caballeros calatravos. Allí subirían reyes y maestres, monjes y artistas. Vidas que pasaron, sonoras y alegres, al silencio que hoy acuna el viento. Desde la más alta atalaya del castillo se divisa, hacia el norte, la llanura manchega monótona y difuminada en su enorme distancia. Hacia el sur, alborotadas sierras que presagian, por la sierra Morena, el clamor vegetal de la Andalucía. Fue un buen día, será un buen día para quien vuelva.

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