28 de abril de 2012

En el corazón de Valladolid


Fachada de la iglesia de San Pablo
en Valladolid

Antonio Herrera Casado / 6 junio 1999
El viaje por la comarca castellana se detiene hoy en la capital de la comunidad Autónoma, un Valladolid que pasó de ser una sencilla capital de provincia, a una desmesurada urbe en la que se ve el crecimiento por todas partes. Menos mal que aún quedan singulares edificios y memorias históricas ante las que asombrarse.
Como un estímulo a que otros lo hagan cualquier día, cuento hoy lo que tal día hicieron los viajeros. Un memorable desayuno en el Hotel La Vega sirve para coger fuerzas ante lo que será una maratoniana jornada de visitas patrimoniales. La primera será para la iglesia de San Pablo, en la plaza que fue de palacio, donde aún está, decorado de curiosos paneles cerámicos, el lugar donde nació Felipe II. La fachada de este templo que fue de los dominicos, es realmente espectacular, una mezcla de estilo gótico flamígero con detalles renacentistas en lo alto. Del conjunto conventual solo ha quedado el templo, que a punto estuvo de arruinarse. Y de él la fachada, de blanca piedra en la que Simón de Colonia talló espectaculares grupos, entre los que destacan la glorificación de María, entre Dios Padre y Jesucristo, añadiéndose al grupo un obispo protector, y donante, fray Alonso de Burgos, confesor de la reina Isabel, y patrocinador del conjunto.

En esa fachada, ante la que los viajeros se pasan un rato mirando y descubriendo personajes, paran como en una película lo más granado de la corte celestial. Destacan varios santos y santas dominicos (desde Santo Domingo de Guzmán, que es de la tierra, a San Pedro de Verona, Santo Tomás de Auino, y San Vicente Ferrer. Ellas son Santa Inés de montepulciano, Juana de Orvieto y Catalina de Siena. Muchos escudos del obispo fundador y del duque de Lerma, que en el siglo XVII mejoró el conjunto, mandando elevar esta fachada y flanquearla de las torres que hoy lleva. En la altura hay un espléndido emblema heráldico de los Reyes Católicos sostenido por dos leones coronados.
Dando la vuelta al edificio, los viajeros se dirigen a visitar otro de los emblemas del patrimonio artístico vallisoletano. Venían a ello, y a ello van. Es el Colegio de San Gregorio, el edificio mandado construir por el mismo dadivoso obispo, fray Alonso de Burgos, que entre otras cosas era, a finales del siglo XV, canciller del Reino. Es lógico que, con el dinero que le sobraba, llamara a los más estupendos artistas del momento en Europa (concretamente a Juan Guas, Gil de Siloé y Simón de Colonia). Entre 1488 y 1496 se desarrollan las obras de este Colegio, hecho para la formación teológica de los dominicos. Asombra en primer lugar la fachada, en la que entre muchas figuras, algunas de salvajes benévolos armados de picas y bastos, se presenta una gran fuente en la que saltan niños desnudos, y en cuyo centro crece un granado que dando ramas asciende hasta sujetar, en la más alta, el escudo de armas de los linajes y reinos de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, mientras de otras ramas cuelgan yugos y flechas que simbolizan sus hazañas y compromisos. En el tímpano, cerca del visitante, aparece tallado San Gregorio recibiendo la ofrenda del fraile Alonso de Burgos, presentado en la Gloria por Santo Domingo de Guzmán.
Arcos decorados del patio de
los estudios del Colegio de San Gregorio
Dentro del edificio, los viajeros vuelven a admirarse del impresionante conjunto del “patio de los estudios”. Una de esas locuras arquitectónicas a las que los españoles eran tan aficionados en el momento en que la unidad peninsular se desarrolla. Este patio tiene un nivel inferior de arcos rebajados sujetos por pilares torsos decorados con bolas, cruces dominicas y escudos episcopales, mientras el nivel superior se llena de la piedra tallada de unos arcos de vanos geminados con antepechos calados y sobre todo un gran friso cuajado de emblemas reales.
Casi anonadados de tamaña profusión decorativa, penetran ya en las salas que hoy ofrecen (lo hacen desde 1933 en que se inauguró) las maravillas que conforman el Museo Nacional de Escultura. Un Prado de bulto, vamos. Y en el que hay tantas cosas que ver, que sin darse cuenta se les va la mañana en ello. Por recordar lo más espectacular (porque cada pieza vale, en sí misma, un Potosí y una lección de arte) pongo aquí la memoria de la sala donde se ha armado completo el coro de lo que fue monasterio de San Benito de Valladolid. Como este cenobio ya desaparecido era la matriz del benedictismo castellano, en su parte alta aparecen los escudos de las abadías sufragáneas. Entre ellos, ven los viajeros las armas del monasterio de Sopetrán, que está en su tierra. Espectacular, solo por ver este conjunto merece la pena visitar este Museo.
Pero aún hay más, mucho más: el retablo de San Jerónimo, de Jorge Inglés (que procede del convento jerónimo de la Mejorada de Olmedo); el retablo de la Virgen, flamenco, de hacia 151, sin pintar, en pura madera de roble… un sueño; el Santo Cristo, de Juan de Juni, de 1541, con esa mano sorprendentemente escorzada de José de Arimatea sosteniendo una espina sacada de la frente de Cristo; el cadáver yacente de Jesús, tallado por Gregorio Fernández, que impresiona por su realismo exagerado… y para postre, que no se lo esperaban, ese inmenso Belén Napolitano, que envidiarían en la ciudad mediterránea porque quizás no haya uno más completo, más grande y espectacular en todo el mundo.
Un poco cansados, los viajeros vuelven a la solana de Valladolid, en junio luminosa y entre plazas (la de la Virgen de la Antigua con su preciosa iglesia románica; la Mayor, con su conjunto de rojos edificios colosales) se van a comer en la Parrilla de San Lorenzo, allá como en una cueva, estrecha y de techos de ladrillo, pero con una de las ofertas más exquisitas de la gastronomía española. No han fallado el tiro, porque la comida fue memorable. Después otro paseo por la calle San Pablo, siempre animada, y por el parque Zorrilla, con aires de gran ciudad. Poco más dio el día, pero a los viajeros que les sucedan aún se les puede recomendar visitar la catedral de Herrera, el mendocino colegio de la Santa Cruz, el monasterio de las Huelgas Reales donde luce el sepulcro de doña María de Molina, y en los alrededores de la ciudad el castillo de Fuensaldaña que alojaba en esos días las dependencias de las Cortes de Castilla y León. Valladolid, por lo que hemos visto y nos ha faltado, da para mucho.

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