29 de junio de 2014

En el monasterio moldavo de Agapia

El viajero en el claustro del monasterio moldavo de Agapia.
Antonio Herrera Casado  /  19 Junio 2014

Ha resultado rico en experiencias y sorpresas el viaje por el norte de Rumanía que acabamos de hacer. Nuestra estancia en la región de la Moldavia rumana ha estado centrada en la visita a los monasterios de aquella remota región de Europa, que se mantiene verde siempre (no hubo día que no nos lloviera, a veces con ganas) y todavía con unas formas de vida que más parece ser un museo vivo de costumbres tradicionales que una región de la Europa del siglo XXI.
Su arquitectura popular, manteniendo enteras y en servicio todos los edificios en los que la gente vive (granjas, establecimientos públicos, iglesias, escuelas, y todas las aldeas cuajadas de gente y actividad) se une a un sistema de vida de autoabastecimiento, percibiéndose en su conjunto un país dinámico, feliz y acorde consigo mismo. Anclado quizás en modos muy remotos de vida, pero que a la larga son útiles y hacen a la gente feliz.
Tras entrar en Moldavia por la garganta de Bicaz, atravesando los Cárpatos orientales, llegamos a la capital, Piatra Neamt, donde comemos en un restaurante muy al estilo soviético, con mármoles blancos y tisús azules, un estupendo pastel de carne entre patatas, que siguen siendo proverbialmente tiernas. Luego ascendemos entre colinas y bosques, atravesando pueblecitos en los que lucen templos ortodoxos y carretas colmadas de heno sobre las que sonríen sus dueños, con ganas de llegar al hogar. Después de un largo camino, por carreteras estrechas (ese es el gran problema, hoy, de Rumanía, de cara a su turismo) y mal acondicionadas, llegamos a la aldea de Agapia, que tiene en lo alto el enorme monasterio del mismo nombre, ocupado por monjas ortodoxas, y actualmente formado por una comunidad de ¡¡¡más de 400 monjas!!!

La monja avisadora llamando a la oración de las hermanas.


La sorpresa es ver como muchas de estas monjas, vestidas de riguroso negro, tocadas con bonetes y tapadas a medias sus rostros con velos también negros, se dispersan por el paisajes, y unas están en las huertas recogiendo frutos, otras acarrean agua, las de más allá acompañan a las vacas que vienen de los montes, y algunas se afanan en la construcción o reparo de los edificios.
El monasterio de Agapia no es muy antiguo: su origen se remonta al siglo XVI, y se dice fue fundado en el valle alto del río del mismo nombre por Gavriil, hermano del príncipe Basilio Lupu, de Moldavia, en 1642. Se conforma por una estructura de ciudadela, rodeada de altas murallas, blanqueadas, con gruesos torreones esquineros sobre los que se alzan cúpulas puntiagudas, con una sola entrada de solemne arquitectura militar que nos permite llegar al espacio central, un patio cuajado de jardines y flores, en cuyo centro se alza la iglesia, de una sola nave, alargada, y con los espacios clásicos de la religión ortodoxa: atrio, nave y altar con su iconostasio. Es realmente impresionante contemplar la pintura del interior de este templo, completamente decorado entre 1858 y 1860 por la genialidad artística de Nicolae Grigorescu, el mejor de los pintores románticos de Rumanía, y que de muy joven ganó el concurso para decorar esta iglesia, pasando luego a consagrarse como pintor de corte.

El iconostasio de la iglesia ortodoxa de Agapia es un ascua de oro.


El patio está rodeado de estancias, galerías, arcadas y puertecitas, todo limpio e inmaculado, que son las celdas (hay cientos…) de las monjas. Estas se cruzan con nosotros, ocupadas cada una en lo suyo, algunas muy ancianas, otras jóvenes y decididas, muchas novicias, que corretean cogidas del brazo y sonrientes. A las 6 de la tarde, sale la monja avisadora que va tañendo lentamente, solemnemente, su campana de madera (un largo tranco que aporrea con un mandoble y produce una sonoridad vibrante, muy dulce) avisando a todas que llega el momento de la oración, de dejar sus tareas y acercarse al templo. Probablemente lo hagan en varios turnos, porque en la iglesia no cabrían tantas.
Admirados, hablando en siseos, después de hacer muchas fotografías de esas que sabemos son “robadas” a la intimnidad de un lugar tan santo, remoto y ancestral, nos retiramos porque el monasterio de Agapia va a cerrarse a las visitas. Muy pocas hubo ese día, y según nos dijeron muy pocas s eproducen a lo largo del año, porque no es conocido el lugar, está demasiado lejano de todo, y este tipo de vida ya no interesa a nadie. Nosotros quedamos emocionados de haber podido llegar a Agapia, en lo más recóndito de las montañas de Moldavia, y haber tenido la oportunidad de vivir una tarde observando y aprendiendo de estos modos de vida, que parecen estar, todavía, anclados en la remota antigüedad.

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