2 de agosto de 2013

Londres siempre

En el interior del Lloyds Building,
en la City londinense.
Antonio Herrera Casado  /  25 Septiembre 2012

Al viajero le causan sorpresa las nuevas ciudades que visita. Muchas veces, piensa que ha alcanzado a conocer el lugar ideal, la meta de sus andanzas:  y sale de Estambul pensando que es mejor que Venecia; regresa de San Petersburgo pensando que es más hermosa que Paris, o vuelve de Nueva York convencido de que supera a Roma. Va cambiando sus preferencias. Pero llega un día, de forma casi inesperada, a Londres. Y cuando vuelve a otros lugares, distintos, exóticos o sorprendentes, ya nada le cambia su idea: Londres es la ciudad, y para siempre. Londres es el eje del mundo, del antiguo y del actual, la meta del viajero, del  hombre libre, del ser humano al que le importan las ideas, el progreso y la belleza. De todo eso, de mucho más, está lleno Londres. Y promete volver, siempre que pueda.
La última vez, el viajero se alojó en un sitio que recomienda vivamente a sus compatriotas: el Hotel Meliá de Londres, la White House que allí llaman, está en un sitio clave, ni en el centro loco ni en la periferia: en el borde este de Regent`s Park, en la Great Portland Street, a un paso andando de Oxford Circus y a cien metros de las estaciones Warren, Regents y Great Portland del Metro. Con toda la ciudad al alcance, aunque siempre acaba el día con muchos kilómetros andados, porque Londres solo se admira si se recorre a pie, Regents abajo, Strand arriba…
Esta vez ha quedado deslumbrado por la grandiosidad de la City, la de los negocios, la que se centra en Saint Paul, y la que desde el templo hacia el río permite cruzarle por el puente del Milenio, aquella avanzadilla de la técnica que asustó a la reina Isabel y el día de su inauguración no se animó a cruzarlo “porque se movía”. Al otro lado está, cerca de la galería Tate, el  teatro del Globe, hoy reconstruido (más bien construido exnovo, pero con fidelidad de aplauso) donde se entretiene el viajero con el Museo de la memoria de Shakespeare y disfruta en la representación de una de sus obras, a pesar de que, por estar al aire libre, de vez en cuando los pajarillos suelten su artillería y le pongan suave el traje festivo: como en el Siglo de Oro, igualito.
En la City, a la que accede desde la Torre (la terrible fortaleza que aún custodian unos beefeaters de patibulario aspecto) y de la que sale cuando en el Strand se acerca a Covent Garden, le sorprenden muchas cosas: una los clásicos edificios de la plaza de la Bolsa, al que sabe eje del mundo financiero, y otra el edificio Lloyds, esencia de la arquitectura contemporánea, todo cristal, metales al aire, entrañas abiertas de luz y pasajeros que multiplican sus beneficios con cada seguro que se firma. Financieras y aseguradoras arropadas por masas de cemento y cristal, entre un ir y venir de trajeados gentleman (todavía hay quien luce hongo y botines) y chicas despampanantes que se reúnen a la caída de la tarde en las aceras pomposas delante de los pubs. Un mundo de novela, sin duda.
Para ir a Londres, me sumerjo en los libros que tratan de la ciudad. La Biografía de Londres, de Peter Ackroyd es el primero. Y sobre todo recomiendo las “Historias de Londres” de Enric González, que nos pone al día de cómo tratar a los royal sin quedar paleto. Pero también Oliver Twist (en libro o en película, la de Polanski es perfecta), “La Casa de Riverton” de la australiana Kate Morton, o las secuencias londinenses de “El invierno del mundo” de Follet: la ciudad es plural, y miles de escritores la han plasmado. Ojalá el viajero pudiera hacerlo algún día.
Como todo primerizo, me voy de museos un día: lo primero de todo, obligado, es el British Museum, la cota más alta de la arqueología mundial. Todo es sorprendente, cada sala supera a la anterior, en los pasadizos con los relieves asirios uno cree que le están engañando, porque no puede ser verdad tanta belleza, pero en la sala enorme con los restos del Partenón, se alcanza sin dificultad el éxtasis. Nadie diría que en este Museo del barrio de Bloomsbury se encuentran tantas maravillas de la América primitiva, tantas joyas mayas y aztecas, tanta vida de los indios de las praderas de Norteamérica… se debería vivir una temporada en el British para hablar con propiedad y en serio. Pero luego el viajero se llena de admiración en el Museo de Ciencias Naturales, y ante la estatua de Darwin en su principal escalera cree estar sumido en la nave mayor de una catedral científica. Sigue luego el sueño del Victoria and Albert Museo, la colección de arte de unos príncipes supremos: la cerámica, la forja, las reproducciones a tamaño original de los mejores edificios de Europa, entre ellos la portada mayor de Santiago de Compostela, o la columna de Trajano, partida en dos… quizás el más sorprendente de los Museo con que acaba el día este viajero es la National Portrait Gallery, a las espaldas de Trafalgar Square, donde bullen los rostros inteligentes y guasones de tantos ingleses e inglesas que han sabido que Londres es un buen lugar para vivir.
El viajero en la sala griega con los relieves del Partenon, en el British Museum.

¿Algunas ideas para deambular por Londres? En la última escapada de cinco días me ha dado tiempo a tomar el Afternoon Thea en el Ritz (no hace falta etiqueta, solo reservar con tres meses de antelación, y por 50 libras te sumerges en un mundo soñado, real, lejano pero al que sabes que puedes volver cuando quieras, los camareros llamándote por tu nombre…!) y otra tarde hacer lo mismo en el Montague de Bloomsbury, o cenar en el pub Salisbury frente a Saint Martin in the Fields, donde el párroco tiene un subterráneo con  colecciones de tumbas, tienda de recuerdos y una cervecería. Tampoco debes dejar de darte una vuelta por Frith Street en el Soho, donde se come curioso (porque en Londres no se come bien en ningún sitio, eso que lo sepas) o por el Pub de Argyll (ir pronto, porque a partir de las 9 no se cabe) y darte un garbeo por el Barrio Chino, que es mejor que el de Nueva York, con diferencia.

Al fin, que no falte lo de siempre: una mañana de domingo en Notting Hill curioseando por las tiendas del mercadillo de Portobello, o buscar gabardinas peliculeras en Candem y desde allí montarte en una barcaza que te lleve por los viejos canales hasta la Little Venice donde no puedes perderte una sesión en su flotante teatro de marionetas. Y callejear por la noche desde Piccadilly y Leicester hacia Shaftesbury, deslumbrándote con los enormes carteles de sus teatros. Una tarde perdida se puede llenar bajando en barco por el Támesis desde el puente del Parlamento hasta el London Bridge, al que se aprovecha para fotografiar por sus bajos y después desembarcar en el muelle de Santa Catalina, y disfrutar con el ambiente de un inesperado puerto deportivo, cuajado de yates y veleros, entre pasarelas y cafés tranquilos, en el corazón de este Londres al que siempre se vuelve. Tenlo por seguro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario