Castillo de Vilafamés, en lo alto del cerro. |
El interior del país levantino guarda sorpresas a quienes se
dedican a recorrer las tierras de España, sin otro objetivo que conocer gentes,
admirar viejos edificios, sorprenderse con inesperados paisajes…
Desde la costa del mar Mediterráneo, nos adentramos hacia
las tierras de la plana castellonense, en la que pronto se alzan sierras hasta
constituir a la provincia de Castellón en la más montañosa de España, después
de Asturias y Cantabria. Una de las serrezuelas que hacen frente al mar, es la
sierra de les Contesses, en la que se aúpa, sobre abruptas escarpaduras, hecha
toda ella un dragón de mil fauces, la villa medieval de Vilafamés, a cuya
altura, la puebla que vive en torno a su castillo, llaman “el Cuartijo”, que se
derrama por empinadas cuestas y escalerones mostrando sus viejas construcciones
medievales, la mayoría de ellas rehabilitadas para acogimiento de pintores y
poetas.
El Cuartijo se rodea de un sistema de murallas que engloba
el recinto primitivo de la población, correspondiendo a la antigua villa, y
donde se ubican las edificaciones más antiguas del municipio: la Casa de la Villa,
la iglesia de la Sangre, o el palacio del Batlle. Por sus calles estrechas,
cuajadas de vegetación que no se sabe muy bien de donde procede, con troncos de
buganvillas que suben a los tejados y se derraman sobre muros y portaladas,
aparecen los estudios de los pintores que se instalaron aquí hacia los años 70
del pasado siglo, al llamado de Vicente Aguilera Cerni, crítico de arte,
entusiasta de la renovación, y visionario de una España alegre, culta y
moderna. Hoy quedan pocos de aquellos, y estos leyendo tristes, a la puerta de
sus garitos, números atrasados de Las Provincias.
En el palacio del Batlle, que es construcción enorme, gótica
erigida por los caballeros de la Orden de Montesa en los siglos XIV-XV para
residencia de su comendador, y estructurada con meticulosa complicación, a base
de altillos, salones, escaleruelas, un patio y un enorme torreón rectangular,
en 1970 se montó un Museo de Arte Contemporáneo que es hoy la principal
atracción de Vilafamés.
El viajero, tras pasar un rato por sus salas meditando sobre
el mérito de la impresión, la complejidad de la abstracción y la dificultad de
la comprensión, se vuelve a las calles y sube trepa que trepa hasta el
castillo, que han dejado bonito, restaurado y admirable. Esta fortaleza, en lo
más alto de la villa, fue construida por los árabes. En 1233 la conquistó el
rey Jaime I con su ejército, y desde entonces se aumentó y mejoró, sirviendo
como atalaya preferida de la Orden de Montesa, a la que fue cedido por el rey
aragonés en 1317, sirviendo para el control del valle romano que cruza el
interior de la tierra castellonense, entre las planas mediterráneas y el
Maestrazgo. En el siglo XIX fue como muchos otros castillos de esta tierra,
protagonista de batallas y asedios entre carlistas e isabelinos, quedando de
esa época la torre en forma circular y fuertemente almenada y amatacanada que
luce en lo más alto.
Aunque las guerras de sus abuelos les pillan muy a trasmano
a los vecinos de Vilafamés, quien más quien menos ha oido hablar de los
terribles choques y asedios a los que sometió el general Cabrera, “el Tigre
del Maestrazgo” a la población entre 1837 y 1839. La última, en enero de ese
año, los carlistas lograron perforar las murallas de Vilafamés y penetrar un
tanto en la población, pero fueron finalmente rechazados.
Otra guerra, la Civil de 1936-39, fue causa de una singular
anécdota que ha dejado a Vilafamés en el cuadro de honor de los pueblos
asediados, guardándose memoria muy detallada de cómo la población entera, para
protegerse de los continuos ataques de la aviación franquista, se refugió en la
cueva de Bolimini, rojos y azules en silenciosa algarabía, protagonizando
escenas y situaciones de verdadero melodrama, que ha sido recogido y novelado
con maestría insuperable por el joven escritor Juan Laborda Barceló, quien
lo ha revivido, vibrante y sutil, en su novela “La Casa de todos”.
El viajero ha discurrido después por la empinada calle mayor
de Vilafamés, y allí se ha encontrado algunas otras curiosidades que debe dejar
aquí transcritas para justa memoria de su pasar por este pueblo levantino. Una
es la admiración que le suscita la Roca Grossa , un enorme pedrote desgajado del
cerro, que parece haberse detenido en su lento avance desde lo alto del cerro.
A los que antiguamente se deslizaban por la roca para llegar antes a su
destino, se le tintaban las posaderas de rojo, y de ahí le viene el apelativo a
los del pueblo, culo rojo, aunque oficialmente se les deba nombrar
vilafamesíes.
Marzá Monfort al frente de su Perol Trencat |
Otra, el encuentro con un personaje que forma parte de la
historia, y aún de la leyenda, de Vilafamés: don Manuel Marzá Monfort ,
quien en su corralejo del Perol Trencat vende todo tipo de trebejos, adornos,
cerámicas, aparejos, velas y aún libros, en un revolutum de quincalla en el que
mil cosas sorprenden a los viajeros. Tiene carteles de corridas de toros y
reproducciones gigantes de naipes españoles; tiene setas de madera y abrelatas
patentados, más llaveros con el emblema culto de la villa, un petroglifo
antropomorfo del que un inglés dijo que fue pintado, en las rocas de Mallasén,
medio millón de años antes de venir Cristo al mundo. Por tener, tiene hasta
esculturas de Ripollés, con sus cabezas pintadas de vivos colores en
simbolismos llenos de amenidad y mal gusto. Marzá ha visto pasar la historia
del siglo XX por su tienda, y no hace falta tirarle mucho de la lengua para que
te la cuente. Es
un gran tipo.
Al caer la tarde, apoyado en las balaustradas del viejo
castillo caballeresco, el viajero ve a lo lejos, por poniente, ceñidas de
bruma, las alturas del Maestrazgo más bravío, con la Penya Golosa en lo
más alto, como un aguilucho enseñando el pico. Y abajo la puebla de Vilafamés,
por la que suenan sones de charanga: son los niños del pueblo que hacen
procesión llevando sandías talladas con sus nombres y emblemas. Preparan así
las fiestas del pueblo, que en homenaje a la Virgen de la Asunción celebrarán
mediado agosto, soltando, entre otras cosas, un toro ensogado por las cuestas
del pueblo, y dándole serenata. Allá serán las valentías de los mozos, la
admiración de las mozas y el rebullir de los recuerdos de viejos y viejas. La
vida, como se ve, pasa con su mismo paso por todas partes.
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