8 de enero de 2012

Pastrana en Nueva York


El autor delante del edificio IBM en la Madison Avenue en octubre de 1992.
Antonio Herrera Casado / 13 Octubre 1992
No hace mucho he tenido la oportunidad de darme una vuelta, calma y plena de objetivos, por algunos de los estados que constituyen ese gran país que son los Estados Unidos de América: New Jersey, Pennsylvania, Maryland y Virginia, entre otros, me han ofrecido los espléndidos paisajes de sus bosques, ahora en el otoño cuajados de mil matices diversos en sus hojas, y en la tranquilidad casi idílica de sus pueblos, contrapuntada por el febril ajetreo de sus ciudades tomadas por los rascacielos, he podido parar un momento a reflexionar sobre las razones y la capacidad que un conglomerado de razas y seres, guiados por la luz que la Estatua de la Libertad derrama a la entrada de la bahía del Hudson, han tenido para hacer de esta parte del mundo el emporio de riqueza, de libertad y trabajo del que justamente lleva fama.

Los resultados de esas reflexiones quedan para mí y para quien privadamente me aguante diez minutos de charla. Aquí quiero hacer un breve comentario sobre una de las muchas sorpresas que me he llevado caminando por las bulliciosas calles de la ciudad de Nueva York, arropadas por sus colosales edificios en los que habita todo el poder, todo el lujo y toda la fuerza de la raza humana. Después de darme una vuelta por la Quinta Avenida (allí el Metropolitan Museum, la Promenade del Rockefeller Center, la opulencia de Tiffany's, la gloria de San Patricio y el increíble y algo hortera espasmo del Trump Center), crucé por la 79 para bajar tranquilamente por la Avenida Madison, en la que (cuesta creerlo, pero...) en las galerías de arte se venden Picassos, Matisses y Chagalles auténticos, junto con estatuas griegas y las últimas creaciones de Cartier y Armani. En el número 590 de esa Avenida, la más lujosa y chic de Nueva York, está el edificio de la IBM, todo mármoles, cristales y metacrilatos; todo entrar y salir de ejecutivos con limusinas de 10 metros a la puerta; todo músicas barrocas y ordenadores que saben cuanto un humano apetezca consultar. En su planta inferior, y anunciado previamente en el hall por grandes carteles con cerámicas de Manises, portulanos y albaláes de los reyes castellanos, una exposición con breve cola para entrar: "Christopher Columbus and the Spanish Exploration of the Indies". Desde el 17 de Septiembre hasta el 7 de Noviembre. Era el 13 de octubre, el primero del sexto centenario, cuando entraba por aquella puerta en la que me preguntaban en qué idioma prefería la guía. Inigualable y soberbia, la exposición (montada conjuntamente por la IBM Gallery of Sciencie and Art y el Ministerio de Cultura español) ofrecía una panorámica impresionante de los descubrimientos españoles en el Nuevo Mundo. No había lugar a lo italianizante. Todo hispano, con lujo de detalles, con presentación pulcra, con explicaciones justas.
La toma de Arcila, uno de los grandes tapices de Pastrana.
Y en una sala central, en medio de la penumbra tibia, iluminado con la magia de unas luces que surgían de algún lugar oculto, la más hermosa de las piezas de arte de la exposición: uno de los seis tapices de Pastrana. Concretamente la "toma de Arcila", aparecido como si de nuevas acabara de confeccionarse. Los yankis que, a mi lado, lo contemplaban, mudos y cavilosos, debían pensar en la fortuna de quienes allí en la lejana Europa, en esa villa de Pastrana (así lo decía el cartel que anunciaba procedencia y título) podían cada día mirar la colección completa de tapices que manos artesanas de Flandes construyeron a finales del siglo XV, justo en los días en que Colón viajaba a América. Ignoraban éllos que en Pastrana, cuando se pueden ver juntos los seis tapices de las empresas africanas de Alfonso V de Portugal, nunca hay esa luz, ni esa música, ni esa perfecta colocación que parecía dejar volando al tapiz.
Confieso que sentí emoción y orgullo. Me han de perdonar mis lectores. Nuestra tierra enseñaba a la opulenta ciudad de Nueva York que los rascacielos de la Madison se quedan pequeños para albergar el arte de nuestra humilde tierra alcarreña. Uno sólo de los tapices pastraneros hacía saltar lágrimas en América. Los seis hubieran sido demasiado. Pero la forma de ofrecerlo era tan maravillosa, que yo sólo pude añadir, a la emoción y el orgullo iniciales, auténtica pena por saber que al regreso, al tapiz de Arcila le esperaba su tradicional refugio en la Colegiata pastranera, medio tapado por columnas y muebles, doblado para caber en su recinto demasiado pequeño, sin perspectiva para poder mirarlo como los yankis lo miraban. Con la única esperanza de poder contarlo, pero sin la menor oportunidad de poder influir para que aquí reciban el trato que tienen cuando salen. Ya en la calle, después de comer el western de mediodía en una aglomerada cafetería de yupis, andar otra vez. Subir hasta lo alto del Empire State Building y admirar desde su helada terraza el paisaje demasiado humano de la Gran Manzana; el cielo de Manhattan está surcado de continuo por helicópteros, avionetas y dirigibles que llevan funcionarios, empresarios y turistas japoneses.
El autor en New Jersey, ante las torres del World Trade Center.
Para aumentar el barullo, que es mayúsculo, Donald Trump piensa (así nos lo dijo en un desayuno informal que con él tuvimos unos días antes en privado) levantar una nueva ciudad de rascacielos que una el Midtown con la punta de la isla en Wall Street. Allí, horas después, subí al piso 107 de la torre más alta del World Trade Center, el más elevado de los edificios construídos por el hombre. Y tras tanta admiración (en Nueva York, lo confieso, se siente uno perfectamente paleto, y hasta gusta serlo) a caminar por la Broadway, al vano intento de conseguir entradas para ver Cats o el Fantasma de la Opera, a cuyas puertas, cada día, se forman colas que llenan a rebosar los inmensos locales. Al final, como último remedio, conformarme con entrar en el Carnegie y escuchar a Frank Sinatra (sí, es cierto, todavía sigue vivo, y canta...) y enterarme que hoy, en Nueva York, lo mejor que puede uno llevarse de recuerdo es la música americana. Nada de la Houston, ni del Wonder. Ya están pasados. Ahora lo que marca el ritmo en la ciudad gris y lluviosa del Hudson son los blues de Dinah Washington, las baladas de Patty La Belle y Michael Bolton, y la increíble voz de Lionel Richie, que sigue arrasando. No hay nada mejor, en la noche neoyorquina, que escuchar la música vibrante de los negros sentado en la decadente molicie del Petrossian. Sabiendo que por allí cerca anda un trozo, ¡y qué trozo! de la tierra alcarreña.

2 comentarios:

  1. Parece ser que los tapices de Pastrana siguen de periplo por América. Es imposible verlos en Pastrana, donde se fueron hace años, y ahora no vuelven. Ya lo dijo Azaña en su día, en 1931... "esos tapices tenemos que traérnoslos al Prado: los paletos de los alcarreños no se merecen tenerlos" Hoy donde se pueden ver, seguro, completos, bien expuestos, fastuosos (aunque en reproducción) es en el Palacio de los duques de Bragança, en Guimaraes (Portugal).

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    1. Hola maíno ¿eres de Pastrana?

      Por cierto, la reproducción de Guimaraes es buena en dos tapices mientras que los otros dos son malillas

      Saludos, Fernando Jabonero
      fernando@pastrana.info

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