23 de marzo de 2013

Subida luminosa al castillo de Calatrava la Nueva

El castillo de Calatrava la Nueva, en lo alto del cerrón del Alacrán

Antonio Herrera Casado  /  22 Abril 2001

Mucha luz arriba, quizás uno de los sitios con más luz de nuestra tierra. Por eso los caballeros calatravos, guardianes de las sabidurías antiguas, escogieron ese lugar para poner su castillo, su templo, su guarida. A un sitio con mucha luz han subido hoy los viajeros, al castillo de Calatrava la Nueva, a lo más alto, en una espiral de descubrimientos: el cerro a lo lejos, la senda dura, los diversos cinturones de murallas, el campo de los mártires, las salas de caballeros, el templo, el cuarto del maestre, el del rey encima, y sobre todos, “la Biblioteca”.

En la mañana luminosa de primavera, los viajeros han llegado como en peregrinación histórica hasta la altura de Calatrava la Nueva, el enclave rocoso y casi inaccesible que vigila desde hace siglos la llanura manchega en su cercano paso (por el puerto del Muradal) hacia el reino de Córdoba.
Para un alcarreño, que tantas historias ha oído contar, en su propia tierra, de la Orden de Calatrava, que tantos maestres y comendadores sabe ha tenido corriendo sus veredas, que tantos castillos y tantas enseñas han levantado desde Zorita a Berninches y desde Auñón a Almoguera, es un copioso manantial de recuerdos el que se le viene a la cabeza, y no puede por menos de dedicarle unas líneas a esta alcazaba, que lleva entre sus muros, hoy bastante bien arreglados y compuestos, belleza de líneas y capítulos densos de la historia de Castilla.
La primera localización de Calatrava (la antigua) fue en las orillas del Guadiana, cerca de Daimiel. Allí los templarios pusieron castillo y ciudadela, pero en la ocasión de ser amenazados por los almohades, acudieron a pedir ayuda a Toledo, al rey Sancho III. En aquel momento se fraguó el nacimiento de una nueva Orden militar, netamente española, al mandado de Raimundo de Fitero y Diego de Velázquez, quienes enseguida secundados por numerosos caballeros castellanos, formaron una Compaña que recibió del monarca, como primera donación, la fortaleza de Calatrava, tomando de ella su tradicional nombre. Era el año 1158. La defen­sa de la villa y castillo calatravo fué efectiva durante algunos años, pero tras la derrota de Alfonso VIII en Alarcos, en 1195, Calatrava fué abandonada por los cristianos.
Tras la victoria de las Navas de Tolosa, en 1212, se decidió poner en nuevo lugar, mas potente y resaltado, la fortaleza sede de estos nuevos caballeros, herederos en tantas cosas de los Templarios. Se eligió para ello el valle donde ya se encontraba el antiguo castro de Salvatierra, vigilando un paso muy frecuentado hacia Andalucía. Sobre las mínimas ruinas de un antiguo castillo llamado de Dios o de las Dueñas, y en muy poco tiempo, se inició en 1217 la construcción de la gran alcazaba de Calatrava la Nueva, en la que muy pronto pasaron a residir los maestres y gran número de caballeros, que desde esta atalaya manchega gobernaban sus estados cada vez más numerosos y densos. Allí se continuaron celebrando los Capítulos generales de la Orden, e incluso los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II pasa­ron algunas temporadas alojados entre sus muros.
Aunque luego se trasladaría, ya en el siglo XVI, la sede de los Maestres calatravos a Almagro, el castillo de Calatrava quedó siempre protegido y protector como una voz dura y pétrea sobre la llanura manchega.
Hoy los viajeros sienten una emoción que saben inolvidable al ascender por el estrecho y serpenteante camino entre carrascos hasta la altura batida del viento. La restauración llevada a cabo, bajo la dirección de Miguel Fisac, ha conseguido devolver en parte la apariencia del antiguo castillo. El ingreso principal lo tiene en la llamada Puerta del Hierro, formada por fuertes cubos y un largo pasadizo. El interior de ese recinto primero consiste en un espacio muy extenso, totalmente vacío, y en cuesta. Un camino o rampa va ascendiendo suavemente por él, hasta llegar al segundo nivel, el mural del castillo, en el que ya se encuentran algunos de los elementos más interesantes. Está formado ese segundo recinto por muros más altos y fuertes que el anterior, con cuatro torreones en sus esquinas. Allá se encuentra el gran templo de los calatra­vos, edificio sumamente interesante, pues está construido en un estilo que podría definirse como pulcramente cisterciense.

Fachada del templo en el interior
del castillo de Calatrava la Nueva

La iglesia del castillo de  Calatrava es bastante grande, compuesta por tres naves separadas de firmes pilares, y cubiertas de bóvedas de crucería, con sendos ábsides en la cabecera, de planta semicircular, y levemente iluminados por ventanas que parecen saeteras, por lo delgadas. Está construida a base de piedra y ladrillo, y en la portada que se abre a los pies llama la atención la puerta de acceso, de arquería apuntada en degradación, con decoración de arquillos y elementos simples geométricos, sumada de un enorme rosetón circular que en un estilo puramente medieval, y con unas dimensiones evidentemente desproporcionadas, adorna y da luz al interior.
Junto al templo aparecen los restos de otras estancias y elementos constructivos que venían a formar este segundo recin­to, en el que sabemos existió un claustro de pilares de ladri­llos, las salas capitulares, el gran refectorio, salas de ceremonias, etc, e incluso un espacio al que llaman el campo de los mártires, en el que descansaron como cementerio los restos mortales de muchos caballeros calatravos.
Más centrado todavía existe lo que podría considerarse como tercero y más íntimo recinto: el castillo calatravo propia­mente dicho. En él estaba la Torre del Homenaje, y las habita­ciones, salones y dependencias propias del Maestre de la Orden, en un apartamiento y defensa verdaderamente rituales. Allí se guardaban las riquezas, los documentos y archivos, los sellos, etc., que los viajeros evocan al discurrir por sus enrevesados laberintos de estancias y pasillos.
Una cosa en la que dimos en pensar, y aquí la brindo ahora, en el recuerdo de aquel camino de alturas, fue la novela del Nombre de la Rosa. El aislamiento, la progresiva y espiral caminata espiritual hacia el único centro, hacia la más elevada estancia donde está el pergamino que dice contener toda la sabiduría. Umberto Ecco no inventaba nada. Ese lugar existe. Y se parece mucho a Calatrava. Ese lugar es la abadía del Mont Saint Michel, en la Bretaña francesa, donde en un plano más grandioso aún, muy bien conservado, cuajado de riquezas, vemos la misma estructura que en el castillo manchego: la ascensión en espiral, el paso por puertas de hierro, por salones en cuesta, por terrazas progresivas, la iglesia, el claustro, la sala capitular, las terrazas finales que acceden a la torre última donde están los libros, los sellos, los misterios a los que solo pueden llegar los abades, o los maestres… Calatrava la Nueva, en Ciudad Real, es de todos modos un lugar difícil de olvidar, capaz de dejar en quien lo conoce la honda huella de la emoción, sin tener que decir muchas más palabras, porque el lugar y silencio de aquella altura lo dicen todo. 

9 de marzo de 2013

Palmira, la joya del desierto

El desierto enguye a la ciudad romana de Palmira.

Antonio Herrera Casado  /  29 Noviembre 1996

Palmira, la joya del desierto

Hace rato que ya ha amanecido. El sol, violento, choca contra las peladas montañas que rodean la ciudad de Damasco. Ni un árbol en ellas, solamente tierra parda, reflejos amarillentos, un polvo leve que baila sobre las planas azoteas de los suburbios. La capital de Siria, con tres millones de habitantes, es un pequeño oasis en medio del desierto norte de Arabia. Palmerales y bosquecillos se encierran entre los bloques de viviendas, en derredor de la vieja ciudadela de los Omeya, la habitación más antigua de los hombres: allí estuvieron los asirios primeros, los romanos, allí está enterrado San Juan Bautista (en un catafalco en medio de la gran nave de la mezquita mayor) y allí enseñan la  capilla de Ananías donde vivió refugiado San Pablo. La ciudad que cuenta, y no acaba, su historia de más de seis mil años: los turcos selyúcidas después de los árabes; el sitio de los cruzados, la invasión de los mamelucos de Egipto y el saqueo por los mongoles de Tamerlán. Cuatro siglos luego de pacífica vida bajo el imperio otomano de Estambul, y al fin la independencia de los franceses. Siria es hoy un país socialista en el que todo el mundo tiene trabajo y vive dignamente. Un lujo inesperado en este mundo de convulsiones, de pobrezas ominosas y riquezas insultantes.

Un mundo de paso

Siria es un mundo de paso. Desde las costas más orientales del Mediterráneo, donde en Ugarit los primeros fenicios inventaron el alfabeto y construyeron su mínimo imperio, hasta las interminables estepas asiáticas que dan cara al Himalaya y buscan el camino de las míticas tierras de India y China, todos cuantos han querido poner unión entre los mundos más primigenios de la tierra han tenido que pasar por aquí.
La riqueza del comercio fraguó en medio del desierto. Un lugar que a todos suena, y que muy pocos pueden imaginar aunque lo vean en fotografías reproducido, es la que con justicia puede calificarse de joya del desierto: la ciudad de Palmira, que surgió en las orillas de un oasis (los árabes aún la llaman Tadmor, «la ciudad de los dátiles», en medio del desierto sirio) fue el punto donde los camelleros de Arabia traían las especias desde el Extremo Oriente, y allí las vendían o cambiaban a los fenicios, a los griegos y romanos, a los arios del norte que hasta allí llegaban. Punto de encuentro, y nido de riquezas. Veinte siglos antes de Cristo ya existía este enclave. Independiente de todos, su fuerza radicaba del cobro de impuestos a unos y otros, a cuantos pasaban y descansaban en ella. Cientos y cientos de kilómetros sin un sólo matorral, sin una mínima fuente, hacían a Palmira ser deseada, gozada a costa de cualquier sacrificio. Una cultura propia, mezcla de simplismo y opulencia, nació en este lugar, que fue visitado por el emperador Adriano el año 130 antes de Cristo, pasando finalmente en el 217 después de Cristo a poder de los romanos. La heredera teórica del gobierno de la ciudad, la bella y virtuosa Zenobia, se erigió en campeona de su pueblo. Plantó cara al Imperio más poderoso de la tierra, y declaró su independencia. Guerras, saqueos, huidas y al fin la muerte de la reina mítica del desierto, querida de su pueblo, y nunca olvidada. Hoy, en el silencio del atardecer, entre los monumentales restos de la vieja ciudad, parece oírse el palpitar bajo los velos de Zenobia. ¿Sería tan hermosa como el viajero, alucinado, piensa siempre? ¿Tendría esa hondura en los ojos que hacen a una mujer inolvidable? Muerta ella, todos parecieron perder interés por la ciudad. Los árabes, tras tomarla en el 634, la despreciaron, y un terremoto en 1089 echó por los suelos cuanto había sobrevivido a siglos de abandono y silencio.
En el siglo XVIII, unos mercaderes ingleses establecidos en Alepo acertaron a pasar por allí, y quedaron deslumbrados de lo que vieron. La historia de Zenobia se repitió en los salones de la vieja Europa, y los aventureros comenzaron a penetrar en el árido y sobrecogedor desierto sirio. En 1924, bajo el dominio francés, se iniciaron las excavaciones y estudios. Poco a poco, demasiado lentamente para los que pensamos que Palmira es una de las joyas de la Humanidad, va apareciendo desenterrada la gran ciudad, a pesar de que hoy todavía viven los pastores en sus jaimas sembradas entre los templos.

El viaje a Palmira

En Damasco, visto ya el Museo Nacional, los viejos zocos, la gran mezquita de los Omeya y el fragor de sus calles céntricas, poco queda por hacer. Después de algunas aventuras para conseguir dinero utilizable en un país en el que de nada sirven las tarjetas de crédito, de comprar decenas de botellas de agua mineral helada, los correspondientes turbantes palestinos para protegernos del sol, y de regatear media hora larga con el conductor de una furgoneta en la que, por cien dólares, nos lleva a ocho personas hasta Palmira, emprendemos el viaje.
Son casi trescientos kilómetros desde Damasco. La carretera es buena, pero el conductor no tiene prisa. Hay soldados en cada cruce, que miran desapasionados, bajo su turbante, la ruta de la sombra. Y unos individuos en casetas que, en algunos lugares, nos paran, nos miran, y apuntan lo que les dice el conductor: nadie puede quedar sin permiso vagando por aquí... al final de un recta interminable, como contrapunto al espectacular paisaje (no es de arena el desierto de Siria, es de tierra pura y dura, de piedras, y de nada más, porque algunas matas que debieron ser verdes en primavera, ahora solo quedan en esqueleto reseco; es otoño avanzado y la temperatura pasa de 35º. En verano, al parecer es peor. Entonces sí que hace calor, dice el conductor...) un letrero indica varias direcciones. A la izquierda, se va a Homs; al frente, a Palmira; a la derecha, a Bagdad, solo quedan 500 kilómetros.

El autor y su hijo ante el Tetrapylon de Palmira

Y llegamos a Palmira. No me atrevo a poner adjetivos. No quiero exagerar un ápice. Solo decir que tiembla quien tiene algo de sensibilidad para el arte, que se queda con la garganta seca (y no sólo por el calor) y mudo. Una calle, «la gran columnata» de más de dos kilómetros de larga, se escolta de impresionantes columnas rematadas en enormes capiteles corintios. A media altura, las columnas tienen una repisa donde descansaban talladas efigies de los personajes ilustres de Palmira. Bajo ellas, en limpia talla palmireña, con alfabeto griego todavía, se expresan sus nombres y hazañas. La calle, que siempre fue de tierra, veía el paso de las caravanas de camellos, que finalmente descansaban en torno al ágora o gran mercado. El teatro, sublime y perfecto, con todos sus elementos íntegros, es lo primero que se ha restaurado. Y el «tetrapylon», el más emblemático de los elementos de Palmira. El autor y su hijo Alfonso posan, en la foto adjunta, delante de ese espacio que era el corazón palpitante de la ciudad del desierto: cuatro enormes repisas sostenían cada una otras cuatro columnas, que a su vez daban sustento a una gran estatua. En su centro, reuniones y encuentros. Y por aquí y allá, a medio descubrir, los templos dedicados a Bel, a Nabo, a Bel-Shamin... las murallas que rodeaban a la ciudad... las torres funerarias que como prismáticas atalayas escondían (esconden todavía) las logias funerarias de los ricos comerciantes, hoy a medio excavar, emergiendo sorprendidas de entre la dura entraña del desierto.

Para terminar

El viajero recomienda vivamente que quien tenga una semana de tiempo, cuatro cuartos ahorrados, y verdaderas ganas de (aun pasando calor) vivir una jornada única en su vida, que haga lo posible por contratar un viaje a Siria, y, lo primero de todo, vaya a Palmira. Aunque tenga que tirarse ocho horas dando botes en una furgoneta.
Y para terminar, decir que esta vez, por más que lo intenté, no encontré en Palmira nada relacionado con Guadalajara. Quizás algún día, un biólogo alcarreño ahora en ciernes, llamado Alfonso, alcance la fama con lo que él dice es un descubrimiento único: una especie de varano negro (de aspecto verdaderamente repugnante, y grande como un pecado mortal), que se dedicó a perseguir entre las piedras de Palmira. Fotografiado primero, ahora se estudiará, y a lo mejor por ahí empieza esa relación (que seguro la habrá en el futuro) entre Guadalajara y Palmira. De momento, esta página queda para el recuerdo de una jornada portentosa.

Nota de 2013: En la actualidad es imposible viajar a Siria, y menos aún a Palmira… de ninguna manera es recomendable. En estos momentos se libra una batalla cruenta y cruel, en la que extrañas y no identificadas fuerzas tratan de hacerse con el control de un pais en el que una república socialista hereditaria había dado, al menos, un impulso de progreso y de tranquilidad a sus gentes. 

4 de marzo de 2013

Un rápido caminar por la calle, la fuente y la picota de Alhóndiga


Antonio Herrera Casado  /  4 marzo 2002

El 4 de marzo es un buen día para el viaje: por experiencia lo sé, y normalmente hace buen tiempo, sobre todo al sur de la Sierra Central, desde El Escorial hasta Cantalojas.
En un 4 de marzo hemos caminado por La Herrería y en otra ocasión subimos al alto de Majadillas, que es un cerro que media entre los valles de Tajuña y Ungría, sobrevolando a los dos entre matojos de tomillo y severos olivos. El sol en esa fecha se hace el gracioso, parece que se empina sobre las puntillas, y seguro que nos proporciona un buen día.
Haremos en la memoria de todos los cuatro de marzo un viaje por nuestra provincia, un viaje sencillo que supone airearse, respirar la brisa limpia, meditar en todo caso sobre la fugacidad de este paripé al que llamamos vida.
Y llegamos a Alhóndiga. Antes se bajaba por la carretera cuajada de curvas desde el cruce del Berral. Ahora lo mismo, pero desviándose de la N-320 en ese lugar, y con cuidado dejar que la pendiente nos lleve hasta el profundo vallejo del Arlés, donde Alhóndiga se yergue valiente, ancha, con una calle larga y riente que desde la plaza nos lleva hasta la ermita de San Roque, la Casa de la Cultura y el rollo o picota al que tienen como defensor del pueblo, su símbolo valiente.
Los viajeros se paran antes en la plaza, beben de su fuente y pasean entre los coloridos edificios que se han sabido mantener solemnes. En marzo hay poca gente en Alhóndiga, como en la mayoría de los pueblos alcarreños, y más si es un día entre semana. Se puede caminar sin prisa por esa calle mayor ancha y limpia, y se llega a ese pequeño parque que se ha creado en torno al rollo: es ese un lugar de quietud, de memorias, donde parece que el tiempo se ha parado. Sigo con esa impresión, como hace muchos años, sigo pensando que el tiempo es un invento de los hombres.
Luego los viajeros ascienden las callejas empinadas hacia la iglesia. En un rellano aparece la silueta firme de un caserón que tiene un escudo inquisitorial en su frente. Y junto a él la iglesia moderna, sin apenas interés artístico. Es un enorme bloque de piedras con campanario, poco más.
Arriba del todo, en lo supremo del cerro que protege a Alhóndiga, está el cementerio, y una pequeña ermita. Pero aquello fue sin duda (es la emoción de ver las piedras caídas y saber que se pusieron, en su día, con esfuerzo y voluntades) un castillo de caballeros sanjuanistas, pues aquí hubo encomienda de esa Orden, una de las que heredó los bienes y títulos de los templarios. Cuando hubo algo de presupuesto, el municipio rodeó el cementerio y memorable castillo de un murete que han rematado con almenas. Desde lejos, desde el cerro de enfrente, parece un castillo. Pero es imitación sencilla, poco menos que una fábula a la que no encontramos la moraleja.
La fuente de la plaza de Alhóndiga (Guadalajara)
El viajero, los viajeros, se vuelven a mirar la plaza de Alhóndiga, allí donde hace muchos años corrían las cabras con sus cabritillos, y los niños y las niñas del pueblo se entretenían en descubrir la vida pueblerina, el agua fresca, las tonadillas de la radio, el pan con chocolate de tierra, y el sol como hoy, brillante y seguro, sobre todas las cabezas.
Pruebe el lector a irse un rato, cualquier día, mejor un 4 de marzo, hasta Alhóndiga. Tendrá luego la convicción de que no ha perdido el tiempo, y de que algo (vaya Ud. a saber qué) se ha metido dentro de su cuerpo, y no va a salir jamás de él. Seguro.