4 de marzo de 2013

Un rápido caminar por la calle, la fuente y la picota de Alhóndiga


Antonio Herrera Casado  /  4 marzo 2002

El 4 de marzo es un buen día para el viaje: por experiencia lo sé, y normalmente hace buen tiempo, sobre todo al sur de la Sierra Central, desde El Escorial hasta Cantalojas.
En un 4 de marzo hemos caminado por La Herrería y en otra ocasión subimos al alto de Majadillas, que es un cerro que media entre los valles de Tajuña y Ungría, sobrevolando a los dos entre matojos de tomillo y severos olivos. El sol en esa fecha se hace el gracioso, parece que se empina sobre las puntillas, y seguro que nos proporciona un buen día.
Haremos en la memoria de todos los cuatro de marzo un viaje por nuestra provincia, un viaje sencillo que supone airearse, respirar la brisa limpia, meditar en todo caso sobre la fugacidad de este paripé al que llamamos vida.
Y llegamos a Alhóndiga. Antes se bajaba por la carretera cuajada de curvas desde el cruce del Berral. Ahora lo mismo, pero desviándose de la N-320 en ese lugar, y con cuidado dejar que la pendiente nos lleve hasta el profundo vallejo del Arlés, donde Alhóndiga se yergue valiente, ancha, con una calle larga y riente que desde la plaza nos lleva hasta la ermita de San Roque, la Casa de la Cultura y el rollo o picota al que tienen como defensor del pueblo, su símbolo valiente.
Los viajeros se paran antes en la plaza, beben de su fuente y pasean entre los coloridos edificios que se han sabido mantener solemnes. En marzo hay poca gente en Alhóndiga, como en la mayoría de los pueblos alcarreños, y más si es un día entre semana. Se puede caminar sin prisa por esa calle mayor ancha y limpia, y se llega a ese pequeño parque que se ha creado en torno al rollo: es ese un lugar de quietud, de memorias, donde parece que el tiempo se ha parado. Sigo con esa impresión, como hace muchos años, sigo pensando que el tiempo es un invento de los hombres.
Luego los viajeros ascienden las callejas empinadas hacia la iglesia. En un rellano aparece la silueta firme de un caserón que tiene un escudo inquisitorial en su frente. Y junto a él la iglesia moderna, sin apenas interés artístico. Es un enorme bloque de piedras con campanario, poco más.
Arriba del todo, en lo supremo del cerro que protege a Alhóndiga, está el cementerio, y una pequeña ermita. Pero aquello fue sin duda (es la emoción de ver las piedras caídas y saber que se pusieron, en su día, con esfuerzo y voluntades) un castillo de caballeros sanjuanistas, pues aquí hubo encomienda de esa Orden, una de las que heredó los bienes y títulos de los templarios. Cuando hubo algo de presupuesto, el municipio rodeó el cementerio y memorable castillo de un murete que han rematado con almenas. Desde lejos, desde el cerro de enfrente, parece un castillo. Pero es imitación sencilla, poco menos que una fábula a la que no encontramos la moraleja.
La fuente de la plaza de Alhóndiga (Guadalajara)
El viajero, los viajeros, se vuelven a mirar la plaza de Alhóndiga, allí donde hace muchos años corrían las cabras con sus cabritillos, y los niños y las niñas del pueblo se entretenían en descubrir la vida pueblerina, el agua fresca, las tonadillas de la radio, el pan con chocolate de tierra, y el sol como hoy, brillante y seguro, sobre todas las cabezas.
Pruebe el lector a irse un rato, cualquier día, mejor un 4 de marzo, hasta Alhóndiga. Tendrá luego la convicción de que no ha perdido el tiempo, y de que algo (vaya Ud. a saber qué) se ha metido dentro de su cuerpo, y no va a salir jamás de él. Seguro.

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