Plano de la península de Howth, junto a Dublin, en unos mosaicos de su estaciòn de tren. |
Antonio Herrera Casado / 6
Junio 2012
Tiene Dublin el aire melancólico de las ciudades que
quisieron ser algo importante y nunca lo consiguieron. El alto cupulaje de la
Aduana, la columnata severa de Correos o el aire fastuoso y apagado a la vez,
como de coliseo envejecido antes de tiempo, del Parlamento. Solo la algarabía
un poco vacía de Temple Bar, y la bullanga medio silenciosa de Drafton Street,
consiguen darle vida a una ciudad que, siempre bajo la lluvia, no termina de
creerse que es la capital de un pais independiente.
Todo viaje a Dublin debería completarse con un paseo
por las costas de la península de Howth. Dicen las guías turísticas que es un
lugar hermoso, que se llena de paseantes y bullicio los sábados, y desde el
cual se contempla, solemne, poético y literario el mar de Irlanda. Este viajero
y sus amigos se fueron para allá un sábado, sí, del mes de junio, además, y
prácticamente se vieron solo. ¿Fue casualidad que lloviera, que lloviera mucho,
que hiciera frío? ¿O eso es lo habitual en Irlanda, en Dublín, en Howth por
supuesto? El caso es que salimos en un tren local desde la estación de Connolly
que nos llevó en media hora a la pequeña estación de Dart donde acaba el
trayecto. La ciudad y el puerto, las gaviotas volando bajo, el islote de Ireland’s
Eye frente al paseo, y el inicio de la ruta que aconsejan hacer para llegarse
hasta el faro. Total, según las guías, es media hora de camino y una
experiencia de fuerza. No fue así, ni mucho menos, aunque ahora en el tiempo de
los recuerdos, la cosa no estuvo nada mal.
Para algunos, Howth tiene el aliciente de ser el
lugar donde han puesto sus residencias habituales algunos cantantes como Larry
Mullen, el batería de U2, Barney
McKenna y John Sheahan de The Dubliners, o Dolores O'Riordan de The
Cranberries.Deben vivir en las casitas medio sepultadas entre los árboles y la
hiedra que por todas partes surgen, especialmente en la parte de la villa, que
cuelga de un alto cerro oscuro, a los pies de un viejísimo castillo que parece
hecho con carbón. Howth tiene, en todo caso, la melancolía de lo gris, de lo
silencioso y húmedo. En su libro “Dublinesca”, que fue famoso cuando salió,
Enrique Vila-Matas dice que “La tristeza fascinante del lugar parece acentuarse
con la visión de esas escuadras de pájaros sonámbulos, en pleno día, y es como
si el vacío se anudara con la honda tristeza…”
Desde el promontorio final
donde se alza Ireland’s Eye, unas ruinas de un viejo monasterio sobre un
acantilado en el que planean y graznan las gaviotas, se ve “el mar de Irlanda”,
el que separa esta isla de la Gran Bretaña. “Y el mar de Irlanda le parece la
más soberbia encarnación de la belleza…. De la belleza inconfundible, gris de
borde plateado, de un mar que ya no habrá de olvidar nunca mientras tenga
memoria”.
En la última parte de "Dublinesca” desarrolla Vila-Matas su periplo existencial por el Dublín triste
y lluvioso, neblinoso incluso en verano, buscando siempre las huellas de Joyce,
de Beckett, de Yeats, y sobre todo los lugares en los que transcurre la acción
inacabable del Ulysses. Allá se
encuentra siempre con las sombras de Leopold Bloom, Stephen Dedalus, Back
Mulligan, la torre de Martello, y el cementerio de Glasnevin.
Las costas grises, verdes, húmedas, de la península irlandesa de Howth. |
Nosotros nos fuimos, nada
más llegar y por aprovechar la luz, tan tamizada, que le quedaba al día, por el
sendero que indican que va al faro: to Baily Lighthouse. Asciende lentamente, entre chalets
primero y luego al descubierto, serpenteando por la ladera que se torna abrupta
y enseguida deja ver, al hondo, las rocas bravías que bate el mar, donde
–dicen- vive la foca monje en grandes colonias y –eso es seguro- atruenan el
espacio miles de gaviotas que colonizan los acantilados. En el fondo suena el
mar, bronco, gris de espada. Tras nosotros brilla tímida la hierba, los
arbustos batidos por el viento, las praderas inclinadas, y nos echamos a andar,
sin saber muy bien a qué distancia quedará el faro, porque eso nunca se dice en
las guías, ni en los carteles. Al fin, tras dos horas de camino, siempre
ascendiendo, siempre bajo la lluvia y el viento incómodo, alcanzamos una cota
desde la que se divisa, al fondo, y sobre un cabo prominente de espléndida
belleza, el faro de Howth. Se hace difícil pensar en la vuelta, pero todos
sabemos que hay que emprenderla de inmediato, porque al día no le queda más de
una hora. En esas estamos, asombrados y como encogidos ante la magnificencia de
esta naturaleza oceánica, salvajemente irlandesa, cuando nos percatamos que un
poco más arriba de nuestras cabezas, en una explanada junto a una casuca que
asoma, hay coches, y allí nos dirigimos. Hay, además, un autobús urbano. Para
quien quiera repetir otro día esta excursión, aquí lo advierto: al faro de
Howth se puede llegar, también, en bus urbano de los de dos pisos y en un
trayecto que dura poco más de cinco minutos si no hace paradas, desde el paseo
de la villa. En él volvimos, secándonos los pies, la cara, los chubasqueros y
dejando escurrir los paraguas.
El último refugio en Howth, el pub "El Paso" |
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