15 de octubre de 2017

Por Canadá recorriendo el Río San Lorenzo

 Antonio Herrera Casado  |  15 Octubre 2017

Recién llegado de un viaje por la región de los Grandes Lagos y del Río San Lorenzo, en Canadá, si algo tuviera que resaltar de ese periplo, -y son muchas las cosas que me han sorprendido-, sería la anchura de ese enorme caudal de agua, el segundo del mundo después del Amazonas. Impresiona verlo, tanto en su nacimiento, cuando sirve de desagüe al lago Ontario, frente a la vieja población de Kingston, como cuando se adentra en el Océano Atlántico, allá por “Siete Islas”, aunque yo le pude admirar en Tadoussac, ya con 40 kms. de orilla a orilla.

Una las pequeñas islas que conforman el Parque de las Mil Islas sobre el río San Lorenzo.


El río San Lorenzo es la esencia del Canadá. Porque se fragua en la sonoridad de Niágara, a mitad de distancia entre la salida del lago Eire y la entrada en el Ontario. No me entretengo en recordar ese gran salto de agua (en realidad son tres, hermosos todos ellos: la caída americana, el velo de novia, y la herradura canadiense) pero no puedo resistirme a soñar con la vida que intuí en Niagara-on-the-Lake, que así se llama el pueblo donde el agua de la cascada arriba al lago Ontario: un pueblo pequeño, estirado, y que asume las características todas d ela vida ideal de ese país “casi” perfecto.

En Kingston inaugura el río San Lorenzo su camino, en dirección noreste, hacia el Océano. Son casi 3.000 kilómetros de recorrido, atravesando un espacio único, pintado de variados ambientes en sus orillas. Aquí donde nace, en Kinston, que fue capital del primitivo Canada inglés, se ve aún en perfectas condiciones conservado el “Fuerte Henry” que vigilaba la salida del lago, y un gran entorno de bosques. Enseguida, grande ya con 3 Kms. de anchura, atraviesa entre pequeñas y medianas islas, en lo que se conoce como “Parque Natural de las Mil Islas”, y que hemos recorrido en una embarcación, admirando la forma en que cada isla, por pequeña que sea, está domeñada y humanizada, desde simples cabañas a la orilla del agua (que por fenómenos hidrológicos fáciles de comprender, no varía nunca su altura) a grandes palacios, como el que se hizo construir George Bolt, magnate americano de la hostelería, en una isla a la que no le falta detalle, ahora convertida en parque de atracciones. La línea fronteriza entre Canadá y Estados Unidos de América es trazada en medio del río, de tal modo que algunas islas pertenecen por mitad a cada uno de esos estados.

El viajero se retrata en lo alto del Montroyal, dejando atrás el downtown de Montreal.


Bajando la corriente se llega a Montreal, la ciudad que está construida realmente sobre una isla, con un monte (el Montroyal) en su centro, desde cuya altura se domina el río, el skyline de rascacielos de su Dowtown, y las variadas islas que la rodean, una de ellas ocupada por las instalaciones de la Olimpiada de 1976, y en todas ellas la impronta de un saber vivir y de una ordenación fácil y amable. Montreal nos sorprende, especialmente, por su “ciudad subterránea” que ha llegado a constituir el “alter ego” de la población, pues con sus 30 Kms. de galerías ocupadas de hoteles, estaciones, restaurantes, tiendecitas, grandes almacenes, espacios de ocio, etc, son la evidencia de cómo los habitantes de Montreal saben defenderse del duro invierno que abate la superficie, desde Noviembre hasta Abril, tiempo en el que absolutamente todo queda congelado en superficie, hasta el río San Lorenzo.

Río abajo, aunque siempre subiendo de latitud, alcanzamos la capital del territorio francocanadiense, al que llegó Jacques Cartier en el siglo XVI: es Quèbec la capital del estado del mismo nombre, y la ciudad más interesante de todo el país. Netamente europea en su aspecto y costumbres, a mí me recuerda completamente a la población bretona de Saint-Malo, entre otras cosas porque de aquí, de la costa francesa, salieron los pobladores del nuevo Canada. El gran Castillo Frontenac, en lo alto de la roca que domina el río (aquí el San Lorenzo solo mide un kilómetro de orilla a orilla y de este hecho -“el río que se estrecha”- le vino el nombre en lengua aborígen, kebi, el actual Quèbec). Cuidada al máximo, la ciudad francocanadiense en la que solo se habla francés, es un decado de cuidadosa limpieza y amabilidad. Sus calles empinadas, las murallas a la antigua, sus muelles clásicos, sus viejos mercados, el lujo ostentoso del hotel Fairmont que ocupa ahora el viejo castillo francés, y los parques en los que las ardillas llegan a comer en tu mano.

El castillo de Frontenac remata la altura de la ciudad de Québec.


Bajando el río, y tras admirar las cercanas cataratas de Montmorency, casi el doble de altas que las de Niagara, o asombrarnos ante la construcción religiosa católica más grande de América, la dedicada a Santa Ana en Beauprés, seguimos el viaje entre los montes laurencianos asombrándonos del color de los bosques: el Otoño en Canadá es un espectáculo, un objetivo en sí mismo, uno de los mejores y más hermosos espactáculos que puede proporcionarnos la Naturaleza.

Lejos ya, muy lejos de todo, en la desembocadura del fiordo Saguenay, asienta la población de Tadoussac, con sus construcciones de madera, al más puro estilo subártico, y allí es donde montamos de nuevo en barco para dirigirnos al centro del río San Lorenzo, donde aparecen las ballenas a comer “casi casi” de nuestra mano. Enormes ejemplares de rorcuales, negros y grises, y alguna beluga juguetona, nos entretienen durante largo rato, hasta quedar todos cansados de hacerles tantas fotos a los enormes cetáceos y admirar sus poderosos saludos.

La iglesia de madera del poblado de Tadoussac, donde el río San Lorenzo lleva ya 40 kilómetros de anchura.



Solo tiene una pega este viaje a Canada que por diez días nos ha entretenido la vida: las enormes distancias entre un lugar y otro. Canadá es el segundo país del mundo en extensión de superficie (solo Rusia es más grande) y, aunque no lo parece cuando manejamos los mapas donde se identifican los lugares a los que pensamos ir, la verdad es que los viajes en bus se hacen eternos entre una ciudad y otra. Por lo demás, todo perfecto, y recomendable. Canadá es de esos países a los que hay que ir al menos una vez en la vida, y admirar unas cuantas cosas (todas sería imposible) de las que los canadienses se enorgullecen.

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