El ábside de la iglesia de la Trinidad, en Atienza. Al fondo el Ford Explorer. |
En una jornada dominguera de verano, los viajeros han
completado una gira por los pueblos mínimos y los templos recónditos que la
época plena del Medievo dejó alzados por las tierras altas del nordeste de la
provincia de Guadalajara, y que hoy constituyen, dando vida a las
consideraciones topoadministrativas de la organización turística, la “Ruta del Románico de Sierra
Pela”. Muchos templos rurales, pequeñas ermitas, algún que otro monasterio
arruinado: sin entrar en los detalles de cada uno, de las consideraciones
estilísticas, en comparaciones y adjetivos, o en admiraciones sinceras, aquí el
viajero quiere dejar constancia de un periplo que estuvo más lleno de vida que
de objetivos patrimoniales.
Con su Ford Explorer, al que no se le ponen trabas cuando se
trata de llegar a objetivos complicados, desde Guadalajara por la carretera que
va por Hita hacia Jadraque, y tras dejar a su izquierda el hermoso templo de
Padilla que se alza sobre un altozano rocoso, los viajeros llegan a la
población de Pinilla de Jadraque, en la que admiran el templo, calificado de
Monumento Nacional, de su parroquia, en el que pone altura la espadaña de
cuadro vanos sobre el muro occidental, mientras que en ese y el meridional se
abren los arcos de su galería porticada, en la que deben admirarse uno por uno,
y tratar de desentrañar su misterioso sucesivo, los capiteles con escenas
bíblicas en las que los vestidos y formas son copias indudables de antiguos manuscritos
visigodos iluminados.
Un poco más allá, por difíciles caminos de montaña, los
viajeros llegan al monasterio cisterciense de San Salvador de Pinilla, hundido
ya, y abandonado de sus dueños, y en él admiran los restos de su templo de una
nave y el ábside de planta semicircular, más el perímetro de lo que fue
claustro románico, del que solo quedan montones de ruinas cubiertas de hierba,
y el apunte de un arco doble con capitel geométrico.
Por la carretera que lleva a Soria, llegan los viajeros a
Atienza, donde se entretienen en admirar sus clásicos y mucho más conocidos
templos: la
Santísima Trinidad y su ábside espléndido; Santa María del
Rey en lo alto, con el cementerio de la villa delante, y sus portadas únicas,
especialmente la que muestra caracteres arábigos; luego el templo de San
Bartolomé, adornado en su frente con el jardín y la galería de fustes
abalustrados, para acabar admirando, tras patear los barranquillos que la
separan de la villa, el humilde templo de Nuestra Señora del Val, en cuya arquivolta
interior aparecen unos saltimbanquis retorciéndose sobre sus espaldas,
pisándose la cabeza con los pies: únicos e inolvidables.
El ábside románico de la ermita de Santa Colomba en Albendiego (Guadalajara) |
De allí los viajeros, por la carretera que lleva a Aranda,
suben la meseta que forma la
aplanada Sierra de Pela. En ella, admiran la ermita de Santa
Colomba de Albendiego, el lugar que justifica un viaje por sí solo, con su
templo perfecto y su ábside adornado de calados rosetones en celosías de
piedra. Los que saben dicen que ese es un mensaje claro de templarismo y esoterismo
medieval: un libro abierto. Después ascienden a la altura de Campisábalos y
allí visitan el templo de San Bartolomé, que nos enseña el viejo guía Santiago,
el hombre que parece estar vivo desde siglos atrás, y emerge de la oscuridad de
la nave frente al iluminado ábside interior. Pegado al templo está la capilla
del caballero San Galindo, en la que ven los capiteles silentes que soportan el
gran arco de su presbiterio. Saben que están en uno de los lugares capitales
del arte románico español, y los viajeros apenas hablan, mirando este detalle,
aquel signo: un viaje iniciático, quizás?
La vuelta hacia valles más amables la hacen recorriendo
mínimas aldeas en las que los escasos habitantes que hoy quedan acuden de vez
en cuando a orar en esos templos gigantescos y expresivos del románico más
perdido: van a Casillas, a Romanillos, a Bochones, a Hijes, a Alcolea de las
Peñas, donde antes se han parado a admirar el lugar de habitación de Morenglos,
un pueblo medieval construido sobre una roca, a su vez perforada por numerosas
cuevas, sobre la que se alza orgulloso el paredón gris de la espadaña de su
semiperdido templo.
Ya en torno al Henares, o en los valles de sus afluentes,
los viajeros acaban el largo día visitando la iglesia de Pozancos, con su
portada perfecta de arquivoltas románicas y capiteles que recuerdan a los de la
cercana catedral seguntina. Y al final cruzan delante de la ciudad episcopal, a
la que en esta ocasión bordean sin entrar en ella, para dirigirse al enriscado
lugar de Pelegrina, sobre el estrecho valle del río Dulce, donde con las
últimas luces del día admiran el templo románico al que un obispo renacentista
le talló sus armas sobre el tímpano de la portada, y su espadaña campanil, que
parece charlar sin cansarse con las ruinas alzadas del castillo que amenaza con
hundirse de un momento a otro.
La charla eterna de los viajeros entra en la noche cuando
vuelven a Guadalajara. Dejan descansar al inquieto Ford Explorer, que nunca
defrauda, y se ponen a ordenar, sin prisas, las fotos que han hecho, las ideas
que han levantado, y los recuerdos que han dejado tallados en la memoria, esa
página contra la que no pueden las borrascas del tiempo.
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