24 de octubre de 2017

Patones de Arriba y su rey escondido

Antonio Herrera  |  19 Agosto 2002

La tarde de verano se encoje y da paso al atardecer de rojos anaranjados que presagia mañana otro día de calor. Pero los viajeros lo tienen claro, y van a huir… hacia la sierra, hacia esos peñascales que se arrugan a la caida de Somosierra, en la orilla derecha del río Jarama.

Desde Guadalajara, por la carretera de Marchamalo y Usanos, se llega sin sentir a Uceda, y desde su atalaya se baja al hondo cauce del río. Acompañándole, a poco se llega a Patones (el de Abajo) que es poblachón sin gracia, con sus casas acomodadas en ambos lados de la carretera.



De pronto, en un esquinazo, el letrero señala “A Patones de Arriba, 3 Kms"… y allá se lanzan los viajeros, alegres de tomar las curvas de la cuesta para llegar enseguida a las primeras casas de esta parroquia, que mantiene su historia curiosa y anecdótica en estandarte de su tradición. Dicen que fue el único pueblo de España que contó con un Rey propio. Ocurrió en 1808, cuando la nación fue ocupada de los franceses. Allí llegaron noticias de que el Borbón había sido raptado por Napoleón, y los de Patones decidieron que plantarían cara al Emperador, y al alcalde del pueblo le hicieron Rey.



A los viajeros les entusiasma el silencio de las calles empinadas, el aspecto de sus dos ruas (la calle del Arroyo y la calle de las Azas) en cuesta perenne. Se fijan en sus edificios, todos ellos de piedra caliza oscura, de pizarra, de granito incluso. Aunque es verano, apenas hay gente por la calle: algunos viajeros en la Posada Real, que está a la entrada, en una plazuela supervisada por el humilde templo. Y en la calle cuestuda buscan un lugar donde cenar, o pasar el rato en su charla inacabable.



Encuentran hueco en “El Rey de Patones”, que es restaurante a lo clásico, recogido, con mesas cubiertas con manteles a cuadritos rojos y blancos. Una ensalada y algo de bacalao, más un flan con guindas, y el blanco “Esmeralda” que nunca les falta, aquí también aparece. Es una cena sencilla y lenta, que acaba tarde, que se desvanece entre las manos ávidas.




La vuelta por el mismo sitio, con más cuidado porque es de noche. Al pasar por Uceda, un aparte hasta la iglesia de Nuestra Señora de la Varga, de románico estilo con una portada solemne y un ábside triple, muy medieval y bien puesta sobre el alto desde el que se domina, todavía, el valle del Jarama. A lo lejos, las luces tímidas de la gran ciudad. Madrid no está lejos. En lo alto, la luna. Un viaje corto, un recuerdo que gotea el corazón, siempre bien guardado.

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