24 de agosto de 2013

Viaje al románico de Sierra Pela

El ábside de la iglesia de la Trinidad,
en Atienza. Al fondo el Ford Explorer.
Antonio Herrera Casado  /  25 Agosto 2001

En una jornada dominguera de verano, los viajeros han completado una gira por los pueblos mínimos y los templos recónditos que la época plena del Medievo dejó alzados por las tierras altas del nordeste de la provincia de Guadalajara, y que hoy constituyen, dando vida a las consideraciones topoadministrativas de la organización turística, la “Ruta del Románico de Sierra Pela”. Muchos templos rurales, pequeñas ermitas, algún que otro monasterio arruinado: sin entrar en los detalles de cada uno, de las consideraciones estilísticas, en comparaciones y adjetivos, o en admiraciones sinceras, aquí el viajero quiere dejar constancia de un periplo que estuvo más lleno de vida que de objetivos patrimoniales.
Con su Ford Explorer, al que no se le ponen trabas cuando se trata de llegar a objetivos complicados, desde Guadalajara por la carretera que va por Hita hacia Jadraque, y tras dejar a su izquierda el hermoso templo de Padilla que se alza sobre un altozano rocoso, los viajeros llegan a la población de Pinilla de Jadraque, en la que admiran el templo, calificado de Monumento Nacional, de su parroquia, en el que pone altura la espadaña de cuadro vanos sobre el muro occidental, mientras que en ese y el meridional se abren los arcos de su galería porticada, en la que deben admirarse uno por uno, y tratar de desentrañar su misterioso sucesivo, los capiteles con escenas bíblicas en las que los vestidos y formas son copias indudables de antiguos manuscritos visigodos iluminados.
Un poco más allá, por difíciles caminos de montaña, los viajeros llegan al monasterio cisterciense de San Salvador de Pinilla, hundido ya, y abandonado de sus dueños, y en él admiran los restos de su templo de una nave y el ábside de planta semicircular, más el perímetro de lo que fue claustro románico, del que solo quedan montones de ruinas cubiertas de hierba, y el apunte de un arco doble con capitel geométrico.
Por la carretera que lleva a Soria, llegan los viajeros a Atienza, donde se entretienen en admirar sus clásicos y mucho más conocidos templos: la Santísima Trinidad y su ábside espléndido; Santa María del Rey en lo alto, con el cementerio de la villa delante, y sus portadas únicas, especialmente la que muestra caracteres arábigos; luego el templo de San Bartolomé, adornado en su frente con el jardín y la galería de fustes abalustrados, para acabar admirando, tras patear los barranquillos que la separan de la villa, el humilde templo de Nuestra Señora del Val, en cuya arquivolta interior aparecen unos saltimbanquis retorciéndose sobre sus espaldas, pisándose la cabeza con los pies: únicos e inolvidables.


El ábside románico de la ermita de Santa Colomba en Albendiego (Guadalajara)

De allí los viajeros, por la carretera que lleva a Aranda, suben la meseta que forma la aplanada Sierra de Pela. En ella, admiran la ermita de Santa Colomba de Albendiego, el lugar que justifica un viaje por sí solo, con su templo perfecto y su ábside adornado de calados rosetones en celosías de piedra. Los que saben dicen que ese es un mensaje claro de templarismo y esoterismo medieval: un libro abierto. Después ascienden a la altura de Campisábalos y allí visitan el templo de San Bartolomé, que nos enseña el viejo guía Santiago, el hombre que parece estar vivo desde siglos atrás, y emerge de la oscuridad de la nave frente al iluminado ábside interior. Pegado al templo está la capilla del caballero San Galindo, en la que ven los capiteles silentes que soportan el gran arco de su presbiterio. Saben que están en uno de los lugares capitales del arte románico español, y los viajeros apenas hablan, mirando este detalle, aquel signo: un viaje iniciático, quizás?
La vuelta hacia valles más amables la hacen recorriendo mínimas aldeas en las que los escasos habitantes que hoy quedan acuden de vez en cuando a orar en esos templos gigantescos y expresivos del románico más perdido: van a Casillas, a Romanillos, a Bochones, a Hijes, a Alcolea de las Peñas, donde antes se han parado a admirar el lugar de habitación de Morenglos, un pueblo medieval construido sobre una roca, a su vez perforada por numerosas cuevas, sobre la que se alza orgulloso el paredón gris de la espadaña de su semiperdido templo.
Ya en torno al Henares, o en los valles de sus afluentes, los viajeros acaban el largo día visitando la iglesia de Pozancos, con su portada perfecta de arquivoltas románicas y capiteles que recuerdan a los de la cercana catedral seguntina. Y al final cruzan delante de la ciudad episcopal, a la que en esta ocasión bordean sin entrar en ella, para dirigirse al enriscado lugar de Pelegrina, sobre el estrecho valle del río Dulce, donde con las últimas luces del día admiran el templo románico al que un obispo renacentista le talló sus armas sobre el tímpano de la portada, y su espadaña campanil, que parece charlar sin cansarse con las ruinas alzadas del castillo que amenaza con hundirse de un momento a otro.

La charla eterna de los viajeros entra en la noche cuando vuelven a Guadalajara. Dejan descansar al inquieto Ford Explorer, que nunca defrauda, y se ponen a ordenar, sin prisas, las fotos que han hecho, las ideas que han levantado, y los recuerdos que han dejado tallados en la memoria, esa página contra la que no pueden las borrascas del tiempo.

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