Un detalle del Palace Hotel de Buçaco (Portugal) |
Antonio Herrera Casado
/ 20 Abril 2013
Los viajeros han llegado a Buçaco tras plácido y entretenido viaje por las alturas de la Serra da Estrela, el macizo montañoso más importante de Portugal, con alturas cercanas a los 2.000 metros, y que aún ofrecen en sus frentes las blancas cintas de la nieve abundante del pasado invierno.
La iniciativa de
recorrer el norte de Portugal en plena primavera, se inicia aquí, entre la
montaña adusta y el mar resplandeciente. Tras visitar Monsanto, admirar en toda
su extensión el valle glaciar de Zézebe, y reponer fuerzas en Covilha, llegamos
al destino ansiado.
Este destino era el
“Palace Hotel de Buçaco”, un capricho del que los viajeros no querían privarse
en esta vida. Su historia, que recojo a continuación, viene a demostrar por qué
hoy es un destino turístico internacional, de alto nivel, al que recomiendo
llegarse porque merece la pena. Además, y teniendo en cuenta la calidad
superior del hospedaje, el profesional servicio y sobre todo la ambientación
“de película” no es nada caro. Sale a 180 Euros la habitación doble, con
desayuno incluido.
Al norte de Coimbra, y
a 40 kilómetros de la costa atlántica, en unos terrenos movidos y elevados
(sierra de Bussaco se le llamó siempre) hubo en el lugar un cenobio
benedictino, desde el siglo VII, y mucho después, en el XVII, se verificó la
fundación de un gran Convento por parte de los frailes de la Orden Carmelita.
Constituido como “desierto” de la descalcez reformada, se elevó un núcleo
central, con iglesia, refectorio y claustro, y luego diseminadas por el monte
infinidad de ermitas o celdas aisladas, de las que aún quedan una docena en
pie.
En su derredor, y por
aislarse mejor, los frailes construyeron un muro sobre el solar de planta
cuadrada. El muro tiene (está aún en pie en perfectas condiciones) 5.750 metros
de longitud, presentando en su mayor extensión la finca casi un kilómetro de
extremo a extremo. En su interior plantaron todo tipo de especies vegetales,
algunas exóticas, y todas en gran profusión, de tal modo que ahora, 350 años
después, constituye un bosque espectacular, denso, umbrío, acrecentado por la
lluvia frecuente (en esta zona de Portugal llueve uno de cada tres días, y se
recogen más de 1.500 litros por metro cuadrado al año).
El lugar fue siempre
apetecible, admirado, aunque para llegar a él había que cruzar una de las
puertas que le franqueaban el paso (la de Coimbra, o la de Sula) por las que no
podían pasar más que hombres. Su fuerza geoestratégica supuso que en su entorno
se librara una batalla importante (la de Buçaco, obviamente) en 1810 durante la
Guerra Peninsular (la de la Independencia que decimos los españoles). Después,
en 1834, las medidas liberales llevaron a la Desamortización de los bienes
eclesiásticos, siendo expulsados los carmelitas de Buçaco y pasando el conjunto
a poder del Estado.
Allí decidió el rey
Carlos I de Portugal, a principios del siglo XX, levantar un palacio para su
retiro y solaz cinegético. Del proyecto, que acabó convirtiéndose en el
edificio que existe en la actualidad, se hizo cargo el arquitecto y coreógrafo
italiano Luigi Manini, aunque también intervinieron otros arquitectos como
Nicola Bigaglia, Manuel Joaquim Norte y José Alexandre Soares. Todos ellos
compusieron una obra puramente ecléctica, en la que cientos de estancias se
reparten entre los varios edificios, elevados exnovo en torno al viejo
monasterio, y poniendo en todos los paramentos detalles tomados de lo mejor del
arte portugués, especialmente del renacimiento manuelino. Solo un año, el de su
acabamiento, pudo disfrutar la familia real de los Braganza de este lugar de
ensueño. El verano de 1907 fue el último de la vida de este rey, que murió
asesinado en Lisboa en febrero de 1908.
Así se encuentran
estancias decoradas con artesonados mudéjares, o grandes chimeneas de estilo
francés, más los paramentos que imitan a la torre de Belém, arquerías copiadas
del monasterio de los Jerónimos de Lisboa, y detalles de los conventos de Santa
Cruz de Coimbra y del Cristo de Tomar. Muchos muros se ven cubiertos de
azulejerías de tonos azules (así son las cerámicas portuguesas porque así deben
ser, al menos por el apelativo) en los que se reproducen escenas de los
descubrimientos portugueses, destacando las azulejerías pintadas por Jorge
Colaço, evocando los autos de Gil Vicente y la "Guerra
Peninsular" (Guerra de la Independencia); las esculturas de António
Gonçalves y Costa Mota, los admirables lienzos de João
Vaz ilustrando versos de la epopeya marítima de Camões; los frescos
de António Ramalho o las valiosas pinturas de Carlos Reis… todo
ello confluye en la creación de un espacio único, magnífico, algo con lo que no
se había encontrado el viajero nunca, a pesar de los mil caminos que ha
recorrido. El mobiliario forma también un verdadero patrimonio museológico,
pues incluye piezas portuguesas, indo-portuguesas y chinas, realzadas por la
fastuosa tapicería. En los techos, alfarjes multicolores, y en el suelo maderas
exóticas de Ultramar.
Imprescindible se hace un paseo por el bosque, por “la
mata de Buçaco”. Como no entiendo de plantas, no puedo encomiar unas u otras,
aunque hay muchas, todas grandes, y muchas exóticas. Caminos que serpentean por
el verde, refulgente ahora tras un invierno especialmente lluvioso, y de vez en
cuando una fuente, de las que pusieron los monjes (dedicadas a Santa Teresa,
San Elías, San Silvestre, o el Carregal) o una ermita para la existencia
monacal, en todo caso pequeños habitáculos de piedra simple con una cruz
encima. A lo largo de un camino retorcido de tres kilómetros de longitud, el
vajero se va encontrando con escenas de la Pasión de Cristo, un viacrucis de
terracota que ha sufrido con evidencia los destrozos de los vándalos. Y todavía
rotondas, escaleras, el canto de los pájaros como una nube de luz… un lugar
especial que nos ha llenado, porque uno se percata que hay muy pocas cosas como
esta en el mundo. Y la excepcionalidad es siempre un mérito. En este caso,
ganado a fuerza de historia, de arte y naturaleza.
Un grabado antiguo en que se ve la "Fonte Frida" del Bosque de Buçaco |
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