5 de octubre de 2013

Viaje a la Mdina de Rabat, en Malta

Entrada a la Mdina de Rabat en Malta
Antonio Herrera Casado / 30 marzo 2003

Es la segunda ocasión que viajo a Malta, y también la segunda visita que realizo a la ciudad de Mdina. En el centro de la pequeña isla, en un altozano desde el que se divisa entero este país minúsculo, se alza la ciudad vieja, la “Ciudad del Silencio”, la que fue núcleo fundacional de este entorno geográfico, pues ya desde mil años antes de Cristo fue utilizada como ciudad. Fue, además, la capital de Malta hasta 1570, poco después del asalto de los turcos, y en el que la bravura (hoy ya legendaria) del gran maestre de la Orden, don Juan de Homedes, y su reducido ejército de españoles, con menos de un millar de hombres resistió el ataque de un ejército de casi 50.000 musulmanes turcos. Aquello ocurrió en 1565, y cuando los guías malteses hablan, casi solamente lo hacen de aquella fecha. Hasta ese punto se quedó grabada en el subconsciente de sus habitantes.

Hemos visto La Valeta, hoy capital del estado maltés independiente, en el que ya finalmente ha sido desterrado el inglés y solo se habla o se rotula en maltés (que es una mezcla rarísima de italiano, español, latín y árabe) y hemos admirado su catedral de Saint John (a la que en viaje anterior acudimos buscando al Doncel de Malta: ver este reportaje), sus viejos palacios y el grandioso puerto, perfecto y como anclado en el tiempo. Desde el mirador que hay frente al palacio de los gobernadores españoles, destacan los grandes castillos o fuertes de San Angel (todavía sede y museo de la Orden de San Juan), San Miguel y San Telmo.

Pero la esencia de este nuevo viaje a Malta es llegarnos hasta Rabat, y allí volver a visitar la ciudadela, la Mdina, ese lugar único y espectacular, al que siempre se vuelve, porque es una de las esencias urbanísticas de Europa, un lugar de ensueño perdido en el tiempo.

A Rabat se llega desde La Valeta en un cuarto de hora, si no hay demasiado tráfico. Hay autobuses constantes desde la muralla de la capital, que te dejan a la puerta de esta ciudad, que está en el centro de la isla. Por Rabat se pasea mirando los portalones, los balcones, los llamadores de sus casas, la tranquilidad de sus callejas, y siempre se llega, quieras o no, a una plaza donde hay una iglesia enorme y junto a ella las Catacumbas romanas, en las que dicen que estuvieron San Pablo, y Santa Águeda, cada uno en su tiempo.

Pero lo que hacemos con decisión, sin perder un minuto, es dirigirnos a la Mdina. Y lo hacemos así porque la vez anterior no nos dio tiempo a verla (íbamos con el tiempo tasado propio de las excursiones de los cruceros) y ahora porque amenazaba la noche, y aún así, a pesar de ella, entramos en la ciudad amurallada, en el fortín austero, a través de un puente peatonal entre viejos cañones que escoltan la puerta que comunica con Rabat, la única puerta de acceso a este fuerte, rodeado de muralla, en algunas zonas muy alta, verdadero nido de águilas.

El paseo por sus calles es inolvidable, y debería hacerlo todo aquel que viaje a Malta y a sus islas. Porque en ellas se respira una historia sin nombres, pero latiente. Aparecen los palacios, cuajados de tallas y escudos, con un aire barroco espléndido; aparecen las hornacinas soportando tallas de vírgenes y santos en cada esquina, y aparece la gran plaza en cuyo extremo se alza la catedral de San Pablo, que debería visitarse aunque nosotros no lo hicimos, porque ya estaba cerrada. En la noche resuena aún más el silencio de Mdina: sus estrechas callejas están escoltadas de casas ampulosas y viejos palacios, todos construidos con la piedra ocre de la isla. Algunos espacios está ocupados por artistas. En un gran escaparate vemos a un restaurador trabajando sobre una enorme talla policromada de San Pedro. Pasa algún coche de caballos, y al final nos asomamos sobre los miradores que muestran, allá al norte, La Valeta iluminada y el mar oscuro adivinándose.

Las acantilados y roquedales de Dwejra Bay, en Gozo.

Este viaje a Malta nos ofrece todavía la ocasión de visitar la isla de Gozo, a la que pocos acuden, porque solo se puede viajar en barco. Nosotros lo hacemos en un gran velero al estilo antiguo. Y allí subimos y bajamos las cuestas de la isla, que es montañosa y está sembrada de viejas ciudades detenidas en el tiempo. En Victoria, la capital, surge en lo alto una iglesia que debió ser castillo con anterioridad, al que también llaman “el Rabat” de Victoria. Otros pueblos encastillados se ven sobresalir entre los olivares y los cultivos. Y el mar omnipresente, rodeando el gran islote, que en su costa más occidental nos muestra los acantilados de Dwejra Bay, aisladas rocas calizas que se precipitan sobre el mar en mil formas impensables.


El viajero se deja retratar ante los castillos de San Angelo y San Miguel,
desde la ciudad de La Valetta, en Malta.


Volvemos de Malta en avión. El aeropuerto lo han instalado entre barrios y huertas, casi encajonado entre los barrios periféricos de la capital. Pero después de mirar los mapas de esta isla, y colegir que existen varios pueblos en ella, además de su actual capital, La Valeta, que engloba ya antiguas poblaciones cercanas, cuando la vemos desde el aire nos damos cuenta que debe ser una de las islas más pobladas del mundo, porque toda ella está urbanizada, apenas quedan espacios de campo libre, todo es calles, urbanizaciones, fábricas, espacios construidos… poco puede ya ensanchar ya Malta, aunque en Gozo le queda todavía espacio por ganar (sería una lástima que esa isla casi virgen, por no decir la de Comino, que está a medio camino entre ambas, y que todavía está vacía, se llenaran también de construcciones). En Gozo se alzan varios hoteles importantes. Uno de ellos, el Kempinski, donde comimos, y otros muchos “resorts” exclusivos y en los que pasan temporadas de relax y aislamiento gentes procedentes de toda Europa. En todo caso, un país al que siempre apetece repetir el viaje, y que nos espera amable y cuajado de ofertas sorprendentes.

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