Escribo mientras recorro kilómetros por la llanura blanca y
cegadora del Saher, sentado en el Toyota fiero que conduce Hamex, empeñado en
ir siempre el primero de la caravana, por aquello de no tragar polvo y poder
descubrir sin más referencias la silueta de Kairouan, la cuarta ciudad santa
del Islam (tras la prelacía de La Meca, Fez y Jerusalem) donde los buenos
musulmanes deben peregrinar, al menos una vez en la vida, y orar a Alá en las
oscuras naves de su gran mezquita.
La ciudad más antigua que los árabes pusieron en Africa me
recibe silenciosa y asfixiante con su dorado sol de mediodía de otoño. El mar
está lejos, y en torno a la ciudad sólo hay bosques de eucaliptos plantados
hace pocos años, y una extensión inacabable de matas de tomillo (o algo parecido)
donde pastan las cabras que ya no se asustan de ver pasar, veloces y ruidosos,
los "todoterrenos 4 X 4" que arrastran turistas deseosos de
emociones. La silueta de Kairouan es todo un cromo: el horizonte se llena de
azoteas y cúpulas, de un blanco hiriente, y sobre ellos se elevan los minaretes
de sus cien mezquitas, de tonos pardos, como de barro cocido, de apagados
verdes y azules, de blancos múltiples. Me pongo a andar por sus estrechas y
retorcidas callejas. Es un milagro, pero el viaje en el tiempo existe. Me he
trasladado, sin apenas sentirlo, mil años atrás. Junto a mí pasan sombras de
mujeres envueltas en largas túnicas blancas, y sólo me enseñan sus ojos. Los
hombres llevan a la cabeza la "seshía" o gorrito de lana rojo típico
de Túnez. Otros se han puesto un turbante revuelto en la azotea. Hay niños que
miran asustados. Gallinas, burros enanos, camellos a las puertas de la muralla. Es una fiesta
soñada, un "happening" de postal que se hace dolorosamente cotidiano
para estas gentes.
En Kairouan he visitado la Gran Mezquita , la
que construyeron los aghlabíes en el siglo IX mejorando las primeras
edificaciones del fundador de la ciudad, el mítico guerrero árabe Oqba‑ibn‑Nafí,
que aquí paró su caballo en el año 670 cuando entre la arena del desierto vio
brillar un cáliz que en La Meca se había dado por perdido, y que al tomarlo en
sus manos dio origen a la
fuente Zem ‑Zem, en torno a la cual (y se decía que el agua
procedía directamente de la ciudad del Profeta), se levantó la ciudad de
Kairouan, el campamento militar, el más grande emporio de poder, de riqueza y
de cultura que vió el Mahgreb en los siglos medievales.
La Mezquita es espléndida. Sirvió de modelo para la gran
mezquita de Córdoba, que salió más grande y quizás más hermosa, pero que hoy está
mutilada por cuarenta sitios. El templo de Kairouan está intacto, conservado a
la perfección, en uso diario. El minarete se ve desde muchos kilómetros a la
redonda, sobre el blancor del páramo del Saher. El patio es enorme, rodeado de
columnatas y con la clásica fuente de las abluciones en el centro. La sala de
oración se divide en 17 naves paralelas, separadas por columnas de mármoles de
mil colores, rematadas en capiteles de todas procedencias: los hay romanos,
bizantinos y, por supuesto, árabes de todas las épocas. Las puertas son de
madera de cedros del Líbano. Y los atauriques y brillantes cerámicas
del mihrab contrastan con el opaco verdor de las vides talladas en el minbar,
el más viejo del mundo, y con el severo herraje de la maksura.
El viajero, llamando a la puerta del zoco de Balhijia |
Pero Kairouan no acaba ahí. Lo mejor está en el callejeo, en
el discurrir sin prisas por las calles sombreadas de su medina antigua. Se
centra por los zocos de artesanos, de fruteros, de sastres y chatarreros. En
los cubículos mínimos que parecen abrirse en las paredes del zoco, cabe
solamente un hombre, sus útiles de trabajo, y las piezas que fabrica. Vi
zapateros, silleros, herreros, tapiceros y sombrereros. Vi pequeños cafés,
marroquineros, almacenes de frutos secos, mercaderes de dátiles y aguardiente
de palma, estáticos lectores del Corán que no contestaban preguntas, y muchos
hombres sentados, fumando sus altas pipas, sin decirse nada porque todo debían
tenerlo dicho. Con ese silencio islámico que tanto te gusta.
Pero lo que vivía, a pesar de ser un viaje programado dentro
de un Congreso Internacional de Escritores de Turismo, se remontaba a mil años
atrás. Los portones de las casas, con su vano en herradura, dejaban ver
profundos patios luminosos. De las altas ventanas colgaban sábanas blancas, y
tras ellas asomaban las caras morenas de las niñas asombradas. Al pasar por el
zoco del Balhijia, y buscar la principal entrada de la mezquita de las Tres
Puertas (que erigió en 866 el cordobés Mohammad ibn Khairun el Maafarí) un
hombre me llamó y en un francés que chapurreaba aún peor que yo, me dijo saber
de la preocupación que me atañía, y tener el remedio para devolver la alegría
al alma. Me hizo señas para que le siguiera, y me llevó a un caserón de
estrechos pasillos, de oscuros patios, de estancias con denso olor a pellejos
de cabra y a fermentada leche de camella. En un tinado, bajo una claraboya
espesa, se veía un ancho armario cerrado de alambres, ocupado de centenares de
libros polvorientos, todos escritos en caracteres cúficos de la más enrevesada
escritura. Sin más preámbulos, me entregó uno de ellos, y me pidió que lo
guardara siempre como un talismán. Entre sus páginas estaba, escondida, la
frase mágica que, cuando la viera un atónito, sonreiría, y cuando la
pronunciara debajo de una palmera que estuviera lejos del desierto, me daría la
virtud de volver, en un instante, de nuevo a Kairouan. Todavía confuso, le dí
las gracias y salí a la
calle. Tras perderme de nuevo por las brechas del zoco, al
fin encontré a mis compañeros de viaje, al fiel Hamex que ya tenía en marcha el
Toyota que nos llevaría al Gran Sur, y que no me dejó que le contara lo
ocurrido. Solo me dijo, unos días después, que cuidara mucho ese libro que me
había dado el mago Ziyadet Allah, porque solo una vez cada mil años volvía a
Kairouan, y entregaba su mejor regalo a un escogido.
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