10 de marzo de 2012

Un viaje a Albi


La catedral de Albi es toda ella de ladrillo al exterior

Antonio Herrera Casado / 18 junio 2011
En el corazón del Perigord, en las orillas del río Tarn, se eleva Albi, la vieja ciudad de los obispos, el túmulo de torres, palacios y fortalezas de ladrillo en el que mandaron, siglos hace, los magnates eclesiásticos y civiles que dieron forma a una de las ciudades más espectaculares de Francia. Todavía poco conocida, porque queda un poco a trasmano de los caminos tradicionales, pero sin duda espléndida, merecedora de un viaje como hemos hecho recientemente.
Se llega en poco menos de una hora desde Toulouse rumbo al norte, por la autopista A-68. Aunque ahora ocupa las dos orillas del río, durante siglos fue una ciudad amurallada y protegida por el talud que sobre el Tarn ve la elevación de la ciudad en su orilla izquierda. En 1040 se levantó el Pont Vieux, en el que había edificios donde vivía gente. En esta ciudad cuajó el catarismo, una visión cristiana heredada del mazdaísmo con ideas de Zoroastro, realmente lo que es el maniqueísmo, la idea de que solo existe el Bien y el Mal (hoy, con tanta confusión, y tantas herejías conviviendo, la mitad de los cristianos tendrían que ir a la hoguera) y como en Albi había tantos seguidores de estas teorías, finalmente a la herejía se le llamó “albigense”. Rechazaban el Antiguo Testamento, los sacramentos, la ostia y la cruz. Eran ascéticos, vegetarianos y practicaban la abstinencia, lo que sin duda hace disminuir espectacularmente la población, o hacerla muy vieja. Su único sacramento era el “consolamentum” y en definitiva, se debían aburrir solemnemente. Mezclado con ello, las eternas tiranteces políticas, por lo que la Francia del norte luchó contra ellos, los venció, los aniquiló, incorporando así el Sur francés (Toulouse, el Languedoc, el Perigord) a la corona de San Luis. Todo esto ocurrió en la primera mitad del siglo XIII, y de éllo queda solamente el recuerdo. La Albi que hoy vemos nació sobre las cenizas de aquel espasmo.

El profeta Simonías
en los muros exteriores
del jubé catedralicio
Entregada por el rey a los Obispos, el que gobernaba en 1282, Bernardo de Castanet, comenzó a edificar la catedral de Santa Cecilia, que concluiría dos siglos después otro obispo, espléndido y ya riquísimo, Louis de Amboise, que la consagró en 1480. La catedral es algo único en el mundo, completamente edificada con ladrillos ¡! Y en su exterior una espectacular portada de piedra caliza tallada al modo gótico, y un interior de nave y espacio único, muy alta, cubiertos los techos de pinturas, el muro de cabecera con un fresco del Juicio Final (18 m. x 10 m., espectacular) sobre el que se alza un órgano del siglo XVIII construido por Cristóbal Moucherat. Lo más singular de esta catedral es el coro central, o “jubé” como allí le llaman, cerrado como si fuera un salón interior dentro de la nace. La decoración de su entrada, de sus costados, y de su interior supera con creces cualquier cosa que uno imagine en punto a riqueza de la decoración gótica. Hay que verlo, no puede describirse. De todo lo que allí vi, me llevé (en la imaginación y en la cámara de fotos) las estatuas de los profetas que adornan el muro al que se accede por el deambulatorio.
En Albi hay muchas más cosas que ver. Deambular por las calles de la ciudad vieja, mirando las casas y los palacios medievales y renacentistas. Visitando el que fue palacio de los obispos, y ahora Museo de Toulouse-Lautrec, pues en ese lugar nació el pintor francés que se hizo famoso por sus cuadros relacionados con la vida alegre de París. La gran torre del castillo está ocupada por cientos de pinturas suyas, y el entorno de jardines versallescos, y vistas hacia el río es muy bonito.
Vagar por las calles de Albi es un ejercicio que recomiendo a futuros viajeros. Encontrarse con el mercadillo de “vide grenier” de los sábados, entrar al Mercado para comprar patés, mermeladas, chocolates, cazoulettes, cocagnes… todas esas “delicatessen” que los franceses ponen en la mesa y cuando se las han comido uno entiende lo que es el “buen vivir”. Se acaba bajando hasta el río y cruzando el grandioso puente, esencia de lo que es la obra pública medieval europea: un puente, el viejo puente de Albi, como uno siempre lo ha soñado, con hierba en el centro, y rodadas de carros. Al caer la tarde, los viajeros ser refugian (porque aunque es junio, aquí hace frío, y llueve a ratos), en la gran Pizzería de la Place Vigan, donde se cuentan chistes y se las prometen felices mientras saborean las ensaladas, los salmones y los quesos de esta Francia que entre otras cosas tiene esta “bombí” a la que ellos, en un correcto francés, llaman “la bonne vie” con la que uno se olvida de ese inexcusable compromiso que tiene con la muerte.

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