17 de agosto de 2013

Budapest, de Sissi a Stalin


El viajero se retrata ante la estatua dedicada al escritor Anónimo,
en el Parque del Milenario de Budapest
Antonio Herrera Casado  /  23 Junio 2013

Un Congreso (el Europeo de Audiología) me ha hecho ejercer de viajero unos cuantos días por Hungría, país al que desde aquí recomiendo conocer porque tiene muchas páginas de historia y muchos grabados de monumentos, como para que el buscador ilustrado de emociones y recuerdos no se sacie así como así.
Budapest nos recibe con un calor que en nada tiene que envidiar a la canícula del Guadalquivir: los 39º de media tarde no consiguen refrescarse con los 25º del amanecer, y aún se hace más agobiante el calor por la humedad que el padre Danubio esparce por las calles y cerros próximos. En Hungría se da un clima (bueno es llevarlo sabido) muy continental y extremo: en invierno se pueden pasar dos meses sin subir de lo diez bajo cero y en verano los calores superan a los de Córdoba y aquí como que nadie se entera.
Titulo esta crónica viajera como la titulo, porque esos extremos se tocan en Budapest como sin sentir, pero siguen vivos en la sensación de sus habitantes. De una parte, el recuerdo de la emperatriz Isabel, la esposa de Francisco José, imagen sutil de tiempos antiguos y benéficos, se mantiene viva en muchos sitios, especialmente en el palacio de la localidad de Bögöllö, a unos 30 kilómetros de la capital, donde la emperatriz quedó a vivir varios años, porque la encantó el lugar. Hoy se ha constituido en ese pequeño palacio, completamente restaurado, un Museo completo sobre la vida de esa mujer tan emblemática de una época, y de la contemporánea y subsiguiente historia de la nación húngara. Y de otra, el recuerdo de aquellos tiempos comandados por el “padrecito José” y que se palpan vivos en la “Casa de los Horrores”, un viejo edificio que se ha recuperado que se ha abierto en la principal avenida de Budapest, y en el que uno no se encuentra con brujas y frankensteines, sino con tres plantas: la de abajo tiene presentes los malos modos de los tiempos imperiales, la primera exhibe la crueldad de los nazis cuando ocuparon esta tierra y su comportamiento terrorífico especialmente con los judíos. Y la segunda y superior, va ocupada por el terror del régimen comunista tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Ese es el más escalofriante. De tal modo (y esto se palpa en la charla con cualquier húngaro/a de hoy) que si un día volviera a implantarse el comunismo en todos los países de la Tierra, el último en hacerlo, seguro, sería Hungría: que no les hablen ya más de aquellos años.
La escalera de honor del edificio de la Ópera de Budapest,
por donde subieron Sissi y Francisco José el día de su inauguración.
La ciudad ha regresado de un largo ínterin de apatía y silencios. Queda mucho todavía por hacer, muchas fachadas que enlucir y muchos edificios que arreglar. La avenida Andrassy, un bulevar de estilo parisino, continúa siendo el eje elegante de Budapest, y en ella se han rodado muchas películas ambientadas en la capital de Francia, mientras van apareciendo tímidamente algunos comercios en los que lucen las marcas punteras de la moda y el lujo. Pero este queda un tanto restringido a la memoria de los viejos tiempos, y a los edificios que sobrevivieron de cuando el imperio austrohúngaro: rival siempre de Viena, Danubio arriba, la imagen de la capital de Hungría supera a cualquier otra de la Europa central, porque es difícil describir la belleza que se muestra, especialmente al ir navegando en una barcaza por el centro del río, y ver a los lados surgir la orilla derecha, la vieja Buda de los primitivos magiares, con su palacio real orgulloso, su Bastión de los Pescadores y su iglesia de Matías, lujo del gótico más exuberante, la orilla izquierda, la moderna Pest, con sus edificios imperiales, grandes hoteles, sinagogas, templos católicos como el dedicado a San Esteban (el Istvan patrono de la ciudad y el reino) y hasta ese Parlamento monumental, sin duda el más preciosista de todos los europeos (para mí, más equilibrado y más lucido aún que el británico) en el que nos muestran las guías, -a mí me parece que con cierta ironía- cómo de las dos cámaras con que se le dotó, la alta o Senado ha sido suprimida ¡hace 70 años! y se dedica ahora a Congresos y reuniones científicas… Pero ¿es posible que un país funcione sin Senado? –le pregunto a la guía. Y ella, sonriente, me contesta: pues ya ve que sí. Funciona, y es más barato.
En plan rápido, para el viajero que vaya a estar pocos días, recomiendo algunas cosas que no debe perderse: realizar una visita guiada por el interior del edificio de la Ópera de Budapest, que sin pretenderlo les salió más lujosa y perfecta (aunque un pelín menos alta) que la de Viena; cruzar el río por el Puente de las Cadenas, monumental muestra de la arquitectura del hierro; probar el metro que como un estrecho subterráneo discurre bajo la avenida Andrassy, y que fue una de las obras monumentales que Francisco José concedió a Budapest a mediados del siglo XIX, para que los ciudadanos pudieran llegar fácilmente al Parque Municipal y a los Baños de Szechenyi, que es otro de los lugares de imprescindible visita. En el parque, con motivo de las fiestas del Milenario (en 1896) se construyeron una serie de edificios reproduciendo los elementos más característicos de la nación, entre ellos un monasterio románico y el castillo de Drácula en Transilvania, el llamado castillo Castillo de Vajdahunyad (porque hasta la Guerra Mundial esta región formaba parte de la nación húngara ).  Además conviene pasar un par de horas en el Mercado Central, repleto además de curiosidades artesanales, y pasear la Vaci utca que es la calle peatonal y comercial por excelencia, terminando en el Café Gerbaud donde se respira el aire decimonónico que en muchas otras cosas trata de recuperar esta ciudad a la que le sobran blasones y brillos, pero aún le falta el dinamismo de una economía y una pujanza social a la que se va incorporando poco a poco, tras tantas décadas de susto y angustias.

En Budapest se alojó el viajero en el Hotel Zenit, que es de una cadena española, y en el que todos los empleados hablan nuestro idioma, lo cual es una gran ventaja en un pais en el que pocos conocen otra lengua que no sea la suya. Y puedo asegurar que el húngaro es un idioma en el que muy a duras penas, y casi como una excentricidad, se encuentra alguna palabra originaria del latín. Su raiz está en el finlandés con un tercio de palabras heredadas del turco, de cuando el imperio otomano (casi doscientos años en la Edad moderna) controló su territorio. No trate nadie de entender ningún cartel, letrero o advertencia. Es imposible. Como siempre, y los viajeros experimentados lo saben bien, lo mejor es guiarse de la intuición (y llevar en la mano una buena guía comprada antes en España).

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